Bazouge, siempre galante, pensó que no debía rechazar a una dama que parecía haberse encaprichado por él. Estaba algo estropeado, pero aún conservaba algo de su hermosura, sobre todo cuando se perfilaba.
—Usted está en lo cierto —dijo con acento convencido—. Hoy, precisamente, he embalado a tres, que seguramente me habrían dado una propina si hubieran podido echarse la mano al bolsillo…; pero, madrecita, esas cosas no se pueden arreglar así como así…
—¡Lléveme, lléveme! —seguía gritando Gervasia—. Quiero irme…
—¡Caramba! Hay que hacer antes una pequeña operación… Ya sabe usted, «¡Guij!…»
He hizo un esfuerzo con la garganta como si se tragara la lengua. Y a continuación, pareciéndole graciosa la broma, se echó a reír.
Gervasia se había levantado lentamente. ¿Tampoco él podía hacer nada por ella? Volvió a su cuarto, estúpida, y se echó en la paja, imaginándose que había comido. ¡Ya estaba visto, la miseria no mata tan de prisa!
Coupeau hizo una escapatoria aquella noche. Al día siguiente Gervasia recibió diez francos de su hijo Esteban, que era mecánico en un ferrocarril. El pequeño le enviaba monedas de cinco francos, de cuando en cuando, sabiendo que en su casa no nadaban en la abundancia. Puso un puchero y se lo comió sola; aquel rocín de Coupeau no volvió al día siguiente. El lunes tampoco, ni el martes. Pasó toda la semana. ¡Diablos! ¡Si se lo hubiera llevado alguna mujer, qué suerte hubiera sido! Pero precisamente el domingo Gervasia recibió un papel impreso que empezó por asustarla, porque al parecer era una carta del comisario de policía. En seguida se tranquilizó, era sencillamente para decirle que el cerdo de su marido estaba a punto de reventar en Santa Ana. El papel decía aquello de modo más fino, pero para el caso venía a ser lo mismo. Sí, era una mujer la que se había llevado a Coupeau, y aquella mujer se llamaba Sofía Cierraelojo, que era la buena y última amiga de los borrachos.
Por cierto que Gervasia no se molestó. Él conocía el camino, ya volvería solo del Asilo; tantas veces le habían curado que le harían una mala faena poniéndole de pie otra vez. ¿Acaso no acababa de saber por la mañana mismo que durante ocho días habían visto a Coupeau borracho perdido en todas las tabernas de Belleville, en compañía de Mes-Bottes? Perfecto. Mes-Bottes pagaba. Sin duda había metido el guante en las economías de su mujer, ganadas de la linda manera que ustedes saben. ¡Limpio dinero bebían; a propósito para atrapar todas las enfermedades malas! Tanto mejor si Coupeau había atrapado cólicos. Gervasia estaba furiosa, sobre todo pensando que, aquellos dos bribones egoístas ni siquiera se les había ocurrido venir a buscarla para convidarla a una copita. ¿Habíase visto cosa igual? ¡Una juerga de ocho días y ni una galantería con las señoras! Cuando se bebe solo se revienta solo, y todo terminado.
No obstante, el lunes, como Gervasia tuviera una buena comida para la noche, unas sobras de habichuelas y su cuartillo, pensó que un paseíto le abriría las ganas de comer. La carta del Asilo, en la cómoda, le molestaba. La nieve se había derretido, hacía un tiempo regular, gris y dulce con un fondo vivo en el aire que vigorizaba. Marchó a mediodía, pues el camino era largo; tenía que atravesar todo París, y su cojera la hacía retrasar. Además, había mucha gente por las calles; pero como ésta la distraía llegó contenta. Cuando dio su nombre le contaron una buena: al parecer habían pescado a Coupeau en el puente nuevo, se había tirado al agua por encima del parapeto, creyendo ver a un hombre barbudo que le obstruía el camino. Bonito salto, ¿no les parece? En cuanto a saber por qué Coupeau se encontraba en el puente nuevo era una cosa que ni él mismo se la podría explicar.
Un enfermero condujo a Gervasia. Subía la escalera cuando oyó unas voces que le helaron los huesos.
—¿No oye? ¡Vaya con la música! —dijo el enfermero.
—¿Quién? —preguntó Gervasia.
—¡Su marido! Grita así desde anteayer. Y baila, como usted verá.
—¡Oh, qué espectáculo! Se quedó de una pieza.
La celda estaba acolchada de arriba abajo. En el suelo había dos esteras, una sobre otra y en un ángulo se hallaba un colchón y un edredón, sin nada más. Allí danzaba y gritaba Coupeau. Una verdadera máscara de la Courtille, con su blusa en pedazos y sus miembros al descubierto; pero no una máscara divertida, sino que horrorizaba y hacía erizar los cabellos. Parecía vestido de moribundo. ¡Sagrado nombre! ¡Qué danzarín sin pareja! Chocaba contra la ventana y rebotaba marcando el compás con los brazos, sacudiendo las manos como si hubiera querido romperlas y tirarlas al rostro de la gente. En los bailes se encuentra a ciertos pillos que imitan esto; pero lo imitan mal, es preciso ver saltar este rigodón de los borrachos si se quiere juzgar qué elegancia tiene, cuando se ejecuta bien. El canto tiene también su carácter; un chillido continuo de Carnaval, con la boca completamente abierta, lanzando durante horas las mismas notas de trombón enronquecido. Coupeau tenía el grito de una bestia a la que se ha aplastado la pata, y, ¡adelante la orquesta!, ¡a bailar, señoras!
—Señor, ¿qué es lo que tiene?… ¿Qué es lo que tiene? —repetía Gervasia llena de miedo.
Un interno, joven robusto, rubio y sonrosado, con bata blanca, tranquilamente sentado, tomaba notas. El caso era curioso, el interno no abandonaba al enfermo.
—Quédese un instante, si quiere —dijo a la planchadora—; pero estése usted tranquila…; trate de hablarle, no la reconocerá.
Coupeau, en efecto, pareció no darse cuenta de su mujer. Ella apenas le había visto al entrar, de tanto como se retorcía. Cuando le miró cara a cara, dejó caer los brazos. ¿Era posible que tuviese una cara semejante con los ojos sanguinolentos y los labios llenos de costras? Seguro que no lo habría reconocido. Hacía demasiadas contorsiones, sin decir por qué, retorciendo de repente la boca, frunciendo la nariz, las mejillas estiradas, un verdadero hocico de animal. Tenía la piel tan ardiente que el aire humeaba a su alrededor; y su piel estaba como barnizada, desprendiéndose de ella un sudor pesado que removía el estómago. En su bailoteo furioso, bien se veía que no se hallaba muy a gusto: tenía la cabeza pesada y horribles dolores en los miembros.
Gervasia se acercó al practicante, que golpeaba una canción con las puntas de sus dedos en el respaldo de su silla.
—¿Dígame, señor, va en serio esta vez?
El practicante movió la cabeza sin contestar.
—Diga usted, ¿no habla en voz baja? ¿Qué es lo que dice?
—Las cosas que ve —murmuró el joven—. ¡Cállese y déjeme escuchar!
Coupeau hablaba con voz entrecortada. Sin embargo, un destello de alegría le iluminaba los ojos. Miraba al suelo, a derecha e izquierda, y daba vueltas como si estuviera paseando, en el bosque de Vincennes, hablando solo.
—¡Qué cosa tan bonita!… ¡Hay chalets, una verdadera feria! ¡Y la música es juguetona! ¡Qué banquete, tiran la casa por la ventana!… ¡Cómo está iluminado todo, globos rojos en el aire, y saltan y corren!… ¡Cuántos farolillos en los árboles!… ¡Qué tiempo tan bueno!… Por todas partes sale agua, fuentes, cascadas, agua que canta con una voz de monaguillo… ¡Qué asombrosas cascadas!
Y se enderezaba como para oír mejor la canción deliciosa del agua; aspiraba el aire fuertemente, creyendo beber la lluvia fresca que se escapaba de las fuentes. Pero, poco a poco, su cara tomó una expresión de angustia; entonces se encorvó y anduvo más rápido a lo largo de las paredes de la celda, profiriendo sordas amenazas.
—¡Más embustes todavía!… ¡Ya desconfiaba yo!… ¡Silencio, montón de haraganes!… Sí, os estáis burlando de mí. Estáis bebiendo y rebuznando con vuestras queridas, sólo para ponerme en ridículo… Voy a haceros polvo vuestro chalet… ¡Vive Dios! ¿Queréis dejarme en paz?
Apretaba los puños; después lanzó un grito ronco, y cayó a todo lo largo. Tartamudeaba, con los dientes castañeteando de espanto:
—Lo hacen para que me mate. ¡No, yo no me tiraré!
Las cascadas, que huían cuando él se aproximada, avanzaban cuando se iba para atrás. Y de repente, mirando estúpidamente a su alrededor, balbuceó con una voz apenas perceptible:
—No es posible, han embaucado a los físicos en contra mía.
—Me voy, señor; buenas tardes —dijo Gervasia al practicante—. Estoy muy trastornada, ya volveré.
Estaba blanca, Coupeau continuaba su baile solitario, de la ventana al colchón y del colchón a la ventana, sudoroso, deslomándose, llevando siempre el mismo compás. Gervasia se marchó. Pero por mucho que corriera escaleras abajo siguió oyendo el grito de su hombre.
¡Qué bien se sentía uno fuera!
Por la noche toda la casa de la Goutte-d'Or hablaba de la extraña enfermedad de papá Coupeau. Los Boche, que trataban a la Banban de mala manera, le ofrecieron, no obstante, una copa de grosella en su portería, para obtener más detalles. La señora Lorilleux y Poisson llegaron. Se hicieron comentarios interminables. Boche había conocido a un carpintero que se había quedado desnudo en la calle de San Martín y que murió bailando la polka; aquél era bebedor de ajenjo. Aquellas señoras se desternillaban de risa, porque, aunque era triste, les parecía gracioso. Como no comprendieran bien a Gervasia, ésta los apartó, para que le dejaran sitio y, en medio de la portería, mientras que los otros miraban, imitó a Coupeau chillando, saltando y dislocándose con terribles muecas.
—Sí, palabra de honor, así era. Los otros se quedaron asombrados. ¡No era posible! Nadie podría resistir tres horas de una manera semejante. Pero ella lo juraba por lo más sagrado, Coupeau estaba así desde el día anterior, treinta y seis horas ya. Podían ir a verle, si no lo creían. Pero la señora Lorilleux declaró que «¡Gracias!», pues ella ya había estado en Santa Ana e impediría poner a Lorilleux los pies allí. En cuanto a Virginia, cuya tienda iba de mal en peor y que tenía cara de entierro, se contentó con murmurar que la vida no era siempre alegre. Acabaron la grosella, y Gervasia dio las buenas noches a la compañía. Cuando dejaba de hablar, parecía su cabeza la de una alienada de Chaillets con los ojos desorbitados. Sin duda veía a su hombre en disposición de valsear. Al día siguiente, cuando se levantó, se propuso no volver más al Asilo. ¿Para qué? No quería perder la cabeza a su vez. Sin embargo, cada diez minutos volvía a reflexionar; no estaba en sus cabales; como se dice. Sería curioso si él continuara con sus piruetas. Cuando dieron las doce no pudo aguantar más ni se dio cuenta de lo largo del camino, de tanto deseo y miedo que tenía por lo que le esperaba allí.
No tenía necesidad de pedir noticias. Desde la parte baja de la escalera oyó la canción de Coupeau. La misma que la vez pasada. El mismo baile. Podía hacerse la idea de que acababa de bajar hacía un momento y que subía de nuevo. El de guardia, que llevaba tazas de tisana por el corredor, le guiñó el ojo al encontrarla para mostrarse amable.
—¿Sigue lo mismo? —dijo ella.
—Igual —respondió el otro sin pararse.
Entró, pero se quedó en el umbral de la puerta, porque había gente con Coupeau. El interno rubio y rosa estaba de pie, habiendo cedido su silla a un anciano señor condecorado, calvo y con la cara con hocico de garduña. Seguramente era el médico jefe, pues tenía miradas agudas y penetrantes, como barrenos. Todos los que se entienden con la muerte tienen esta mirada.
Además, Gervasia no había-venido por aquel señor, y se levantó por detrás de su cráneo, comiéndose a Coupeau con los ojos. Aquel enfurecido bailaba y chillaba más fuerte que la víspera. Ya había visto bien otras veces, en los bailes de la Mi-Carême, a mozos de lavadero, sólidos, entregarse durante toda una noche a la juerga; pero jamás de los jamases se habría imaginado que un hombre pudiera entregarse placer por tan largo tiempo. Cuando ella decía entregarse al placer era por hablar; pues no puede encontrarse placer, dando, a su pesar saltos de carpa como si se hubiese tragado un polvorín. Coupeau, empapado en sudor, despedía cada más humo. Su boca parecía grande, a fuerza de gritar. Las señoras embarazadas hacían bien en quedarse fuera. Tanto había ido del colchón a la ventana, que se veían las huellas de su paso; la estera estaba gastada por sus zapatos.
En verdad, aquello no aspecto agradable, y Gervasia temblorosa, preguntábase por qué había vuelto. ¡Y pensar que la víspera, en casa de los Boche, la acusaban de exagerar el cuadro! ¡Pues ni siquiera había dicho la mitad! ¡Ahora veía mejor cómo Coupeau se las componía! No lo olvidaría nunca, y menos aquellos ojos completamente abiertos mirando al vacío. Ella se enteraba de algunas frases cruzadas entre el practicante y el médico. El primero daba detalles de la noche con palabras que no entendía. Toda la noche, su hombre la habían pasado charlando y haciendo piruetas, esto es lo que sacó en limpio. A continuación el anciano señor calvo, no muy fino, por cierto, pareció darse cuenta, por fin, de su presencia; y cuando el practicante le dijo que era la mujer del enfermo se puso a interrogarla con el malévolo ademán de comisario de policía.
—¿El padre de este hombre bebía?
—Sí, señor, un poquitín como todo el mundo… Se mató cayendo de un tejado un día que estaba algo chispo.
—¿Y su madre, bebía?
—¡Caramba, señor, como todo el mundo, una copita aquí, otra copita allá!… ¡Oh, la familia está muy bien!… Un hermano murió muy joven en medio de convulsiones.
El médico la miraba con ojos penetrantes. Repuso con su acento brutal:
—¿Usted bebe también?
Gervasia balbuceó defendiéndose y se llevó la mano al corazón para dar palabra de honor.
—Usted bebe. Tenga cuidado, porque ya ve adonde lleva la bebida… Un día u otro se morirá así.
Entonces se quedó pegada contra la pared. El médico había vuelto la espalda. Púsose en cuclillas, sin preocuparse si recogía polvo de la estera con su levita, y estudió largo tiempo el temblor de Coupeau, esperándolo cuando pasaba, siguiéndolo con la mirada. Aquel día, las piernas saltaban también, el temblor había descendido de las manos a los pies; un verdadero polichinela a quien se tiraba de los hilos, retozándole los miembros y manteniendo el tronco rígido como un madero. La enfermedad avanzaba poco a poco. Habríase dicho que en su interior había una música; cada tres o cuatro segundos andaba un instante; luego se paraba y volvía como el escalofrío que sacude a los perros perdidos bajo una puerta cuando tienen frío en el invierno. En el vientre y en los hombros tenía un estremecimiento, como el agua cuando empieza a hervir. ¡Qué manera de caminar tan singular!; ¡marchar retorciéndose como una muchacha a la que se hacen cosquillas!