La Templanza

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Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
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Índice

I. Ciudad de México

II. La Habana

III. Jerez

Agradecimientos

A mi padre, Pablo Dueñas Samper,

que sabe de minas y gusta de vinos

1

      

¿Qué pasa por la cabeza y por el cuerpo de un hombre acostumbrado a triunfar, cuando una tarde de septiembre le confirman el peor de sus temores?

Ni un gesto fuera de tono, ni un exabrupto. Tan sólo, fugaz e imperceptible, un estremecimiento le recorrió el espinazo y le subió a las sienes y le bajó hasta las uñas de los pies. Nada pareció variar sin embargo en su postura al constatar lo que ya anticipaba. Impertérrito, así permaneció. Con una mano apoyada sobre el nogal recio del escritorio y las pupilas clavadas en las portadoras de la noticia: en sus rostros demacrados por el cansancio, en sus vestimentas de luto desolador.

—Terminen su chocolate, señoras. Siento haberles causado este contratiempo, les agradezco la consideración de venir a informarme en persona.

Como si fuera una orden, las norteamericanas acataron el mandato en cuanto el intérprete les tradujo una a una las palabras. La legación de su país les había facilitado aquel intermediario, un puente para que las dos mujeres llenas de fatiga, malas nuevas e ignorancia de la lengua lograran hacerse entender y cumplir así el objetivo de su viaje.

Ambas se llevaron las tazas a la boca sin ganas ni gusto. Lo hicieron por respeto, seguramente. Por no contrariarle. Los bizcochos de las monjas de San Bernardo, en cambio, no los tocaron, y él no insistió. Mientras las mujeres sorbían el líquido espeso con mal disimulada incomodidad, un silencio que no era del todo silencio se instaló en la sala como un reptil: resbalando por el suelo de tablas barnizadas y por el entelado que cubría las paredes; deslizándose sobre los muebles de factura europea y entre los óleos de paisajes y bodegones.

El intérprete, apenas un veinteañero imberbe, permanecía desconcertado con las manos sudorosas entrelazadas a la altura de sus partes pudendas, pensando para sus adentros qué diablos hago yo aquí. Por el aire, entretanto, planeaban mil sonidos. Del patio subía el eco del trajín de los criados mientras regaban las losas con agua de laurel. De la calle, a través de las rejas de forja, llegaba el repiqueteo de cascos de mulos y caballos, los lamentos de los léperos suplicando una limosna y el grito del vendedor esquinero que pregonaba machacón su mercancía. Empanadas de manjar, tortillas de cuajada, ate de guayaba, dulces de maíz.

Las señoras se rozaron los labios con las servilletas de holanda recién planchadas, sonaron las cinco y media. Y después no supieron qué hacer.

El dueño de la casa rompió entonces la tensión.

—Permítanme que les ofrezca mi hospitalidad para pasar la noche antes de emprender el regreso.

—Muchas gracias, señor —respondieron casi al unísono—. Pero tenemos ya un cuarto reservado en una fonda que nos han recomendado en la embajada.

—¡Santos!

Aunque ellas no eran las destinatarias del bronco vozarrón, las dos se estremecieron.

—Que Laureano acompañe a estas señoras a recoger su equipaje y las traslade después al hotel de Iturbide, que anoten sus gastos a mi cuenta. Y luego te andas en busca de Andrade, le arrancas de la partida de dominó y le dices que venga sin demora.

El criado de piel de bronce recibió las instrucciones con un simple a la orden, patrón. Como si desde el otro lado de la puerta, con el oído bien pegado a la madera, no se hubiera enterado de que el destino de Mauro Larrea, hasta entonces acaudalado minero de la plata, se acababa de truncar.

Las mujeres se levantaron de las butacas y sus faldas crujieron al ahuecarse como las alas de un cuervo siniestro. Tras el criado, ellas fueron las primeras en abandonar la sala y salir a la fresca galería. La que dijo ser la hermana avanzó delante. La que dijo ser la viuda, detrás. A su espalda dejaron los pliegos de papel que habían traído consigo: los que ratificaban, negro sobre blanco, la veracidad de una premonición. Por último se dispuso a salir el intérprete, pero el dueño de la casa le frenó la voluntad.

Su mano grande y nudosa, áspera, fuerte aún, se posó sobre el pecho del americano con la firmeza de quien sabe mandar y sabe que le van a obedecer.

—Un momento, joven, hágame el favor.

El intérprete apenas tuvo tiempo de responder al requerimiento.

—Samuelson ha dicho que se llama usted, ¿verdad?

—Así es, señor.

—Muy bien, Samuelson —dijo bajando la voz—. Sobra decirle que esta conversación ha sido del todo privada. Una palabra a alguien sobre ella, y me encargo de que la semana que viene le deporten y le llamen a filas en su país. ¿De dónde es usted, amigo?

El joven notó la garganta seca como el techo de un jacal.

—De Hartford, Connecticut, señor Larrea.

—Mejor me lo pone. Así podrá contribuir a que los yanquis le ganen la guerra a la Confederación de una puñetera vez.

Cuando calculó que ya habían alcanzado el zaguán, alzó con los dedos el cortinón de uno de los balcones y observó a las cuñadas salir de la casa y subir a su propia berlina. El cochero Laureano arreó a las yeguas y éstas arrancaron el paso briosas, sorteando a viandantes respetables, a criaturas harapientas sin zapatos ni guaraches y a docenas de indios envueltos en sarapes que proclamaban en un caótico torrente de voces la venta de sebo y tapetes de Puebla, cecina, aguacates, nevados de sabores y figuras en cera del Niño Dios. Una vez comprobó que el carruaje doblaba hacia la calle de las Damas, se apartó del balcón. Sabía que Elías Andrade, su apoderado, tardaría al menos media hora en llegar. Y no tuvo duda sobre qué hacer durante la espera.

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