—¡Truenos y relámpagos! Obedéceme por lo menos una vez. ¡Cuando te digo que no quiero!
—¿Pero por qué? —preguntó Gervasia palideciendo, asaltada por una sospecha terrible—. Ahora no tienes necesidad de tus camisas, pues por el momento no vas a ausentarte. ¿Qué importancia tiene que las lleve?
Él vaciló un momento, mortificado por las ardientes miradas que Gervasia le dirigía.
—¿Por qué? ¿por qué? —tartamudeó—. ¡Pardiez!, para que vayas diciendo por todas partes que me mantienes, que lavas, que remiendas… ¡Pues bien, estoy harto de ello! Haz tus cosas, que yo haré las mías… Las lavanderas no trabajan para los perros.
Ella le suplicó, negándole que se hubiera quejado jamás; pero Lantier cerró brutalmente el baúl, se sentó encima y le gritó: ¡No!, en la misma cara, añadiendo que era dueño de lo que le pertenecía. En seguida, para huir de las miradas que Gervasia le dirigía, volvió a echarse sobre la cama, diciendo que tenía sueño y que no le calentara más la cabeza. Esta vez, en realidad, pareció dormir.
Gervasia permaneció indecisa un momento. Tentada estuvo de rechazar con el pie el lío de ropa y de sentarse a coser allí. Acabó por tranquilizarla la respiración regular de Lantier. Tomó la bolita de añil y el pedazo de jabón que le había quedado de su último lavado de ropa, y, acercándose a los chiquillos, que jugaban tranquilamente con botones viejos delante de la ventana, los besó, murmurándoles en el oído:
—No hagáis bulla, sed buenos. Papá duerme.
Cuando dejó la habitación, solamente se oían las risas atenuadas de Claudio y de Esteban en medio del gran silencio que reinaba bajo el techo negro. Eran las diez, y un rayo de sol entraba por la entreabierta ventana.
Ya en el bulevar, Gervasia tomó hacia la izquierda y siguió la calle Nueva de la Goutte-d'Or. Al pasar ante la tienda de la señora Fauconnier la saludó con un imperceptible movimiento de cabeza. El lavadero se hallaba situado hacia el centro de la calle, donde el pavimento comenzaba a ascender. Encima de un edificio vulgar erigíanse tres enormes depósitos de agua, cilíndricos, de cinc, fuertemente asegurados, los que exhibían sus grises redondeces. Detrás se levantaba el secadero, un segundo piso muy alto y cercado por persianas de tiras delgadas, a través de las cuales circulaba el aire libre y se veían las piezas de ropa secándose sobre alambres de latón. A la derecha de los depósitos, el tubo estrecho de la máquina de vapor despedía con ruido y acompasado resoplido surtidores de blanco humo. Gervasia penetró sin levantarse las faldas, a pesar de hallarse la puerta repleta de tinajas de lejía, como mujer acostumbrada a los charcos. Conocía ya a la dueña del lavadero, una mujercita delicada, con los ojos enfermos, sentada en un gabinete de cristales con el libro del registro delante, algunos panes de jabón sobre los estantes, una gran cantidad de bolitas de azul y paquetes de bicarbonato de soda. Al pasar le pidió su paleta y su escobilla, que le había dejado a guardar desde su última lavada. Una vez que hubo tomado su número, entró.
El lavadero estaba formado por un inmenso cobertizo con techo plano, en el que se destacaban las vigas, sostenido por pilares de hierro fundido y cerrado por espaciosas ventanas claras. Una luz pálida se difundía a través del vapor caliente de la lejía, que, como una neblina lechosa, se hallaba en suspenso. De algunos rincones subían humaredas, extendiéndose y anegando los fondos de azulado velo. Llovía como una densa humedad, sobrecargada de cierto olor jabonoso y acre, y de cuando en cuando dominaban bocanadas de lejía más fuerte. A lo largo de las cubetas para lavar, colocadas a ambos lados del pasadizo central, se hallaban dos filas de mujeres, con los brazos desnudos hasta los hombros, con el cuello descubierto, con las faldas suspendidas, dejando ver sus medias de color y sus fuertes zapatos atados. Golpeaban furiosamente y se reían, incorporándose para gritar una palabra en medio de aquella algazara; se agachaban al fondo de sus cubetas, inmundas, brutales, desmadejadas, con la ropa empapada como por un chaparrón, con las carnes enrojecidas y humeantes. A sus pies corría un verdadero arroyo. Los cubos de agua caliente traídos y vaciados de un golpe, las canillas de agua fría abiertas y fluyendo desde lo alto, las salpicaduras de las palas y los escurrimientos de la ropa enjuagada, formaban charcos donde chapoteaban y desde los que se deslizaban pequeños regatos sobre las baldosas en declive. Y en medio de los gritos, de los golpes cadenciosos, del ruido murmurador de la lluvia, de aquel clamor de tempestad, apagado bajo el húmedo techo, la máquina de vapor, blanqueada por fina llovizna, jadeaba y roncaba a la derecha, sin reposo, con la trepidación danzarina de su volante, que parecía regular la enormidad de aquella algazara.
Entretanto, Gervasia seguía por el pasadizo central, mirando a derecha e izquierda. Llevaba el paquete de ropa bajo el brazo, rengueando muy pronunciadamente, con una cadera más alta que la otra, entre el vaivén de las lavanderas que la atropellaban.
—¡En! por aquí, mi pequeña —gritó la voz estentórea de la señora Boche.
Después, cuando la joven se le hubo acercado, al extremo de la fila izquierda, la portera, que restregaba con fuerza una media, sin abandonar su tarea comenzó a charlar entrecortadamente.
—Colóquese por aquí, le he guardado su sitio… ¡Yo acabaré pronto! Boche casi no ensucia su ropa… ¿Y usted?… Tampoco tardará mucho, ¿no es cierto? Su envoltorio es bastante pequeño. Antes del mediodía habremos terminado y podremos ir a almorzar… Yo antes daba ropa a una lavandera de la calle Poulet, pero me la arruinaba completamente con su cloro y sus cepillos. De manera que prefiero lavarla yo misma. Y salgo ganando, porque de este modo no gasto más que en jabón… Me parece que aquí tiene dos camisas que debería haber puesto en lejía. ¡Cómo ensucian esos tunantuelos! A decir verdad, tienen hollín en el trasero.
Gervasia desataba su lío y sacaba las camisas de los niños; mas como la señora Boche le aconsejaba que tomara un cubo de lejía, ella respondió:
—¡Oh, no! Bastará el agua caliente… Soy del oficio.
Había escogido la ropa, poniendo aparte algunas piezas de color. En seguida, habiendo llenado su cubeta con cuatro baldes de agua fría que tomó de la canilla situada detrás, sumergió el montón de ropa blanca, se suspendió la falda sujetándola entre sus muslos y se metió en un cajón colocado boca arriba y que le llegaba hasta el vientre.
—Ya se ve que conoce el oficio —repetía la señora Boche—. Usted ha sido lavandera en su tierra, ¿no es cierto, querida mía?
Gervasia, con las mangas remangadas y mostrando sus hermosos brazos de mujer rubia, que todavía estaban frescos y apenas sonrosados en los codos, comenzaba a desengrasar su ropa. Acababa de extender una camisa sobre la tabla estrecha de la batería gastada y emblanquecida por el roce del agua; frotábala con jabón, le daba vueltas y la restregaba del otro lado. Antes de contestar tomó su paleta y comenzó a golpear, hablando a gritos y acentuando las palabras con golpes fuertes y cadenciosos.
—Sí, sí, lavandera… Desde los diez años… Ya hace doce que comencé… Allá íbamos al río… Y aquello olía, por cierto, mejor que esto… Había que verlo, un rinconcito bajo los árboles…, con el agua clara que corría… ¿sabe usted? en Plassans… ¿Usted no conoce Plassans?… Cerca de Marsella…
—¡Caramba! —exclamó la señora Boche maravillada por los tremendos golpes que Gervasia daba con su paleta—. ¡Qué fuerza! ¡Podría muy bien machacar hierro, con esos brazos de señorita!
La conversación continuó en voz muy alta; a ratos la portera tenía que inclinarse para oír. Toda la ropa blanca fue golpeada, y duro. Gervasia volvió a ponerla en la cubeta y nuevamente la sacó pieza por pieza para restregarla otra vez con jabón y cepillarla. Con una mano sujetaba la ropa sobre la tabla; con la otra manejaba el corto cepillo de grama y sacaba de la ropa la espuma sucia, que caía como baba espesa. Entonces, como apenas se oía el ruido del cepillo, las dos mujeres se aproximaron y comenzaron a charlar de un modo más íntimo.
—No, no estamos casados —respondió Gervasia a una pregunta formulada por la señora Boche—. Yo no lo oculto. Lantier no es nada del otro mundo para que yo me muera por ser su mujer. Si no fueran los niños, ¡quién sabe!… Yo tenía catorce años y él dieciocho cuando tuvimos el primero. El otro vino cuatro años después… Esto sucedió como sucede siempre, ¿sabe usted? Yo no era feliz en casa; el viejo Macquart, por un quítame allá esas pajas me atizaba cada puntapié en los riñones… Y, entonces, claro, a una le venía el deseo de divertirse fuera… Nos habríamos casado, pero, no sé por qué, se opusieron nuestros padres.
Gervasia sacudió sus manos, que aparecían enrojecidas bajo la blanca espuma.
—En París el agua es terriblemente cruda —dijo.
La señora Boche ya no lavaba sino lentamente. Se detenía, prolongando su enjabonado, para quedarse todavía allí y enterarse de aquella historia que desde hacía días picaba su curiosidad. Su gruesa cara mostraba la boca entreabierta y sus ojos saltones relucían. Con la satisfacción de haber adivinado, se decía:
—Es claro, la muchacha charla mucho. Habrá habido riña.
En seguida, en voz alta:
—Entonces, ¿no es bueno con usted?
—No me hable usted de ello —respondió Gervasia—; allá era muy bueno conmigo, pero desde que estamos en París, por más que hago, no puedo lograr nada… Debo advertirle que su madre murió el año pasado dejándole algo, unos mil setecientos francos, más o menos. Y se empeñó en venir a París. Entonces, como el viejo Macquart me abofeteaba constantemente, sin ningún motivo, consentí en acompañarlo, y viajamos con los dos niños. Habíamos convenido en que yo me establecería como lavandera y él trabajaría en su oficio de sombrerero. Pero, ¡a qué pensar en ello! Lantier es un ambicioso, un derrochador, un hombre que no piensa más que en divertirse. Lo cierto es que no vale gran cosa… Al llegar nos alojamos en el hotel Montmartre, en la calle Montmartre. Y todo se fue en comidas, coches y teatros; un reloj para él, un vestido de seda para mí; porque, eso sí, cuando tiene dinero no es de mal corazón. Pero usted comprenderá que de este modo al cabo de dos meses todo había volado. A partir de entonces vinimos a vivir al hotel Boncœur, y comenzó el calvario.
Gervasia quedó silenciosa, sintiendo que un nudo le oprimía la garganta, y contuvo las lágrimas. Había terminado de cepillar la ropa.
—Tengo que traer el agua caliente —dijo en voz baja.
Pero la señora Boche, muy contrariada por esta interrupción de las confidencias, llamó al mozo del lavadero que en ese momento pasaba por allí.
—Carlitos, ¿sería tan amable de ir a buscar un cubo de agua para la señora, que tiene prisa?
El mozo tomó el cubo y lo devolvió lleno. Gervasia pagó; cinco céntimos costaba el servicio. Vació el agua caliente en la cubeta y jabonó por última vez la ropa, inclinándose por encima de la tabla, en medio de un vapor que adhería hilillos de humo gris a sus cabellos rubios.
—Tome usted; use la sosa que aquí tengo —dijo la portera muy obsequiosamente.
Y vació en la cubeta de Gervasia lo que quedaba de bicarbonato de sodio en el fondo de una bolsa que había llevado. Le ofreció también agua de lejía; pero la joven rehusó; eso era bueno para quitar tanto las manchas de vino como las de grasa.
—Me parece que es un poco andariego —prosiguió la señora Boche, volviendo a Lantier, sin nombrarlo.
Gervasia, con los riñones doloridos y las manos hundidas y crispadas en la ropa, se contentó con mover la cabeza.
—Sí, sí —continuó la otra— me he dado cuenta de muchísimas cosas…
Pero ante el brusco movimiento de Gervasia, que se incorporó pálida y la miró de hito en hito, se limitó a exclamar:
—¡Oh no! ¡Yo no sé nada! Creo que le gusta bromear, eso es todo… Así lo hace con Adela y Virginia, las dos muchachas que viven en nuestra casa; usted las conoce. ¡Pues bien! se chancea con ellas, pero estoy segura de que la cosa no va más allá.
Erguida la joven ante ella, con el rostro sudoroso y los brazos chorreando, continuaba mirándola fija y profundamente. Entonces la portera se sintió molesta, y asestándose un puñetazo en el pecho empeñaba su palabra de honor y gritaba:
—Yo no sé nada más de eso; ¡cuánto sé lo digo a usted!
Luego, ya calmada, añadió con voz dulzona, como se habla a alguien a quien no se quiere decir la verdad:
—Por lo que a mí toca, leo la franqueza en sus ojos… ¡Se casará con usted, querida mía, se lo aseguro!
Gervasia se enjugó la frente con su mano húmeda y sacó del agua otra pieza de ropa, agachando da nuevo la cabeza. Por un momento las dos quedaron calladas. En torno suyo el lavadero se había apaciguado. Daban las once, y la mitad de las lavanderas, sentadas de costado en el borde de sus cubetas, y teniendo a los pies una botella de vino destapada, comían sándwiches de salchicha preparados por ellas. Sólo se apuraban las amas de casa que habían ido allí a lavar pequeños atados de ropa, y miraban el reloj clavado encima del despacho. Aún se oían algunos golpes aislados de paleta en medio de risas apagadas, de conversaciones que se perdían entre el ruido de glotonas quijadas; en tanto que la máquina de vapor proseguía su marcha sin tregua ni reposo y parecía levantar la voz retumbando en mil vibraciones que llenaban la inmensa sala. Pero ninguna de las mujeres la escuchaba; era como la propia respiración del lavadero, era un aliento ardiente que concentraba, bajo las vigas del techo, el eterno vapor en suspensión. El calor se hacía intolerable; por la izquierda, dos rayos de sol penetraban desde las altas ventanas, iluminando los humeantes vapores con ondas opalinas de color gris-rosáceo y gris-azulado muy suaves. Y como se oyeran quejas, el mozo Carlos fue de una ventana a la otra cerrando las cortinas de lona; en seguida pasó al otro lado, a la sombra, y abrió los postigos. Las mujeres lo aplaudieron y aclamaron, produciéndose un regocijo ensordecedor. Pronto enmudecieron hasta las últimas paletas. Las lavanderas, con la boca llena, no hacían otra cosa que gesticular con las navajas abiertas en la mano. El silencio llegó a tal punto que se oía regularmente, de un extremo a otro, el rechinar de la pala del fogonero que levantaba el carbón de piedra y lo arrojaba en el horno de la máquina.
Sin embargo, Gervasia lavaba su ropa de color en el agua caliente y llena de jabón que se había reservado. Al terminar, aproximó un caballete y colocó encima todas las piezas que, al chorrear agua, dejaban en el suelo charcos azulados. Púsose luego a aclarar la ropa. A su espalda la canilla llenaba de agua una gran cubeta fija en el suelo, que tenía dos listones de madera atravesados para sostener la ropa. Por encima, en el aire, pasaban otras dos barras donde la ropa terminaba de escurrirse.