—¡Se matan! ¡Separad a esas arpías! —dijeron muchas voces.
Las lavanderas se iban aproximando. Se formaron dos bandos. Unas aguijoneaban a las dos mujeres como a dos perros que pelearan; otras, más nerviosas, temblando de pies a cabeza, se volvían, repitiendo que no les era posible soportar más aquel espectáculo, que con seguridad caerían enfermas. Y por poco no tuvo lugar una batalla campal: tratábase de mujeres sin corazón, de inútiles; tendíanse los brazos desnudos de las mujeres y resonaron tres bofetadas.
Mientras tanto, la señora Boche buscaba al mozo del lavadero.
—¡Carlos! ¡Carlos!… ¿Pero en dónde está?
Y lo encontró contemplando el espectáculo en primera fila, con los brazos cruzados. Era buen mozo, y tenía un cuello enorme. Reía y gozaba a más no poder contemplando la piel desnuda que ambas mujeres mostraban. La rubiecita era regordeta como una codorniz: sería completa la comedia si la camisa se le desgarrara.
—¡Miren! —murmuró, guiñando un ojo—. Tiene una fresa bajo el brazo.
—¡Cómo! ¡Usted estaba por acá!… —gritó la señora Boche al descubrirlo—. Pero ayúdenos a separarlas. ¡Usted solo podría hacerlo muy bien!
—¡Ah, no, muchas gracias! ¡Si no hay nadie más que yo! —dijo tranquilamente—. Para que me arañen el ojo como el otro día… ¿No es cierto? No estoy acá para eso; buen trabajo tendría que darme… Por otra parte, no tema usted nada. Esto les hace bien; es una pequeña sangría. Más bien las ablandará.
Entonces la portera habló de dar parte a la policía. Pero la dueña del lavadero, la joven delicada de ojos enfermos, se opuso resueltamente diciendo:
—No, no, no, no lo admitiré; eso compromete la casa.
La lucha continuaba en el suelo. De repente Virginia se levantó sobre sus rodillas; acababa de coger una paleta y la blandía. Comenzó a bramar con voz alterada:
—¡Te voy a dar tu merecido! ¡Prepara tu ropa sucia!
Gervasia alargó la mano vivamente y se apoderó, a su vez, de otra paleta, manteniéndola levantada como un mazo. Y replicó con voz también enronquecida:
—¡Ah!, ¿tú quieres la gran lejía?… ¡Bueno está tu pellejo para hacerlo papilla!
Quedaron así durante un momento, arrodilladas y amenazándose. Con los cabellos sobre la cara, el pecho jadeante, cubiertas de lodo, entumecidas, se acechaban, esperaban, reteniendo el aliento. Gervasia tomó la iniciativa; su paleta resbaló sobre los hombros de Virginia, quien se inclinó de costado para evitar el golpe, y la paleta pasó rozándole la cadera. Entonces, ya excitadas, se golpeaban del mismo modo que dos lavanderas lo hacen con la ropa, ruda y cadenciosamente. Cuando lograban tocarse, se amortiguaba el golpe como si una palmada cayera en una cubeta de agua.
En torno a ellas las lavanderas ya no reían; muchas se habían ido, repitiendo que aquello les revolvía el estómago; las restantes estiraban el cuello y miraban con los ojos encendidos por un fulgor de crueldad, manifestando que las mozas eran de armas tomar. La señora Boche habíase llevado a Claudio y a Esteban al otro extremo del lavadero, y desde allí se oía el rumor de sus sollozos mezclados al chocar sonoro de las dos paletas.
De pronto, Gervasia lanzó un aullido. Virginia acababa de acertarle un golpe rápido en el brazo desnudo, por encima del codo. Apareció una mancha, y la carne se hinchó inmediatamente. Entonces la rubia se abalanzó; parecía como si quisiera estrangular a su contrincante.
—¡Basta! ¡Basta! —gritaban las espectadoras.
Gervasia puso una cara tan feroz que nadie osó aproximarse. Con las fuerzas decuplicadas cogió a Virginia por el talle, la echó de cara sobre las baldosas, y, a pesar de sus fuertes sacudidas, le suspendió las faldas por completo… En seguida metió la mano por la abertura del calzón y lo desgarró, dejando al descubierto los muslos y las nalgas completamente desnudas. Entonces, con la paleta levantada, comenzó a golpear como antaño, golpeaba en Plassans, a la orilla del Viorne, cuando su patrona lavaba la ropa de la guarnición. La paleta se hundía en las carnes con un ruido húmedo. A cada golpe, una lista roja jaspeaba la blanca piel.
—¡Oh! ¡Oh! —murmuraba el mozo Carlos, maravillado y con los ojos desmesuradamente abiertos.
De nuevo se oyeron risas. Pero pronto el grito de ¡basta!, ¡basta!, repitióse. Gervasia, inclinada, no oía, no se cansaba, únicamente atendía a su tarea, ocupada en no dejar ni un punto seco de aquella piel molida, cubierta de vergüenza. Y hablaba, presa de una alegría feroz, recordando una canción de lavandera:
—¡Pam! ¡Pam!, Margot va al lavadero… ¡Pam! ¡Pam!, a golpes de paleta… ¡Pam! ¡Pam!, va a lavar su corazón… ¡Pam! ¡Pam!, todo negro de dolor…
Y proseguía:
—Este para ti, éste para tu hermana y éste para Lantier… Cuando los veas, se los darás… ¡Atención! Vuelvo a empezar. Este para Lantier, éste para tu hermana, éste para ti… ¡Pam! ¡Pam!, Margot va al lavadero… ¡Pam! ¡Pam!, a golpes de paleta…
Tuvieron que arrancarle a Virginia de las manos. La morena, con la cara bañada en lágrimas, roja, toda confusa, recogió su ropa y escapó; estaba vencida. Mientras tanto, Gervasia arreglaba la manga de su blusa y se abrochaba las faldas. Le dolía el brazo, de manera que rogó a la señora Boche que le pusiera la ropa al hombro. La portera narraba la batalla, relataba sus emociones y hablaba de examinarle el cuerpo para ver…
—Tal vez tenga usted algo roto… Oí un golpe…
Pero la joven quería marcharse. No respondía a las palabras compasivas ni a la bulliciosa ovación de las lavanderas que la rodeaban, paradas en sus tableros. Cuando le echaron su ropa al hombro, apresuróse a ganar la puerta donde sus hijos la esperaban.
—Son dos horas, lo cual importa diez céntimos —dijo, deteniéndole, la dueña del lavadero, instalada ya en su gabinete de vidrio.
—¿Por qué diez céntimos? —No podía comprender por qué se le pedía el precio de su sitio. Sin embargo, los pagó. Y cojeando acentuadamente bajo el peso de la ropa mojada, que pendía, chorreando, de sus hombros, con el codo amoratado y la mejilla sangrando, se fue, tirando con sus desnudos brazos de Esteban y Claudio, que trotaban a su lado, agitados todavía y con la cara sucia por las lágrimas.
A sus espaldas el lavadero volvía a su gran ruido de esclusa. Las lavanderas habían comido su pan y bebido su vino, y golpeaban cada vez más fuerte, con los semblantes iluminados, regocijadas por la paliza que acababan de propinarse Gervasia y Virginia. De nuevo, a lo largo de las cubetas, agitábanse furiosamente los brazos, angulosos perfiles de títeres descoyuntados, de hombros encorvados y doblados violentamente, como sobre goznes. Las conversaciones continuaban de un extremo a otro de los pasillos. Las voces, las risas, las palabras gruesas, se quebraban en el gran chapoteo del agua. Las canillas escupían, los cubos escurrían y un arroyo pasaba bajo las baterías. Apilar la ropa a paletadas era la ocupación de la tarde. En la inmensa sala, los vapores tornábanse rojizos, atravesado sólo por discos de sol, balas de oro, que los desgarrones de las cortinas dejaban pasar. Se respiraba la tibia sofocación de los olores jabonosos. De repente el cobertizo se llenó de un vapor blanco; la enorme cubierta de la tinaja donde hervía la lejía subía mecánicamente a lo largo de una barra central de cremallera; y el anchuroso agujero de la tinaja, al fondo de su mampostería de ladrillos, exhalaba torbellinos de vapor de un sabor azucarado de potasa. Mientras tanto, al lado, los secaderos funcionaban; líos de ropa, en cilindros de hierro fundido, expulsaban el agua a cada vuelta de la rueda de la máquina, que jadeaba, humeante, sacudiendo con mayor rudeza el lavadero con la tarea continua de sus brazos acerados.
Cuando Gervasia llegó al corredor del hotel Boncœur, las lágrimas acudieron otra vez a sus ojos. Era un pasadizo negro, estrecho, con una canaleta para las aguas sucias, que corría a lo largo de la pared; y Gervasia, al volver a sentir aquella hediondez, pensó en los quince días idos ahí con Lantier, quince días de miseria y reyertas, cuyo recuerdo en aquel momento le producía un dolor agudo. Parecíale entrar en su abandono.
Arriba, la habitación estaba desmantelada, llena de sol, con la ventana abierta. Aquel rayo solar, aquella cortina de polvillo de oro danzante, hacía más lamentable el techo negro, las paredes, cuyo papel se despegaba. No había otra cosa a la vista que una pañoleta de mujer retorcida como una cuerda y colgando de un clavo de la chimenea. La cama de los niños, tirada en medio de la habitación, dejaba en descubierto la cómoda, en cuyos cajones abiertos no se veía nada. Lantier se había lavado y concluido toda la pomada, que se hallaba en una cajita de diez céntimos de valor; el agua grasienta de sus manos llenaba la palangana. No se había olvidado de nada, el rincón ocupado hasta entonces por el baúl, parecíale a Gervasia un espacio inmenso. No encontró siquiera el espejito redondo enganchado a la falleba. Entonces tuvo un presentimiento, y miró sobre la chimenea: Lantier se había llevado las papeletas, y el paquetito rosa pálido no estaba ya entre los desiguales candelabros de cinc.
Gervasia colgó su ropa en el respaldo de una silla; permaneció de pie, volviéndose, examinando los muebles, poseída de un estupor tal que ni siquiera podía llorar. Le quedaban diez céntimos de los cuarenta reservados para el lavadero. Después, oyendo reír en la ventana a Claudio y Esteban, ya consolados, se aproximó, cogió las cabecitas de los niños entre sus brazos, olvidando por un instante aquella calzada gris, donde, por la mañana, había visto el despertar del pueblo obrero, del trabajo gigantesco de París. En aquella hora el pavimento, recalentado por la circulación diurna, despedía una reverberación ardiente por encima de la ciudad, detrás del muro del resguardo. Era sobre ese pavimento, en aquella atmósfera de fragua, donde la dejaban sola con sus pequeñuelos; y se puso a contemplar los bulevares exteriores, a derecha e izquierda, presa de un espanto sordo, como si su vida en lo venidero hubiere de transcurrir allí, entre un matadero y un hospital.
Tres semanas después, hacia las once y media de un día de hermoso sol, Gervasia y Coupeau, el obrero plomero, comían juntos ciruelas en almíbar en la taberna del tío Colombe. Coupeau, que fumaba un cigarrillo en la acera, la había obligado a entrar, cuando ella atravesaba la calle, al regresar de la entrega de ropa. Colocó en el suelo su gran cesta cuadrada de lavandera, cerca de ella y detrás de la mesita de cinc.
La taberna del tío Colombe hallábase en la esquina de la calle de los Poissonniers y del bulevar de Rochechouart. Su letrero llevaba, en grandes caracteres azules, de un extremo al otro, esta única palabra:
Destilación
. En la puerta y en dos medios barriles había sendos laureles-rosas llenos de polvo. El enorme mostrador, con sus filas de vasos, su fuente y sus medidas de estaño, se extendía a la izquierda de la entrada, y todo el contorno de la amplia sala estaba lleno de grandes toneles pintados de amarillo claro, resplandecientes de barniz, cuyos aros y espitas de cobre relucían. Más arriba y sobre anaqueles, veíanse botellas de licores, tarros de frutas y toda clase de frascos, bien ordenados, que cubrían las paredes, reflejando en el espejo colocado detrás del mostrador sus tintes vivos verde-manzana o pálidos de laca tenue. Pero la curiosidad de la casa se hallaba en el fondo, tras de una valla de encina, en un patio con vidrieras; era el aparato para la destilación, que los consumidores veían funcionar, el cual comprendía alambiques de cuellos largos, serpentinas que se hundían en el suelo, cocina del diablo, ante la que acudían a soñar los obreros amigos de emborracharse.
En aquella hora del almuerzo, la taberna estaba vacía. El tío Colombe, hombre corpulento, de cuarenta años, con un chaleco de mangas, despachaba a una chiquilla de unos diez años, que le pedía veinte céntimos de aguardiente en una taza. Un rayo de sol entraba por la puerta y desecaba el piso, siempre húmedo por los salivazos de los fumadores. Y tanto del mostrador, como de los toneles y de toda la sala, subía un olor de licores y un vapor alcohólico, que parecía espesar y obscurecer el flotante polvillo del sol.
Entretanto, Coupeau liaba otro cigarrillo. Estaba muy limpio, con una blusa y una gorrita de paño azul, y se reía mostrando sus dientes blancos. Tenía la mandíbula inferior saliente, la nariz ligeramente aplastada, hermosos ojos pardos, y su expresión era la de un perro alegre y dócil. Mantenía bien peinado su abundante cabello rizado. Conservaba el cutis suave de sus veintiséis años. Frente a él, Gervasia, vestida con un traje de lanilla negra, y sin sombrero, acababa de comer su ciruela, que tenía por el cabo con la punta de los dedos. Estaban cerca de la puerta y en la primera de las cuatro mesas alineadas a lo largo de tos toneles, delante del mostrador.
Una vez que el plomero hubo encendido su cigarrillo, apoyó los codos sobre la mesa, adelantó la cara sin pronunciar palabra y miró un instante a la joven, cuyo lindo rostro de mujer rubia ostentaba aquel día una transparencia lechosa de fina porcelana. Después, haciendo alusión a un asunto conocido por los dos solos y ya discutido, preguntó con sencillez y a media voz:
—Y bien, ¿no? ¿dice usted que no?
—¡Oh!, puede usted estar seguro que no, señor Coupeau —respondió tranquilamente Gervasia, sonriendo—. No creo que pretenda hablarme de eso aquí. Debe tener presente que me prometió ser juicioso. Si hubiera sabido esto, habría rechazado su invitación.
Coupeau, sin contestar, continuó mirándola de muy cerca, con una ternura insinuante y osada, atraído sobre todo por las comisuras de aquellos labios rosa pálido, un poco húmedos, que cuando sonreían dejaban ver el rojo vivo de la boca. No obstante, Gervasia no se retiraba: por lo contrario, permanecía complaciente y afectuosa. Al cabo de un momento de silencio añadió:
—En verdad que usted está soñando. Yo ya soy vieja; tengo ya un muchacho de ocho años… ¿Qué es lo que haríamos juntos?
—¡Pardiez! —murmuró Coupeau guiñando los ojos—, y… ¡lo que hacen los demás!
Pero en la cara de ella se dibujó un gesto de disgusto.
—¡Ah!, ¡Si usted cree que todo es siempre diversión!… Bien se ve que nunca ha tenido un hogar. No, señor Coupeau, es preciso que yo piense en las cosas seriamente. ¡La broma no conduce a nada!, ¿me entiende? Yo tengo en casa dos bocas que tragan de firme, sépalo usted. ¿Cómo quiere que pueda llegar a educar a mis golfillos si me entretengo en fruslerías?… Y por otra parte, mi desgracia ha sido una buena lección para mí. Usted se hará cargo de que por ahora los hombres no me interesan gran cosa. En mucho tiempo no me volverán a pescar.