—¡Vaya, al fin termina esto, gracias a Dios! —dijo la señora Boche—. Me quedo para ayudarle a secar la ropa.
—¡Oh! no vale la pena, muchas gracias —respondo la joven, que empleaba sus puños y chapuzaba las piezas de color en el agua clara—. Si todavía tuviera sábanas no me negaría.
Pero terminó por aceptar la ayuda de la portera. Cada una retorcía por un extremo una falda de lanilla color café, mal teñida, de la que se escurría un agua amarillenta, cuando la portera exclamó:
—¡Mire, ahí está la gran Virginia!… ¿Qué vendrá a lavar ésa aquí, con sus cuatro guiñapos en un pañuelo?
Gervasia levantó vivamente la cabeza. Virginia era una muchacha de su edad, más alta que ella, morena, bonita, a pesar de tener la cara un poco larga. Llevaba un viejo vestido negro con volantes y una cinta roja en el cuello; iba peinada con esmero, sujetándose el moño con una redecilla azul.
Por un momento se detuvo en el centro del pasillo central, entornando los párpados como si buscara a alguien; luego, cuando divisó a Gervasia, se acercó y pasó por delante de ella, erguida, insolente, balanceando las caderas, e instalóse en la misma fila, a cinco cubetas de distancia.
—¡Vaya un capricho! —exclamó la señora Boche en voz baja—. ¡Nunca jabona un par de mangas!… ¡Ah!, yo puedo asegurarle que es una grandísima holgazana. ¡Una costurera incapaz de zurcir un par de medias! Es como su hermana, la bruñidora; esa bribona de Adela, que falta al taller dos días de cada tres. No tienen padre ni madre conocidos, viven nadie sabe de qué, y si una se pusiera a hablar… ¿Qué es lo que está restregando? ¡Oh! ¿Una falda? No puede estar más asquerosa. ¡Bastantes cosas limpias ha debido ver esa falda!
Evidentemente, el propósito de la señora Boche era congraciarse con Gervasia. La verdad es que ella tomaba con frecuencia el café en compañía de Adela y Virginia cuando las muchachas tenían dinero. Gervasia no respondió; se daba prisa, moviendo las manos febrilmente. Acababa de disolver el azul en una pequeña cubeta montada sobre un trípode. Empapaba las piezas de ropa blanca, las agitaba un instante en el fondo del agua teñida, cuyo reflejo adquiría un tono de laca y, después de haberlas retorcido ligeramente, las extendía arriba sobre los listones de madera. Mientras hacía estos menesteres, daba la espalda a Virginia afectadamente. Pero oía muy bien sus burlas y sentía posarse sobre ella sus miradas oblicuas. Parecía que Virginia no había ido con otro fin que el de provocarla. Gervasia volvió un momento la cabeza, y ambas quedaron mirándose fijamente.
—No le haga usted caso —murmuró la señora Boche—. Espero que no irán ustedes a tirarse de las greñas… ¡Cuando le digo a usted que no hay nada! ¡Además, no es ella!
En ese momento, cuando Gervasia tendía su última pieza de ropa, se escucharon risas en la puerta, del lavadero.
—¡Son dos chiquillos que preguntan por su mamá! —gritó Carlos.
Todas las mujeres se volvieron. Gervasia reconoció a Claudio y a Esteban. Apenas la divisaron corrieron hacia ella por entre los charcos, taconeando sobre las baldosas con sus zapatos desatados. Claudio, el mayor, daba la mano a su hermanito. A su paso, las lavanderas dirigíanles palabras cariñosas al verlos un poco asustados, pero sonrientes. Sin soltarse, los niños se detuvieron delante de su madre, levantando hacia ella sus cabecitas rubias.
—¿Es papá quien os envía? —preguntó Gervasia.
Pero al agacharse para atar los cordones de los zapatos de Esteban vio que el niño balanceaba, colgada de su dedo, la llave de la habitación, con su número de cobre.
—¡Vamos, me has traído la llave! —dijo muy sorprendida—. ¿Por qué?
Cuando el niño vio la llave, que había olvidado, pareció hacer memoria y exclamó con voz clara:
—Papá se ha ido.
—¿Ha ido a comprar el almuerzo y os ha dicho que vinieseis a buscarme aquí?
Claudio miró a su hermano, vaciló y no dijo nada. Luego, de un tirón, prosiguió:
—Papá se fue… Se levantó de la cama, metió todas las cosas en el baúl, lo bajó a un coche… Y se marchó.
Gervasia, que estaba agachada, se puso lentamente en pie, con la cara descompuesta, y llevóse las manos a las mejillas y a las sienes, como si sintiese crujir su cabeza. No pudo sino pronunciar dos palabras, que repitió como veinte veces:
—¡Dios mío! ¡Dios mío!… ¡Dios mío!…
Mientras tanto, la señora Boche hacía preguntas a los niños, encantada de verse mezclada en esta historia.
—Veamos, hijo mío, hay que aclarar las cosas. ¿Fue él quien ha cerrado la puerta y os ha enviado con la llave, no es así?
Y bajando la voz, dijo al oído de Claudio:
—¿Había, acaso, una señora en el coche?
El niño titubeó nuevamente, y en seguida repitió otra vez su historia, con aire de satisfacción:
—Se levantó de la cama, metió todas sus cosas en el baúl y se fue…
Como la señora Boche lo dejara libre, llevó a su hermano delante de la canilla. Y los dos se distrajeron viendo correr el agua.
Gervasia no podía llorar. Se ahogaba, con los riñones apoyados contra la cubeta y cubriéndose continuamente la cara con las manos. Sacudíanla ligeros estremecimientos y, a intervalos, dejaba escapar un hondo suspiro, mientras que más y más se hundía los puños en sus ojos, como si quisiera aniquilarse en la obscuridad de su abandono. Era aquel un abismo de tinieblas, en el fondo del cual le parecía estar próxima a caer.
—Vamos, hija mía, ¡qué diablo! —murmuraba la señora Boche.
—¡Si usted supiera! ¡Si usted supiera! —dijo al fin Gervasia en voz muy baja—. Él me envió esta mañana a llevar mi chal y mis camisas al Monte de Piedad para pagar ese coche…
Y lloró. El recuerdo de su ida al Monte de Piedad, que evidenciaba algo sucedido aquella misma mañana, le había arrancado los sollozos que parecían estrangularle la garganta.
Aquella ida al Monte era abominable, y constituía el dolor más grande en medio de su desesperación. Las lágrimas corrían por sus mejillas, humedecidas ya por sus manos, sin que siquiera pensara en servirse del pañuelo.
—Sea razonable, conténgase usted, que la miran —repetía la señora Boche, cuya solicitud era cada vez mayor—. ¿Es posible amargarse tanto la sangre por un hombre? Lo ama usted todavía, ¿no es así? Pobrecita. Hace un memento, no más, estaba furiosa contra él, y ahora llora hasta hacerse pedazos el corazón… ¡Señor, si seremos bestias las mujeres!
Y en seguida se mostró maternal.
—¡Una muchacha tan bonita como usted! Si me fuera permitido… Ahora sí se le puede contar todo, ¿verdad? Y bueno, usted se acordará cuando pasé bajo su ventana, yo ya sospechaba… Imagínese que anoche, cuando Adela regresó, oí pasos de hombre al compás de los suyos. Naturalmente, quise enterarme y miré hacia la escalera. El individuo estaba ya en el segundo piso, pero pude reconocer muy bien la levita del señor Lantier. Boche, que se puso a espiar esta mañana, lo vio bajar con toda tranquilidad… La cuestión era con Adela, usted comprende… Virginia se ha acomodado ahora con un señor, a cuya casa va dos veces por semana. Sólo que la cosa, sea como fuere, no es muy limpia, ellas no tienen más que una habitación y una cama, por lo que me resulta inexplicable dónde ha podido a acostarse Virginia.
Por un instante se interrumpió, volviéndose hacia la dirección de Virginia, y luego siguió cuchicheando con su gruesa voz:
—Esa, desalmada se está riendo de verla llorar. Yo pondría mi mano en el fuego y aseguraría que su lavado no es más que una farsa… Ha dejado encerrados a los otros dos y ha venido para contarles qué cara pone usted.
Gervasia apartó sus manos de la cara y miró. Cuando vio a Virginia que, rodeada de tres o cuatro mujeres, hablaba en voz baja y la miraba provocativamente, fue asaltada por una terrible cólera. Con los brazos hacia adelante, la mirada fija en el suelo, girando sobre sí misma y temblándole todos los miembros, avanzó algunos pasos, encontró un cubo lleno, lo tomó con ambas magnos y se lo vació de un solo golpe.
—¡Grandísima zorra! —gritó Virginia.
Había dado un salto hacia atrás, y sólo sus botines se mojaron. Entretanto, todo el lavadero, al que las lágrimas de la joven habían revolucionado desde hacía un instante, se arremolinó para presenciar la batalla. Algunas lavanderas, que acababan de comer su pan, se subieron a las cubetas; otras acudieron con las manos llenas de jabón. Se hizo un círculo.
—¡Ah! ¡La muy zorra! —repetía Virginia—. ¿Qué le ha dado a esa furia?
Gervasia, en suspenso, con la barbilla temblorosa y la faz convulsionada, no contestó; desconocía aún la jerga de París. La otra continuó:
—¿Qué busca aquí? Es una de esas, corridas de su provincia; no tenía diez años cuando ya servía de jergón a los soldados; ha dejado allá en su tierra una pierna… Se le cayó de podredumbre…
Escuchóse una risotada. Al advertir su éxito, Virginia se aproximó dos pasos enderezando su alto talle y gritó más fuerte:
—¡Vamos, acércate un poco para darte tu merecido! Sabes muy bien que no es muy sencillo venir a molestarnos acá… ¿Acaso no conozco yo a esta arrastrada? Si me hubiera mojado le habría arremangado a mi gusto las faldas y ¡qué lindo espectáculo! Que diga, por lo menos, qué le he hecho… Habla, desgraciada, ¿qué te he hecho?
—No hay para qué hablar tanto —tartamudeó Gervasia—. Usted lo sabe muy bien… Han visto a mi marido anoche… Y, ¡cállese, porque sería capaz de estrangularla!
—¡Su marido! ¡Ah! ¡No es mala la salida! El marido de la señora… ¡Como si hubiera maridos para fachas como ésta!… Yo no tengo la culpa si él te ha dejado. Yo no te lo he robado, me parece… Pueden registrarme… Y escucha lo que te digo: ¡tú envenenabas a ese hombre! Era demasiado buen mozo para ti… ¿Llevaba collar siquiera? ¿Quién ha encontrado al marido de la señora? Se le dará una gratificación…
Las risas se repitieron. Gervasia, a media voz, se contentaba con murmurar constantemente:
—Usted lo sabe muy bien, usted lo sabe muy bien… Es su hermana, yo estrangularé a su hermana…
—Sí, anda a arreglártelas con mi hermana —repuso Virginia mofándose—. ¡Ah! ¡Es mi hermana! ¡Muy bien pudiera ser! Mi hermana tiene otro
chic
que tú… ¿Pero hasta cuándo me va a mirar ésta? ¿Es que no puede una lavar su ropa tranquilamente? Déjame en paz, ¿lo entiendes? ¡Ya estoy harta!
Y después de haber dado cinco o seis golpes de paleta, empezó de nuevo, embriagada y arrebatada por las injurias. Se calló y volvió a decir luego unas tres veces:
—¡Pues bien, sí, es mi hermana! ¿Estás contenta? Los dos se adoran. ¡Hay que ver cómo se picotean! ¡Y te ha dejado con tus bastardos! ¡No están mal los chicuelos con sus caras llenas de costras! Uno de ellos es de un gendarme, ¿no es cierto?; y tú hiciste reventar otros tres, porque no querías cargar con ese exceso de equipaje… Tu Lantier es quien nos lo ha contado todo. ¡Ah! Hay que oír las lindezas que cuenta; está harto de tu estantigua.
—¡Puerca, puerca, puerca! —aulló Gervasia, fuera de sí y presa de un temblor furioso.
Se dio vuelta, buscando algo por el suelo, y como no encontrara más que la cubeta, la tomó por debajo y lanzó el agua de azul a la cara de Virginia.
—¡Desgraciada! ¡Me ha estropeado el traje! —gritó ésta, quien tenía un hombro todo mojado y la mano izquierda teñida de azul—. ¡Espera, inmundicia!
Tomó a su vez un cubo y lo vació sobre Gervasia. Entonces se trabó un terrible combate. Corrían ambas a lo largo de las pilas, apoderándose de los cubos llenos y se volvían, arrojándoselos mutuamente a la cabeza. Y cada chaparrón iba acompañado de gritos. Gervasia misma ya no se quedaba atrás y replicaba:
—¡Toma, porquería!… Te cayó en buen sitio… Eso te refrescará y calmará el trasero.
—¡Ah! ¡carroña! Eso es para tu grasa. Lávate siquiera una vez en tu vida.
—Sí, sí, voy a desalarte, ¡gran bacalao!
—¡Ahí va otro!… Enjuágate los dientes, hazte el tocado para tu guardia de esta noche en la esquina de la calle Belhomme.
Acabaron por llenar los cubos en las canillas. Y mientras esperaban que se llenasen seguían con sus procacidades. Los primeros cubos, mal dirigidos, apenas si hicieron blanco. Pero luego adquirieron práctica, y fue Virginia la que recibió el primero en pleno rostro; el agua entró por su cuello, corrió por su espalda y se escurrió por debajo del vestido. Todavía estaba aturdida cuando un segundo la tomó por un lado, dándole un fuerte golpe en la oreja izquierda y empapando su moño, que desenrolló como una cuerda. A Gervasia, primero le alcanzó el agua en las piernas; un cubo le llenó los zapatos, salpicando hasta sus muslos; otros dos la empaparon hasta las caderas. Mas pronto fue imposible saber dónde caía el agua. Ambas estaban chorreando de la cabeza a los pies, con las blusas pegadas a la espalda y las faldas a los riñones. Enflaquecidas, tiesas y tiritando, escurrían agua por todos lados, igual que un paraguas durante un aguacero.
—No son poco divertidas —dijo la voz enronquecida de una lavandera.
El lavadero gozaba de lo lindo. Las mujeres se fueron alejando, para no recibir las salpicaduras. Menudeaban los aplausos y las bromas, en medio del ruido de esclusas de los cubos que se vaciaban cruzando el espacio. En el suelo, los charcos se trocaban en arroyos, y las dos mujeres chapoteaban hasta los tobillos. De pronto, Virginia se apoderó brusca y alevosamente de un cubo de lejía hirviendo que una de sus vecinas acababa de pedir, y lo arrojó a su contendiente. Oyóse un grito y se creyó que Gervasia había sido escaldada. Pero no tenía sino el pie izquierdo ligeramente quemado. Y, exasperada por el dolor, con todas sus fuerzas, sin llenarlo esta vez, lanzó un cubo a las piernas de Virginia, quien cayó al suelo.
Todas las lavanderas hablaban al mismo tiempo.
—¡Le ha partido una pata!
—¡Diantre! A la otra no le han faltado ganas de cocerla.
—Después de todo, la rubia tiene la razón, ¡si le han quitado a su hombre!
La señora Boche levantaba los brazos al cielo, prorrumpiendo en exclamaciones. Se había resguardado prudentemente entre dos cubetas; y los niños, Claudio y Esteban, llorando, sofocados y llenos de espanto, se agarraban de su traje, mientras gritaban sin cesar y entre sollozos: ¡mamá!, ¡mamá! Cuando vio a Virginia en el suelo, se acercó a Gervasia y tirándole de las faldas repetía: —¡Vamos, váyase usted! Sea razonable. Tengo la sangre revuelta, se lo aseguro. Nunca se ha visto una carnicería semejante.
Pero retrocedió y volvió a refugiarse entre las dos cubetas con los niños. Virginia acababa de saltar a la garganta de Gervasia; le apretaba el cuello tratando de estrangularla. Entonces ésta se desprendió con un violento sacudón y se colgó de la trenza de Virginia como si quisiera arrancarle la cabeza. La batalla volvió a empezar, muda, sin gritos, sin una injuria. No se golpeaban en el cuerpo; dábanse en la cara, con las manos agarrotadas, pellizcando y tratando de desgarrar cuanto podían. La cinta roja y la redecilla azul de la morena fueron arrancadas; su blusa, destrozada en el cuello, dejaba ver la piel hasta el hombro; mientras que la rubia, medio desnuda, desprendida sin saber cómo la manga de su blusa blanca, y con un desgarrón en su camisa, dejaba al descubierto el pliegue de su cintura. Volaban jirones de tela. La primera que sangró fue Gervasia; tres largos rasguños bajaban de la boca a la barba y trataba de resguardar sus ojos cerrándolos a cada bofetada por temor de quedarse tuerta. Gervasia no perdía de vista las orejas de Virginia, que aún no sangraban, y se enfurecía de no poder agarrarlas; pero al fin asió uno de los aretes, una pera de vidrio amarillo, tiró hasta desgarrar la oreja y la sangre corrió.