La Templanza (40 page)

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Authors: María Dueñas

BOOK: La Templanza
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Una pregunta veloz cruzó su mente. Qué clase de mujer eres, Soledad Montalvo, por el amor de Dios. Ella, en cambio, no pareció inmutarse: debía de estar más que acostumbrada a convivir con aquello dentro.

—El abogado ya está de camino; de hecho, intuyo que no tardará en llegar. Hay alguien en Londres que duda de la autenticidad de las transacciones y lo envía para que lo compruebe. Viene acompañado por nuestro administrador, alguien de toda confianza con cuya discreción cuento.

—¿Y su marido?

—No sabe absolutamente nada y créame si le digo que eso es lo mejor para todos. Va a estar unos días fuera de Jerez, tiene compromisos. Mi intención es que siga sin saber.

Cuando dejaron La Templanza el cielo ya no era limpio. Menos amable, más lleno de nubes. El aire seguía levantando polvaredas blanquecinas entre las viñas. Un silencio tenso se mantuvo entre ellos hasta que se adentraron de nuevo en la ciudad. Fue un alivio para los dos oír el traqueteo de los carros sobre el empedrado, los gritos de los lecheros y alguna coplilla tarareada tras cualquier reja por una muchacha anónima envuelta en sus quehaceres.

Entraron en la cuadra de los Claydon y Mauro Larrea no esperó a que se acercara ningún mozo: bajó de su caballo con agilidad y luego la ayudó a desmontar. Con la mano de ella en su mano. Otra vez.

—Le ruego que lo considere al menos —fueron las últimas palabras de Sol antes de darlo todo por perdido. Como si quisiera suscribirlas, su corcel soltó un relincho.

Por respuesta, él tan sólo se tocó el ala del sombrero. Después se dio la vuelta y se marchó a pie.

33

      

Empujó el portón de madera sin haber logrado aplacar la irritación que llevaba dentro, decidido a dar por zanjada aquella demencial propuesta antes de que Soledad Montalvo empezara a amasar cualquier esperanza. Subiría a su cuarto, recogería los documentos de su primo Luis que Calafat le envió desde Cuba, volvería a casa de ella, cortaría el vínculo de raíz.

Entró en el dormitorio austero, abastecido con lo imprescindible para la subsistencia masculina más elemental: una cama de latón con el colchón medio hundido, una butaca que para sostenerse necesitaba estar apoyada contra la pared, un ropero al que faltaba una puerta. En un rincón, sus baúles.

Alzó apresurado los cierres de uno de ellos y revolvió el contenido, pero no halló lo que buscaba. Sin molestarse en cerrarlo de nuevo, abrió el otro, esparciendo a su alrededor los absurdos préstamos domésticos que le preparara en Cádiz la delicada Paulita Fatou. Servilletas bordadas que volaron por el aire, sábanas de hilo de Holanda. Un cobertor de raso, por todos los demonios. Hasta que, en el fondo, dio con su objetivo.

Resguardó los papeles entre el pecho y la levita y en menos de diez minutos estaba en un costado de San Dionisio, contemplando la puerta de la mansión de los Claydon entre los tenderetes coloridos de los escribanos y el gentío que abarrotaba la plaza. Instantes después, tocó el pesado llamador de bronce.

Palmer, el mayordomo, acudió mucho más presto que la noche anterior. Y antes incluso de tener la puerta del todo abierta, ya estaba invitándole ansioso a entrar. Una simple mirada le sirvió para constatar que todo estaba tal cual él lo recordaba, sólo que esta vez acariciado por la luz solar que se filtraba a través de la montera de cristal del patio. La rosa de los vientos clavada en el suelo de la casapuerta, las plantas frondosas en sus maceteros orientales.

No tuvo ocasión de apreciar nada más: como si estuviera alerta a cualquier llamada desde la calle, la vio acudir a su encuentro. Aún iba vestida con el traje de montar, esbelta y airosa; sólo se había quitado el sombrero. Pero en la distancia de los escasos metros que los separaban, él percibió un cambio en ella: el rostro demudado, los ojos aterrados, el largo cuello rígido y una palidez intensa, como si la sangre le hubiera dejado de regar la piel. Algo la amenazaba como cuando el peligro acorrala a un animal: una hermosa cierva a punto de ser alcanzada por un disparo de pólvora, una elegante yegua alazana acosada en mitad de la noche por los coyotes.

La mirada entre los dos se hizo magnética.

Tras la puerta entreabierta por la que ella acababa de aparecer, se oían voces. Voces de hombre, sobrias, extranjeras. De su boca salió un murmullo sordo:

—El abogado del hijo de Edward se ha adelantado. Ya está aquí.

Súbitamente, de algún sitio recóndito e impreciso, a Mauro Larrea le surgieron unas ganas irracionales de apretarla contra su pecho. De sentir su cuerpo cálido y hundir el rostro en su pelo, de susurrarle al oído. Sea lo que sea, Soledad, todo va a estar bien, quiso decirle. Pero dentro de su cabeza, con la violencia del marro que tantas veces empuñó en otros tiempos para arrancar mineral, se repetía una sola palabra. No. No. No.

Dio dos pasos más, tres, cuatro, hasta quedar frente a ella.

—Intuyo que no es buen momento para que hablemos; mejor será que me vaya.

Como réplica sólo obtuvo una mirada desbordante de ansiedad. No estaba Sol Claydon acostumbrada a mendigar favores, él sabía que de su boca no iba a salir súplica alguna. Pero las palabras que sus labios se resistían a pronunciar las percibió en la desesperación de sus ojos. Ayúdeme, Mauro, pareció que le gritaban. O eso creyó entender.

Sus cautelas y sus reparos; su férreo esfuerzo por mantenerse en los límites de la prudencia y la firme determinación de no dejarse arrastrar: todo se disolvió como un puñado de sal echada en agua hirviendo.

Le posó la mano sobre la curva de la cintura y la obligó a girarse, a volver hacia la estancia de la que había salido. De su boca manaron dos palabras:

—Vamos allá.

Los varones presentes quedaron de pronto callados al ver entrar a la pareja. Sólidos, seguros, pisando fuerte. En apariencia.

—Señores, muy buenos días. Mi nombre es Luis Montalvo y creo que tienen interés en hablar conmigo.

Se dirigió hacia ellos sin más preámbulo y les tendió una mano enérgica. La misma que tantas veces usó para cerrar tratos y acuerdos cuando movía toneladas de plata; la que le sirvió para presentarse ante lo más granado de la sociedad mexicana y para firmar contratos por cantidades con muchos ceros acumulados a la derecha. La mano del hombre de peso que un día fue y que a partir de ese momento iba a fingir seguir siendo. Sólo que ahora iba a hacerlo bajo la fraudulenta identidad de un difunto.

El encuentro tenía lugar en una pieza que él no había conocido en su anterior visita, un despacho o un gabinete personal: quizá la habitación donde en otros momentos arreglaba sus asuntos el señor de la casa. Pero nadie ocupaba el sillón de cuero tras el escritorio, todos se encontraban en la parte más cercana a la puerta, alrededor de una mesa redonda con la superficie cubierta al completo de papeles.

Los dos hombres que estaban en pie pronunciaron sus respectivos nombres, sin lograr encubrir del todo el desconcierto que les provocó su irrupción; Soledad, acto seguido, los repitió apostillando sus cargos, para que él se hiciera a la idea de quién era quién. Míster Jonathan Wells, abogado en representación del señor Alan Claydon, y míster Andrew Gaskin, administrador de la empresa familiar Claydon & Claydon. Del tercero, un simple amanuense joven y bisoño, tan sólo apuntaron el nombre mientras éste se levantaba, hacía un gesto cortés con la cabeza y se volvía a sentar.

Con un fugaz recuerdo de la conversación que mantuvieron en La Templanza, Mauro Larrea dedujo que el primero de ellos —en torno a los cuarenta, rubio, espigado y con grandes patillas— era por así decirlo el adversario. El segundo —más bajo, más calvo, rondando la cincuentena—, el aliado. El mencionado y ausente Alan Claydon era sin duda el hijo del marido de Soledad que ella le había nombrado un minuto antes. Hay alguien en Londres que duda de la autenticidad de las transacciones, le había dicho en la viña. Ya estaba claro quién era. Y para defender sus intereses, estaba allí su abogado.

Ambos señores vestían con distinción: levitas de buenos paños, leontinas de oro, botines brillantes. Qué esperan de ella, a qué está expuesta, cómo piensan castigarla, habría querido preguntarle al sajón de pelo claro. Mientras esos interrogantes sonaban en su mente, Soledad, con la entereza magistralmente recobrada, tomó la palabra haciendo acrobacias entre el español y el inglés.

—Don Luis Montalvo —dijo aferrándose a su antebrazo con fingida confianza— es mi primo en primer grado. Como creo que saben, mi apellido de soltera es Montalvo también. Nuestros padres eran hermanos.

Un silencio compacto invadió la pieza.

—Y para que quede constancia —apostilló él esforzándose por permanecer impertérrito ante el contacto de ella—, permítanme…

Se llevó lentamente la mano derecha al corazón y aplastó el tejido de la levita. A la altura de su pecho, se oyó el crujido inconfundible del papel. Después introdujo los dedos hasta alcanzar el bolsillo interior. Con las yemas rozó los documentos doblados que había sacado del baúl: los que Calafat le envió desde Cuba. Mientras todos los presentes le observaban desconcertados, calibró su grosor. El más abultado era la partida de defunción y enterramiento: el que no podría salir a la luz. Y el más delgado, una mera cuartilla plegada, la cédula de vecindad que permitió al Comino viajar a las Antillas.

Había previsto entregárselo todo a Soledad para certificar con ello su negativa a inmiscuirse en sus problemas. Tenga; con esto me desentiendo de todo lo vinculado a su familia, había pensado decirle. No quiero saber más ni de sus primos vivos o muertos, ni de sus oscuras maquinaciones a espaldas de su marido. No quiero verme envuelto en más contratiempos con mujeres tortuosas; ni usted me conviene a mí, ni yo le convengo a usted.

Ahora, sin embargo, su angustia había demolido aquella firmeza. Y mientras cuatro pares de ojos esperaban estupefactos su siguiente movimiento, él, parsimonioso, agarró con el pulgar y el índice el documento necesario, y despacio, muy despacio, lo sacó de su cobijo.

—Para que no haya equívocos y mi identidad conste a todos los efectos, lean y comprueben, por favor.

Se lo entregó directamente al abogado inglés. Éste, aunque no entendiera ni palabra de lo que allí se indicaba, observó el escrito con detenimiento y después lo puso ante los ojos del escribiente para que reprodujera su contenido en pulcras anotaciones. Don Luis Montalvo Aguilar, natural de Jerez de la Frontera, vecino de la calle de la Tornería, hijo de don Luis y de doña Piedad…

El silencio planeó por la estancia mientras todos observaban atentos. Una vez concluida la tarea, el representante legal le pasó el documento al administrador; éste se encargó de doblarlo y, sin palabras, se lo devolvió a su supuesto propietario. Sol, entretanto, apenas respiró.

—Bien, señores —dijo el falso Luis Montalvo retomando la palabra—. A partir de ahora, quedo a su entera disposición.

Ella tradujo y los invitó a sentarse alrededor de la mesa, como si intuyera que aquella parte de la representación podría llevarles un tiempo considerable. ¿Desean tomar algo?, preguntó señalando una mesa accesoria bien dispuesta con licores, un espléndido samovar de plata y algunos dulces. Todos rechazaron el ofrecimiento, ella se sirvió una taza de té.

Las preguntas fueron numerosas, a menudo punzantes y comprometedoras. El abogado iba, sin duda, bien preparado. ¿Manifiesta usted haberse reunido con el señor Edward Claydon en la fecha del…? ¿Declara usted ser conocedor de…? ¿Es usted consciente de haber firmado…? ¿Reconoce usted haber recibido…? Subrepticiamente, agazapadas entre las palabras traducidas, Soledad le iba facilitando claves escuetas sobre el sentido en el que él debía responder. Entre los dos, sobre la marcha, trenzaron una complicidad casi orgánica que no mostró fisuras ni desajustes; como si llevaran la vida entera juntos, sacando pañuelos de una chistera.

Aguantó los embates con aplomo mientras el escribiente reproducía meticulosamente las réplicas con su pluma de ganso. Sí, señor, está usted en lo cierto. Sí, señor, ratifico que ese extremo es correcto. Tiene razón, señor, así exactamente fue. Incluso se permitió adornar las respuestas con algunas puntualizaciones menores de su propia cosecha. Sí, señor, recuerdo a la perfección ese día. Cómo no estar al tanto de tal detalle, por supuesto que sí.

Los silencios entre pregunta y pregunta fueron tensos: a lo largo de ellos tan sólo se oía el sonido de la pluma raspando los pliegos de papel y los ruidos que entraban por las ventanas a pie de calle desde la plaza bulliciosa. El administrador se sirvió en algún momento una taza de té del samovar, Sol dejó la suya prácticamente intacta, y el abogado, el amanuense y el supuesto primo ni siquiera llegaron a mojarse los labios. A menudo las preguntas la incluían a ella; cuando así era, respondía con implacable elegancia manteniendo la espalda recta, el tono sereno y las manos sobre la mesa. En esas manos fijó él su concentración durante los espacios muertos del interrogatorio: en las muñecas delgadas emergiendo de los encajes blancos que remataban las mangas de la chaqueta de montar, en sus dedos estilizados adornados tan sólo por dos sortijas en el anular izquierdo. Un soberbio brillante solitario y una alianza: anillo de compromiso y anillo de casada, supuso. De casada con un hombre al que en un día del pasado juró amor y lealtad, y al que ahora engañaba arrebatándole a pedazos su fortuna ayudada por él.

Casi tres horas habían pasado cuando todo acabó. Sol Claydon y el falso Luis Montalvo llegaron al final imperturbables, enteramente dueños de sí mismos tras haber mostrado en todo momento una seguridad pétrea. Nadie habría dicho que acababan de bordear con los ojos vendados un foso lleno de cocodrilos.

El abogado y el escribiente comenzaron a recoger sus papeles mientras Mauro Larrea jugaba con la ajena cédula de vecindad entre los dedos. Soledad y el administrador, de pie frente a una de las ventanas, intercambiaban en voz queda unas frases en inglés.

Se despidieron, el administrador mayor con más afecto y el abogado joven con cortés frialdad. El escribiente tan sólo volvió a inclinar la cabeza. Ella los acompañó al vestíbulo y él permaneció en el gabinete, reubicándose, incapaz todavía de verlo todo en perspectiva y, mucho menos, de adelantar las consecuencias que podría acarrearle lo que allí acababa de acontecer. Lo único que sacó en claro fue que Soledad Montalvo, hábil y sistemáticamente, había ido traspasando a nombre de su primo acciones, propiedades y activos de la empresa de su marido hasta dejar a éste prácticamente desplumado.

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