Gervasia atisbaba, a la izquierda de la calle, la taberna del tío Colombe, en donde creía haber visto a Lantier, cuando una mujer corpulenta, con la cabeza descubierta, la interpeló desde el centro de la calzada:
—Señora Lantier, ¡no está usted poco madrugadora esta mañana!
Gervasia se inclinó.
—¡Ah! ¡Es usted, señora Boche!… ¡Oh! ¡Tengo tanto que hacer hoy!
—Sí, es verdad, las cosas no se hacen solas.
Y se entabló la conversación desde la ventana a la acera. La señora Boche era portera de la casa cuyos bajos ocupaba el restaurante
Veau à deux têtes
. Muchas veces Gervasia había esperado a Lantier en la portería, para no sentarse sola a la mesa, entre los hombres que comían a su lado. La portera le dijo que iba muy cerca de allí, a la calle de la Charbonnière, para encontrar en la cama a un empleado a quien su marido no podía sacar el importe de la compostura de una levita. Después habló de uno de sus inquilinos, que la noche anterior había entrado con una mujer y no dejó dormir a nadie hasta las tres de la madrugada. Pero, al tiempo que iba charlando, escudriñaba a la joven, con viva curiosidad, pareciendo que se había acercado a la ventana con la sola idea de enterarse.
—¿Todavía está en la cama el señor Lantier? —preguntó de improviso.
—Sí, duerme todavía —respondió Gervasia, poniéndose colorada, sin poder evitarlo.
La señora Boche vio que las lágrimas le brotaban de los ojos e indudablemente satisfecha, se alejó, tratando a los hombres de incurables haraganes; mas, de pronto, se volvió para gritar:
—Irá usted esta mañana al lavadero, ¿no es cierto?… Yo tengo algunas cositas que lavar, le guardaré sitio a mi lado y charlaremos.
Después, como acometida por súbita piedad:
—¡Pobrecita mía! —exclamó—; mejor sería que no permaneciese ahí; puede coger una enfermedad… Está usted morada.
Gervasia se empeñó en quedarse todavía en la ventana dos horas mortales, hasta las ocho. Las tiendas estaban ya abiertas. Había cesado el oleaje de blusas, que descendía de lo alto, y sólo algunos rezagados atravesaban la barrera a grandes pasos. En las tabernas, los mismos hombres, de pie, continuaban bebiendo, tosiendo y escupiendo. A los obreros habían sucedido las obreras, las bruñidoras, las modistas, las floristas, arrebujadas en sus escasas ropas, avanzando a lo largo de los bulevares exteriores; iban en grupos de tres o cuatro, charlando vivamente, riendo con desenvoltura y dirigiendo en torno suyo miradas centelleantes; de vez en cuando, alguna de ellas, completamente sola, delgada, pálida y de aspecto serio, seguía la muralla del resguardo, evitando los regueros de inmundicias. Después pasaron los empleados soplándose los dedos y comiendo, mientras caminaban, su panecillo de cinco céntimos; jóvenes extenuados con vestidos demasiado estrechos, los ojos caídos y aún empañados por el sueño; viejecillos de cara descolorida, que arrastraban los pies, consumidos por las largas horas de oficina, mirando el reloj para ajustar su paso a las exigencias del tiempo. Y, por fin, los bulevares tomaron su pacífico aspecto mañanero; los rentistas de la vecindad se paseaban al sol; las madres, despeinadas, con los vestidos sucios, mecían en sus brazos criaturas, de pecho y mudábanles de pañales en los bancos; toda una chiquillería desarrapada, con las narices sucias, se atropellaba, se arrastraba por el suelo en medio de chillidos, de risas y de lágrimas. Gervasia, entonces; sentíase desfallecer, presa de un vértigo angustioso que la atenaceaba hasta lo más hondo; parecíale que todo había terminado, que el fin del mundo había llegado, que Lantier no volvería jamás. Sus miradas extraviadas seguían indefinibles direcciones, desde los viejos mataderos, ennegrecidos por la sangre y por la fetidez, hasta el hospital nuevo, de color gris, que dejaba ver por los huecos aún abiertos de sus hileras de ventanas, salas desnudas donde la muerte debía de hacer su agosto. Frente a ella, detrás de la muralla del resguardo, la deslumbraba el cielo brillante, la salida del sol que se elevaba sobre el gigantesco despertar de París.
La joven permanecía sentada en una silla, con los brazos caídos. No lloraba ya, cuando Lantier entró tranquilamente.
—¡Eres tú! ¡Eres tú! —gritó queriendo estrecharlo en sus brazos.
—Sí, soy yo, ¿y qué? —respondió él—. ¡Supongo que no empezarás con tus tonterías!
Y la apartó de sí. Después, con un gesto que indicaba pésimo humor, arrojó su sombrero de fieltro negro encima de la cómoda. Era un hombre de veintiséis años, pequeño, muy moreno, de aspecto simpático y escaso bigote que atuzaba a cada momento maquinalmente. Llevaba una blusa de obrero y una vieja levita manchada que ceñía a su talle, y al hablar notábasele un acento provenzal muy pronunciado.
Gervasia se dejó caer de nuevo sobre la silla y quejábase pausada y entrecortadamente.
—No pude pegar los ojos… Creí que alguien te había dado un mal golpe… ¿Dónde fuiste? ¿Dónde pasaste la noche? ¡Oh, Dios mío! No vuelvas a hacerlo, me volveré loca… Dime, Augusto, ¿adónde fuiste?
—¡Fui a donde tenía que hacer, pardiez! —respondió Lantier encogiéndose de hombros—. Estuve a las ocho en la Glacière, en casa de ese amigo que ha de instalar una fábrica de sombreros. Se me hizo tarde, y entonces preferí quedarme a dormir… Por otra parte, tú sabes bien que no me gusta que me espíen; conque déjame en paz.
La joven volvió a sollozar. Los gritos y movimientos bruscos de Lantier, que atropellaba las sillas, terminaron por despertar a los niños, que se incorporaron sobre la cama medio desnudos, desenredándose el cabello con las manos. Al oír llorar a su madre prorrumpieron en terribles gritos, llorando también ellos, con los ojos apenas abiertos.
—¡Bah! ¡ya tenemos música! —gritó Lantier furioso—. Te advierto que tomaré de nuevo la puerta, ¡y ahora será de una vez por todas!… ¿No quieres callarte?… ¡Buenas noches! Regreso al lugar de donde he venido.
Ya había tomado su sombrero de encima de la cómoda, cuando Gervasia se precipitó hacia él balbuceando:
—¡No, no!
Y sofocó las lágrimas de los pequeños, a fuerza de caricias. Besaba sus cabellos: nuevamente los acostó, dirigiéndoles las palabras más tiernas. Calmados de súbito, los pequeñuelos reían sobre la almohada, divirtiéndose en pellizcarse el uno al otro. Mientras tanto, el padre, sin quitarse siquiera los zapatos, se echó sobre la cama, derrengado, y con el rostro marmóreo por la noche pasada en vela. No durmió, sino que permaneció con los ojos abiertos, recorriendo toda la habitación.
—¡Qué limpio está esto! —murmuró.
En seguida, después de haber mirado un instante a Gervasia, añadió maliciosamente:
—¿No te has lavado todavía la cara?
Gervasia apenas contaba veintidós años. Era alta, un poco delgada, de facciones finas y ya un tanto ajadas por la vida ruda que llevaba. Despeinada, en chancletas y tiritando bajo su camisón blanco, en el que los muebles habían dejado polvo y grasa, parecía que las horas de angustia y de lágrimas que acababa de pasar la habían envejecido diez años. La frase de Lantier la hizo salir de su actitud temerosa y resignada.
—No tienes razón —dijo, animándose—. Tú sabes muy bien que hago cuanto puedo. No es mía la culpa que hayamos caído así… Quisiera verte, con los dos niños, en un cuarto donde no existe siquiera un hornillo para calentar un poco de agua… Mejor hubiera sido que al llegar a París, en lugar de comernos tu dinero, nos hubiésemos establecido inmediatamente, como me lo prometiste.
—Y dime —gritó él—, ¿no has participado conmigo en vaciar la hucha? Y ahora no vas a ser precisamente tú la que escupa después de haberte comido buenos trozos.
Pero Gervasia pareció no escucharle, y continuó:
—En fin, me parece que con un poco de esfuerzo, aun podríamos salir adelante… Ayer por la noche vi a la señora Fauconnier, la lavandera de la calle Nueva, quien me tomará a su servicio el lunes. Si consigues trabajo con tu amigo de la Glacière, nos pondremos a flote antes de seis meses, el tiempo preciso para proveernos de lo que necesitamos y alquilar un hueco en cualquier parte, donde podamos decir que estamos en nuestra casa… ¡Oh, es necesario trabajar, trabajar!…
Lantier se dio vuelta hacia la pared, con aire de fastidio. Entonces Gervasia no pudo más y salió de sus casillas:
—Sí, claro está, ya se sabe que el amor al trabajo no te atormenta lo más mínimo. Te domina la ambición: tú quisieras vestirte como un caballero y pasear con mujerzuelas adornadas de sedas. ¿No es cierto? Ya no me encuentras de tu gusto, después que me obligaste a empeñar toda mi ropa en el Monte de Piedad… Mira, Augusto, no quería hablarte de esto; hubiera esperado todavía, pero sé muy bien dónde has pasado la noche; te he visto entrar en el Grand-Balcon, acompañado de esa arrastrada de Adela. ¡Ah! Las eliges bien. ¡Y bastante limpia que es esa!… No le falta razón para gastarse esos aires de princesa. Ha dormido ya con todos los parroquianos del restaurante.
De un salto, Lantier se bajó de la cama. Sus ojos negros parecían aún más obscuros en su cara pálida. En aquel hombrecillo, la cólera soplaba como una tempestad.
—¡Sí, sí, con todo el restaurante! —repitió la joven—. La señora Boche está por despedirlas, como se merecen, a ella y a la gran inmundicia de su hermana, porque siempre hay una cola de hombres en la escalera esperando el turno…
Lantier levantó ambos puños. Después, resistiéndose a su deseo de pegarle, la cogió por los brazos, la sacudió violentamente y la arrojó sobre la cama de los niños, quienes volvieron a gritar. Y otra vez volvió a acostarse, tartamudeando, con el aire huraño de quien ha tomado una resolución ante la cual vacilaba todavía:
—No sabes lo que acabas de hacer, Gervasia… Has procedido muy mal, ya verás.
Los niños continuaron sollozando durante un momento. Su madre quedó encorvada en el borde de la cama y los oprimía en un mismo abrazo, repitiendo con voz monótona, una y otra vez, esta frase:
—¡Ah!, ¡si no os tuviera conmigo, mis pobres pequeños!… ¡Si no os tuviera conmigo!… ¡Si no os tuviera conmigo!…
Tendido tranquilamente, con los ojos fijos en el jirón de tela que servía de colgadura, Lantier no escuchaba ya; parecía sumido en una idea fija. Así permaneció cerca de una hora, sin rendirse al sueño, pese a la fatiga que entorpecía sus párpados. Cuando se volvió, apoyándose en el codo y con el semblante duro, donde parecía haberse grabado una determinación, Gervasia acababa de arreglar la habitación. Estaba haciendo la cama de los niños, a los que había levantado y vestido; Lantier advirtió que barría un poco y sacudía los muebles, pero la habitación permanecía negra, lamentable, con su techo ahumado, su papel despegado por la humedad, sus tres sillas y su cómoda desvencijadas, en donde la grasa se ostentaba con más obstinación a medida que se les frotaba. En seguida, mientras Gervasia se lavaba con mucha agua, después de haber anudado sus cabellos, ante el espejito redondo colgado de la falleba, que le servía para arreglarse, parecía que él examinaba sus brazos desnudos, su cuello descubierto y todas las desnudeces que ella dejaba ver, como si íntimamente estableciera alguna comparación. E hizo una mueca despectiva. Gervasia cojeaba de la pierna derecha, pero apenas si se le notaba, salvo cuando se fatigaba demasiado o cuando se abandonaba, por tener las caderas doloridas. Aquella mañana, deshecha por la mala noche, arrastraba su pierna y se apoyaba en las paredes.
El silencio reinaba allí. No volvieron a cambiar una sola palabra. Lantier parecía aguardar algo, y ella, rumiando su dolor, se esforzaba por manifestarse indiferente, trabajando más de prisa. Como le viera hacer un paquete con ropa sucia que se hallaba abandonada en un rincón, detrás del baúl, él despegó por fin los labios para preguntar:
—¿Qué es lo que haces?… ¿Adónde vas?
Gervasia no respondió inmediatamente. Luego, como él repitiera la pregunta, airadamente, se decidió a contestar:
—Me parece que lo ves bien… Voy a lavar todo esto… Los niños no pueden vivir en medio de esta porquería.
Lantier dejó que recogiera dos o tres pañuelos. Y después de un nuevo silencio agregó:
—¿Tienes, acaso, dinero? Gervasia sintió que de golpe, todo se rebelaba en ella, y, sin soltar las camisas sucias de los niños, que tenía en la mano, respondió:
—¡Dinero! ¿Dónde quieres que lo haya robado? Sabes muy bien que me dieron tres francos antes de ayer por mi vestido negro. Con eso hemos almorzado ya dos veces, y el dinero se va rápido en la salchichería… No; no tengo dinero. Me quedan veinte céntimos para el lavadero… Yo no lo consigo como ciertas mujeres…
Lantier no hizo caso a esta alusión. Había bajado de la cama y pasaba revista a algunos pingajos colgados alrededor de la habitación. Por último descolgó un pantalón y un chal, abrió la cómoda, añadió al paquete una camisa y dos blusas de mujer, y luego, poniendo todo esto en manos de Gervasia, le dijo:
—Toma, lleva esto al Monte.
—¿No quieres que también lleve a los niños? —preguntó ella—. ¡Ah! ¡sí se prestase sobre los niños, no sería poco el desahogo!
Sin embargo, fue al Monte de Piedad. Cuando volvió, al cabo de más de una hora, puso una moneda de cinco francos encima de la chimenea, y añadió la nueva papeleta a las otras que estaban colocadas entre los dos candelabros.
—Esto es lo que me han dado —dijo—. Pedí seis francos, pero no he podido lograr que me los dieran. ¡Oh! ¡de seguro que esos se arruinarán!… ¡Y siempre hay allí tanta gente!
Lantier no tomó de inmediato la moneda de cinco francos. Hubiera querido que ella hubiese traído moneda suelta para dejarle algo. Pero al fin se decidió y la deslizó en el bolsillo de su chaleco, cuando vio sobre la cómoda, en un papel, algunas sobras de jamón con un pedazo de pan.
—No he podido ir a casa de la lechera porque le debemos ocho días —dijo Gervasia—. Pero volverá pronto, tú bajarás a buscar pan y chuletas rebozadas mientras yo no estoy; con eso almorzaremos… Trae también un litro de vino.
Él no se negó. La paz parecía renacer. La joven acababa de hacer un lío con la ropa sucia; pero cuando quiso tomar las camisas y las medias de Lantier del fondo del baúl, éste le gritó que dejara aquello en su sitio.
—Deja mi ropa. ¿Has entendido? ¡No quiero!
—¿Qué es lo que no quieres? —preguntó Gervasia incorporándose—. No creo que pienses ponerte esas inmundicias. Hay que lavarlas.
Y lo miraba atentamente, con inquietud, notando en su semblante de muchacho apuesto una persistente dureza, como si en adelante nada pudiera doblegarlo. Lantier se encolerizó, le arrancó de las manos la ropa y la arrojó nuevamente dentro del baúl.