—Sí, voy por mi chaqueta —Se marcharon los dos juntos, dejando la puerta abierta.
—¿Seguro que no os importa cenar en el club esta noche? —preguntó Clarissa.
—En absoluto —la tranquilizó sir Rowland—. Es una solución muy sensata, puesto que los criados tienen la tarde libre.
En ese momento entró en la sala el mayordomo de los Hailsham-Brown, un hombre de mediana edad.
—Su cena está lista en la sala de estudio, señorita Pippa. Tiene leche, fruta y sus galletas favoritas.
—¡Estupendo! ¡Me muero de hambre!
Pippa salió disparada hacia el vestíbulo, pero Clarissa la detuvo.
—Primero recoge las cartas.
—¡Qué pesada! —La niña comenzó a amontonar las cartas contra un extremo del sofá.
—Perdone, señora —murmuró el mayordomo con tono respetuoso.
—Sí, Elgin, ¿qué pasa?
—Ha pasado algo… desagradable con las verduras —respondió el hombre. Parecía incómodo.
—Dios mío. ¿Se refiere a la señorita Peake?
—Así es, señora. Mi esposa encuentra a la señorita Peake muy difícil, señora. Entra constantemente en la cocina para criticar y hacer comentarios. Y a mi esposa no le agrada en absoluto. En todas las casas donde hemos estado, la señora Elgin y yo hemos tenido siempre muy buen trato con el jardinero.
—Lo lamento mucho —replicó Clarissa, disimulando una sonrisa—. Ya… ya intentaré solucionarlo. Hablaré con la señorita Peake.
—Gracias, señora —El mayordomo hizo una reverencia y se marchó.
—Qué agotadores son los criados —observó Clarissa—. Y qué cosas más curiosas dicen. ¿Cómo puede uno tener buen trato con el jardinero? Parece en cierto modo indecoroso.
—Pues yo creo que has tenido suerte con los Elgin —terció sir Rowland—. ¿De dónde los has sacado?
—De la oficina del registro local.
Sir Rowland arrugó el entrecejo.
—Espero que no sea esa que siempre te enviaba sinvergüenzas. Era una agencia de nombre italiano o español. De Botello se llamaba, ¿no es así? No hacía más que mandarte candidatos que siempre resultaban extranjeros ilegales. Andy Hulme contrató a una pareja que le desvalijó prácticamente todo. Incluso utilizaron la calesa de Andy para llevarse la mitad de la casa. Y todavía no los han atrapado.
—Sí —rió Clarissa—, sí que me acuerdo. Venga, Pippa, date prisa.
—¡Ya está! —exclamó la niña, enfurruñada—. Ojalá no tuviera que estar siempre recogiéndolo todo —Cuando se dirigía hacia la puerta Clarissa la detuvo.
—Toma, llévate el bollo.
Pippa se dispuso de nuevo a marcharse.
—Y la cartera.
La niña corrió a la butaca, cogió su cartera y se volvió hacia la puerta.
—¡El sombrero!
Pippa dejó el bollo en la mesa y recogió el sombrero.
—¡Toma! —Clarissa le metió el bollo en la boca, le encasquetó el sombrero y la empujó hacia el vestíbulo—. ¡Y cierra la puerta!
Sir Rowland se echó a reír y Clarissa con él. La luz del día comenzaba a desvanecerse y la sala se estaba quedando en penumbra.
—Es maravilloso —comentó sir Rowland—. Pippa ha cambiado tanto… Has hecho un trabajo estupendo, Clarissa.
—Yo creo que ahora le caigo bien y confía en mí —respondió ella, sentándose en el sofá y cogiendo un cigarrillo—. Y la verdad es que a mí me gusta hacer de madrastra.
Sir Rowland fue a encenderle el cigarrillo con el mechero de la mesita auxiliar.
—Bueno, desde luego parece otra vez una niña normal y contenta.
—Yo creo que la diferencia ha sido venirnos al campo. Además ahora va a un colegio muy bueno y ha hecho muchos amigos. Sí, creo que está contenta y que, como tú dices, es normal.
—Desde luego era horroroso verla en el estado en que se encontraba —afirmó sir Rowland, ceñudo—. Era para estrangular a Miranda. Qué madre más espantosa.
—Sí. Pippa tenía terror a su madre.
Él se sentó con ella en el sofá.
—Una cosa horrorosa —repitió.
Clarissa hizo un gesto de rabia con el puño.
—Cada vez que me acuerdo de Miranda me pongo furiosa. ¡Lo que hizo sufrir a Henry! ¡Y lo que hizo pasar a esa niña! Todavía no puedo entender cómo una mujer puede ser capaz de algo así.
—Las drogas son un asunto muy feo. Te cambian por completo el carácter.
Después de un breve silencio, Clarissa preguntó:
—¿Por qué crees que comenzó a tomar drogas?
—Creo que fue su amigo Oliver Costello, ese canalla. Me parece que está metido en el tinglado de las drogas.
—Es un hombre horroroso. Siempre he pensado que era malvado.
—Miranda se casó con él, ¿no?
—Sí, hace un mes.
Sir Rowland movió la cabeza.
—Bueno, no cabe duda de que Henry hizo bien librándose de ella. Henry es un buen hombre. Sí, un hombre estupendo.
Clarissa sonrió.
—¿Crees que hace falta que me lo digas?
—Ya sé que no es de muchas palabras —prosiguió él—. Es lo que podríamos llamar poco expresivo. Pero es una persona sólida y responsable.
—Guardó silencio un momento—. A propósito, ¿qué sabes del joven Jeremy?
—¿De Jeremy? Que es muy divertido.
—¡Bah! Es lo único que le preocupa a la gente hoy en día —afirmó mirando muy serio a Clarissa—. ¿No estarás pensando…? No irás a hacer ninguna tontería, ¿verdad?
Clarissa se echó a reír.
—Lo que me estás diciendo es que no me enamore de Jeremy Warrender, ¿no es eso?
—Sí —replicó él, todavía muy serio—, exacto. Es obvio que lo tienes encandilado. De hecho parece incapaz de quitarte las manos de encima. Pero tú estás felizmente casada con Henry, y no me gustaría que pusieras tu matrimonio en peligro.
Ella le dedicó una sonrisa cariñosa.
—¿De verdad crees que haría una tontería semejante? —preguntó juguetona.
—Sería una tontería, sin duda. Clarissa, querida, yo te he visto crecer. Sabes que significas mucho para mí. Si alguna vez tienes problemas, acudirías a tu viejo tutor, ¿no es verdad?
—Pues claro que sí, Roly, querido —se apresuró a contestar ella, dándole un beso en la mejilla—. Y no tienes que preocuparte por Jeremy. De verdad. Ya sé que es atractivo y encantador y todo eso. Pero ya me conoces. Simplemente me divierto. No es nada serio.
Sir Rowland iba a decir algo cuando la señorita Peake apareció en la cristalera.
La señorita Peake se había quitado las botas y estaba en calcetines. Llevaba en la mano un brécol.
—Espero que no le importe que entre por aquí, señora Hailsham-Brown —tronó, acercándose al sofá—. He dejado las botas fuera para no manchar. Sólo quería que viera este brécol —añadió, poniéndole la verdura bruscamente delante de las narices.
—Parece… parece estupendo —acertó a responder Clarissa.
La señorita Peake acercó el brécol a sir Rowland.
—Eche un vistazo —ordenó.
—No veo que tenga nada malo —declaró él, pero cogió el brécol para inspeccionarlo más de cerca.
—Por supuesto que no tiene nada malo —bramó la señorita Peake—. Ayer llevé uno igual a la cocina, y esa mujer… Que conste que no me gusta decir nada en contra de sus criados, señora Hailsham-Brown, aunque si yo quisiera… El caso es que la señora Elgin tuvo la desfachatez de decirme que era un ejemplar de tan mala calidad que no pensaba cocinarlo. «Si no sabe hacerlo mejor en el huerto», me dijo, «más vale que se busque otro trabajo». ¡La habría matado!
Clarissa fue a decir algo, pero la señorita Peake prosiguió sin prestarle atención:
—Usted sabe que no me gusta crear problemas, pero no pienso permitir que me insulten en la cocina. —Hizo una pausa para tomar aliento y anunció—: A partir de ahora dejaré las verduras en la puerta trasera, y la señora Elgin puede dejarme allí una lista de…
Sir Rowland intentó devolverle el brécol, pero ella lo ignoró.
—Puede dejarme allí una lista con lo que hace falta —concluyó, moviendo la cabeza con énfasis.
Ni Clarissa ni sir Rowland supieron qué contestar. Justo cuando la jardinera abría la boca para seguir hablando, sonó el teléfono.
—Ya voy yo —bramó—. ¿Diga? Sí —gritó al auricular, mientras limpiaba la mesa con su delantal—. Sí, es Copplestone Court. ¿Quiere hablar con la señora Brown? Sí, está aquí.
Clarissa apagó el cigarrillo y cogió el auricular.
—Hola, aquí la señora Hailsham-Brown. ¿Diga? ¿Diga? ¡Qué raro! —exclamó mirando a la señorita Peake—. Han colgado.
La jardinera corrió de pronto hacia la consola y la colocó contra la pared.
—Perdone, pero al señor Sellon le gustaba tener la consola aquí.
Clarissa hizo una mueca mirando a sir Rowland, pero se apresuró a ayudar a la jardinera.
—Gracias. Y tenga usted cuidado con las marcas que dejan las copas en los muebles, señora Brown-Hailsham. —Clarissa miró ansiosa la mesa—. Perdone, señora Hailsham-Brown —se corrigió la jardinera con una carcajada—. Bueno, Brown-Hailsham, Hailsham-Brown. En realidad es lo mismo, ¿no?
—No, no lo es, señorita Peake —declaró sir Rowland—. Al fin y al cabo, no es lo mismo un hombre pobre que un pobre hombre.
La señorita Peake se echó a reír de buena gana en el momento que Hugo entraba en la sala.
—Hola —le saludó la jardinera—. Me están echando una regañina, como de costumbre. Están de lo más sarcásticos —añadió, dándole una palmada en la espalda—. En fin, buenas tardes a todos. Déme usted ese brécol. ¡Hombre pobre, pobre hombre! —repitió—. Genial. A ver si no se me olvida —Y con otra carcajada salió por las cristaleras.
Hugo se volvió hacia Clarissa y sir Rowland.
—¿Cómo demonios aguanta Henry a esa mujer?
—Lo cierto es que le resulta bastante difícil —admitió Clarissa. Colocó en la estantería el libro que Pippa había dejado en la butaca y a continuación se sentó.
—No me extraña —replicó Hugo—. ¡Menuda marimandona! ¡Y con esos aires tan campechanos!
—Me temo que la pobre no ha recibido ninguna educación —añadió sir Rowland.
Clarissa sonrió.
—Es verdad que resulta enervante, pero es muy buena jardinera y, como repito siempre, venía con la casa, y puesto que la casa es tan barata…
—¿Es barata? —terció Hugo—. Me sorprendes.
—Increíblemente barata. Vinimos a verla hace un par de meses y nos la quedamos en el momento por medio año, amueblada y todo.
—¿A quién pertenece? —preguntó sir Rowland.
—Era de un tal señor Sellon, un anticuario de Maidstone. Murió no hace mucho.
—¡Ah, sí! —exclamó Hugo—. Sellon y Brown. Una vez compré un espejo Chippendale en su tienda de Maidstone. Sellon vivía aquí en el campo e iba a Maidstone todos los días, pero creo que a veces traía clientes a su casa.
—Bueno, la verdad es que la casa tiene algunos inconvenientes —comentó Clarissa—. Justo ayer vino un hombre en un coche deportivo, vestido con un espantoso traje de cuadros. Estaba empeñado en comprar ese escritorio. Yo le dije que puesto que no era nuestro no podíamos venderlo, pero él no quería creerme y no hacía más que aumentar el precio. ¡Al final llegó a ofrecer quinientas libras!
—¡Quinientas libras! —exclamó sir Rowland acercándose al escritorio—. ¡Santo cielo! No creo que ni en una feria de anticuarios llegara a alcanzar un precio semejante. Es un mueble bastante bonito, pero no veo que tenga ningún valor especial.
—Tengo hambre —Era Pippa, que había vuelto al salón.
—No puede ser —declaró Clarissa.
—Es verdad. Sólo he tomado leche, galletas de chocolate y un plátano. Eso no llena nada —añadió, dejándose caer en una butaca.
Sir Rowland y Hugo seguían contemplando el escritorio.
—Desde luego es un mueble precioso —opinó sir Rowland—. Auténtico, supongo, aunque no es lo que yo llamaría una pieza de colección. ¿No estás de acuerdo, Hugo?
—Sí, pero a lo mejor tiene un cajón secreto con un collar de diamantes —replicó Hugo, burlón.
—Tiene un cajón secreto —terció Pippa.
—¿Qué? —exclamó Clarissa.
—El otro día encontré un libro en el mercadillo sobre cajones secretos y muebles viejos —explicó la niña—. Así que me puse a mirar las mesas y los muebles de toda la casa, y éste es el único que tiene un cajón secreto. Mirad.
Se acercó al escritorio y abrió uno de los casilleros. Clarissa se inclinó sobre el sofá.
—¿Veis? —dijo Pippa metiendo la mano en el casillero—. Aquí debajo hay una especie de pasador.
—¡Bah! —gruñó Hugo—. No es precisamente muy secreto.
—Ah, pero eso no es todo. Si aprietas el pasador, sale un cajoncito. ¿Lo ves? Ahí está.
Un pequeño cajón había salido del escritorio. Hugo sacó un papel que había dentro.
—¡Vaya! ¿Qué será esto? «Inocentes» —leyó en voz alta.
—¡Qué! —exclamó sir Rowland.
Pippa estalló en carcajadas. Los demás se echaron también a reír. Sir Rowland sacudió en broma a la niña, que fingió darle un puñetazo mientras se jactaba:
—¡He sido yo!
—Sinvergüenza —le espetó sir Rowland, revolviéndole el pelo—. Te estás volviendo peor que Clarissa.
—En realidad en el cajón había un sobre con una firma de la reina Victoria —anunció la niña—. Ya veréis. —Corrió a la estantería mientras Clarissa ponía de nuevo los cajones en su sitio y cerraba el casillero. Pippa abrió una caja en uno de los estantes y sacó un sobre con tres hojas que mostró a la concurrencia.
—¿Coleccionas autógrafos, Pippa? —preguntó sir Rowland.
—En realidad no. Es sólo una afición sin importancia —Pippa tendió un papel a Hugo, que a su vez lo pasó a sir Rowland.
—Una niña del colegio colecciona sellos, y su hermano tiene también una colección increíble. El otoño pasado creyó haber conseguido uno como el que salía en el periódico, un sello sueco o algo así, que valía cientos de libras —Mientras hablaba pasó las otras dos firmas y el sobre a Hugo—. El hermano de mi amiga estaba emocionadísimo —prosiguió la niña—, y llevó el sello a un experto. Pero el experto le dijo que no era lo que él pensaba, aunque de todas formas se trataba de un sello muy bueno. El caso es que le dio cinco libras por él.
Sir Rowland y Hugo devolvieron a Pippa sus firmas.
—Cinco libras está bastante bien, ¿no? —preguntó ella. Hugo asintió con un gruñido.
—¿Cuánto creéis que puede valer la firma de la reina Victoria?
—De cinco a diez chelines, diría yo —contestó sir Rowland, todavía examinando el sobre.
—También tengo la de John Ruskin y la de Robert Browning.