La Tentación de Elminster (13 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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Nasmaerae contempló con fijeza los ojos de su señor, todavía demasiado sobresaltada y aturdida para hablar, mientras se preguntaba cuándo tendría lugar el estallido de furia. Los ojos de la Mantimera ardían bajo una bruma de lágrimas, abrasándola, pero sus labios se movieron despacio y con precisión cuando le preguntó en tono sosegado:

—¿Matarse uno mismo es la respuesta a la magia descarriada? ¿Tenías un buen motivo para ponerme bajo el control de un hechizo?

Ella abrió la boca para suplicar, para verter mentiras desesperadas, para protestar diciendo que sus acciones habían sido malinterpretadas, pero todo lo que surgió de ella fue un torrente de lágrimas. Se arrojó sobre él e intentó caer de rodillas, pero una fuerte mano la mantuvo en pie. Cuando consiguió articular palabras por entre los sollozos, fue para rogar su perdón y ofrecerse para cualquier castigo que él considerara apropiado, y...

Su esposo la acalló colocando un dedo firme sobre los labios de la mujer y anunció sombrío:

—No hablaremos más de lo que has hecho. Jamás volverás a hechizarme a mí ni a nadie.

—Créeme, mi señor, yo jamás...

—No puedes, por mucho que lo desees. Lo sé. Y para que otros puedan saberlo también, intentarás hechizarme otra vez... ahora.

—¡Yo... no! —Nasmaerae abrió los ojos desmesuradamente—. ¡No, Esbre, no me atrevo! Yo...

—Señora —le dijo su esposo, implacable—, os doy una orden, no la posibilidad de elegir. —Realizó un gesto con tres dedos y, a su alrededor, las espadas chirriaron al ser desenvainadas.

Lady Felmorel lanzó miradas desesperadas a todos lados. Estaba rodeada de desgastadas espadas de combate, cuyas afiladas y oscuras puntas la amenazaban desde todos los ángulos. Distinguió a un lívido Glavyn por encima de una de ellas; al viejo y fiel Errart, que la contemplaba sombrío por encima de otra, y giró en redondo, para ocultar el rostro entre las manos.

—Yo... yo... ¡Esbre! —gimoteó—. Se me arrebatará la magia si...

—Se te arrebatará la vida si no lo haces. Es la muerte u obedecer, señora. La misma elección que tienen, cada día, los guerreros que me sirven. A ellos no les resulta tan duro.

Lady Nasmaerae gimió. Poco a poco, apartó las manos del rostro y se irguió, respirando con dificultad, la mirada perdida; luego echó la cabeza hacia atrás para mirar al techo y anunció con una vocecita:

—Necesito más espacio. Que alguien aparte esa alfombra, no vaya a chamuscarse. —Avanzó lentamente hacia la punta de una de las espadas hasta que su propietario cedió y ella pudo abandonar la lujosa y mullida estera, y enseguida se volvió para mirar al interior del círculo y anunció en voz baja—: Necesitaré un cuchillo.

—No —le espetó Esbre.

—El hechizo lo requiere, mi señor —explicó ella, mirando al techo—. Lo puedes empuñar tú mismo, si ello te resulta más grato. Pero debes obedecerme por completo cuando inicie el conjuro, de lo contrario estaremos perdidos los dos.

—Adelante —repuso su esposo, la voz fría como la piedra otra vez.

Nasmaerae se apartó de él hasta colocarse de nuevo en el centro del anillo de espadas y se volvió para mirarlo a la cara.

—Glavyn —dijo—, trae aquí el bacín de mi señor. Si estuviera vacío, háznoslo saber.

El guarda la miró fijamente sin moverse; pero abandonó su puesto y corrió hacia la puerta en cuanto lord Felmorel se lo indicó con un movimiento de cabeza.

Mientras aguardaban, la mujer se desprendió con toda tranquilidad del sudado camisón y lo arrojó lejos, quedándose desnuda ante los presentes. Permaneció así, con aire resuelto, sin cubrirse púdicamente ni adoptar sus acostumbradas poses sensuales, y se lamió los labios varias veces, sin apartar la mirada de su señor.

—Castígame —dijo de repente—, de cualquier otro modo excepto éste. El Arte lo significa todo para mí, Esbre, todo...

—Calla —casi le susurró él, pero ella retrocedió como si le hubiera azotado los labios con un látigo, y no volvió a hablar.

La puerta se abrió, y Glavyn regresó transportando un recipiente de barro. Lord Felmorel se lo cogió, le indicó que regresara a su puesto en la fila, y luego indicó a sus hombres:

—Tengo puesta mi confianza en todos vosotros. Si veis alguna cosa que pueda resultar perjudicial para Felmorel, usad las armas... contra nosotros dos, si es necesario. —A continuación, sosteniendo un pequeño cuchillo de cinto y el recipiente, dio un paso al frente.

—Te amo, Estre —musitó lady Nasmaerae, y cayó de rodillas.

Él la contempló con expresión glacial y se limitó a decir:

—Adelante.

Ella aspiró profundamente, con un estremecimiento, e indicó:

—Coloca el recipiente de modo que pueda introducir la mano dentro. —Cuando él hizo lo que le indicaba, la mujer hundió una mano en su interior y la sacó con la palma llena de su orina. Tras apoyar la mano entrecerrada en el suelo, alzó la otra y dijo—: Córtame la palma... No profundamente, pero haz que mane sangre.

Con expresión sombría, lord Felmorel obedeció, y ella ordenó a continuación:

—Ahora retírate... con el bacín y el cuchillo.

Mientras él retrocedía, los guardas se mostraron más nerviosos, listos para saltar al frente con sus armas a la menor señal de lord Esbre. En tanto que la sangre llenaba la palma de su mano, Nasmaerae paseó la mirada por el círculo, y los rostros que vio le indicaron hasta qué punto era temida y odiada. Se mordió el labio y sacudió levemente la cabeza.

Entonces volvió a aspirar con fuerza, y al hacerlo pareció adquirir valor.

—Voy a empezar —anunció, y sin una vacilación inició un cántico que aumentó veloz en su perentoriedad y parecía moldeado alrededor del nombre de su señor. Las palabras eran espesas pero a la vez en cierto modo resbaladizas, como serpientes en movimiento. A medida que brotaban más y más veloces, diminutas volutas de humo empezaron a salir de entre sus labios.

De repente dio una palmada de modo que la sangre y la orina se mezclaran, y gritó una frase que pareció resonar y golpear con violencia en los oídos de los nombres allí reunidos como una retahíla de truenos. Una llamarada blanca apareció entre el hueco formado por sus palmas, y la mujer alzó la cabeza para mirar a su señor... y profirió un alarido horrible y desesperado, al tiempo que intentaba arrojarse al suelo y gatear lejos de allí.

Los ojos inundados de estrellas arremolinadas de Azuth, fríos e implacables, la contemplaban con fijeza desde el rostro de lord Felmorel, y aquella terrible voz melodiosa del destino volvió a dejarse oír, para decirle:

—Toda magia tiene su precio.

Ninguno de los guardas escuchó aquellas cinco palabras ni vio otra cosa que lúgubre piedad en el rostro de su señor, cuando la Mantimera levantó la mano para detener sus espadas. Lady Felmorel se había desplomado sobre el suelo, su rostro una máscara de desesperación y los ojos ciegos, con moribundas volutas de humo elevándose de sus temblorosos miembros..., miembros que se ajaron ante sus ojos, recuperaron a continuación su lujuriante vitalidad, y acto seguido volvieron a marchitarse en atropelladas oleadas. Durante todo este tiempo, mientras su cuerpo se retorcía, se reconstruía y volvía a arrugarse, sus chillidos continuaron incansables, subiendo y bajando en un quebrado lamento de dolor y terror.

Los guardas contemplaron fijamente el cuerpo convulso en anonadado silencio hasta que su señor volvió a hablar.

—Mi señora permanecerá en cama unos días —anunció sombrío—. Dejadme con ella, todos, pero haced venir a sus doncellas para que se ocupen de ella. Azuth es misericordioso y a partir de este momento será venerado en esta casa.

En alguna parte una mujer se retorcía sobre un desnudo suelo de piedra, mientras una serie de espadas le apuntaban y su cuerpo desnudo se marchitaba en oleadas al compás de sus gemidos... Por todas partes se veían motas de luz, como estrellas en un firmamento nocturno, que giraban en la oscuridad con un metálico tintineo. A todo esto siguió una breve imagen confusa y vertiginosa de magos que lanzaban conjuros y se convertían en esqueletos bajo sus túnicas al hacerlo, antes de que Elminster se viera a sí mismo de pie en la oscuridad, bañado por la luz de la luna; se encontraba suspendido ante un castillo cuya puerta principal tenía la forma de una gigantesca telaraña. Era un lugar en el que sabía que no había estado nunca, y que tampoco había visto antes. Alzó las manos para tejer un conjuro que tomó cuerpo casi al instante y que destruyó mágicamente la puerta en un estallido de luz. El resplandor desapareció en medio de un remolino para convertirse en los colmillos de una boca sonriente que musitó: «Búscame en las sombras».

Las palabras, pronunciadas por una voz femenina, sonaron burlonas, y Elminster se encontró sentado muy erguido a los pies de su cama intacta, las ropas empapadas de sudor y pegadas al cuerpo.

—Mystra me ha guiado —murmuró—. No permaneceré más tiempo aquí, sino que iré a buscar y desafiar a esta Señora de las Sombras. —Sonrió y añadió—: O mi nombre no es Wanlorn.

Ni siquiera había deshecho la desgastada alforja en la que transportaba efectos personales, de modo que fue cuestión de un momento comprobar que ningún criado servicial había sacado nada para lavarlo y salió por la puerta a buen paso como si los invitados salieran siempre a pasear por los alrededores del castillo Felmorel a altas horas de la noche. Escurrir el bulto es propio de ladrones.

Dirigió un amable cabeceo al único criado con el que se tropezó, pero no llegó a ver el impasible rostro de Barundryn Harbright que lo observaba desde las profundidades de una oscura esquina, con un asentimiento satisfecho apenas perceptible. Ni tampoco vio la sombra que se deslizo fuera del hueco de la escalera por la que él descendía, y que fue tras sus pasos transportando su propia bolsa de pertenencias.

No había más que un único criado anciano de guardia ante las puertas cerradas del castillo. El atisbo en todas direcciones para asegurarse de que no había centinelas ocultos por ninguna parte, y, al no ver a nadie, levantó el farol apagado de latón que había cogido de un pasillo momentos antes, lo balanceó en el aire con cuidado, y lo soltó.

La lámpara cayó sobre los adoquines muy por detrás del anciano guarda, con el mismo estrépito que si hubiera caído al suelo una armadura. El hombre gritó aterrado y se golpeó la espinilla contra el marco de una puerta al intentar coger su pica.

Cuando consiguió llegar junto al farol hecho añicos, cojeando y maldiciendo, para amenazarlo con una pica bamboleante, El se había escabullido ya por la puerta lateral de la entrada principal, una sombra más en la húmeda noche primaveral.

Una segunda sombra conjuró una nube de bruma para que avanzara ante ella por si el errante Wanlorn volvía la cabeza para comprobar si lo seguían. Un brevísimo fogonazo señaló la ejecución del hechizo por parte de la sombra; pero el centinela con la pica se encontraba demasiado lejos para percibirlo o identificar el rostro fugazmente iluminado. Thessamel Arunder, el Señor de los Conjuros, también había sentido la necesidad de abandonar repentina y silenciosamente el castillo Felmorel en plena noche.

La presencia del farol resultaba desconcertante, la cojera dolorosa, y la pica demasiado larga y pesada; el viejo Bretchimus tardó algún tiempo en regresar a su puesto. El anciano no sintió el helado y tintineante remolino que era mis una ráfaga de viento que un cuerpo, más una sombra que una presencia, y que, flotando decidido, se convirtió en la tercera sombra que salió aquella noche por la puertecita lateral. Tal vez fuera lo mejor. Mientras volvía a apoyar la pica contra la pared, la punta de ésta se desprendió; era una pica vieja y ya había tenido demasiadas emociones por una noche.

La granja Torntlar ocupaba seis colinas y requería muchas horas de trabajo. El alba encontró a Habaertus Ilynker frotándose la espalda dolorida y cavando en el pedregoso suelo de la última colina, la que lindaba con el bosque infestado de lobos que se extendía hasta Felmorel. Como hacía cada mañana, Habaertus echó una ojeada en dirección al castillo, aunque se hallaba demasiado lejos para poder distinguirlo realmente, y saludó con un cabeceo a su hermano mayor Bretchimus.

—Tú sí que tienes suerte —dijo a su hermano ausente, como hacía cada mañana—. Viviendo ahí, con esa enorme bodega y esa esbelta dama envuelta en sedas dándote órdenes y todo eso.

Se escupió en las manos y volvió a tomar la azada a tiempo de ver unos centelleos dispersos en el aire que le indicaron que algo extraño se acercaba... o más bien pasaba por su lado. Una presencia invisible y campanilleante surgió veloz de entre los árboles y atravesó el campo, formando remolinos como una neblina o sombra, aunque al mismo tiempo resultaba curiosamente escurridiza, pues no se distinguía ninguna sombra si se la miraba con atención.

Habaertus observó cómo empezaba a pasar serpenteante, frunció los labios, y, dominado por la curiosidad, la golpeó con la azada.

La reacción fue inmediata. Se produjo un centelleo en el aire allí donde la hoja de la azada había atravesado la ráfaga de viento, sonó un fuerte campanilleo por todas partes, y acto seguido el misterioso viento cayó sobre Habaertus, aullando a su alrededor como un perro de presa disponiéndose a matar. El hombre ni siquiera tuvo tiempo de emitir una exclamación de asombro.

Mientras un esqueleto pelado por el viento se desplomaba sobre el polvo, el remolino se irguió con un nuevo y tenue coro de tintineos y siguió su camino a través de la granja Torntlar. Tras él una azada estropeada chocó sordamente contra el suelo junto a dos botas vacías. Una de las cuales no tardó en caer, y todo lo que quedaba de Habaertus Ilynker se deshizo y fue arrastrado por el viento.

4
Cuernos de venado y sombras

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Citta Hothemer

Reflexiones de un noble sinvergüenza

Año del Príncipe.

Los ojos del granjero estaban ensombrecidos por la sospecha y hundidos a causa del cansancio. Aun así, la horca que sujetaba apuntaba con firmeza a los ojos de Wanlorn y se movía cada vez que el solitario viajero lo hacía, para mantener a aquella amenaza en su punto de mira.

Cuando el granjero rompió por fin el largo y profundo silencio que había seguido a la pregunta del viajero, fue para decir:

—Puedes encontrar a la Señora de las Sombras en algún punto más allá de la colina siguiente —frase a la que puso fin escupiendo con toda intención en el polvo ante los pies del otro—. Su territorio empieza allí, por lo menos. No quiero saber por qué deseas encontrarte con ella... y tampoco quiero que permanezcas mucho tiempo en mis tierras. ¡Lleva tus botas allá lejos, y, a ti con ellas!

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