La Tentación de Elminster (9 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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Entonces lo vio, tumbado inmóvil y silencioso en la carretera, con una pálida Immeira incorporándose de su lado con una daga cubierta de sangre en la mano. Los ojos de la muchacha se clavaron en los de El por entre el polvo, y la joven intentó esbozar una sonrisa... sin demasiado éxito.

El mago la saludó con la mano, y saltó sobre el hombre que lo había perseguido con la espada y lo apuñaló tres veces con su propia daga. Cuando volvió a levantar la mirada, vio que sólo quedaban vivos él e Immeira, cubiertos de polvo, sudorosos y jadeantes. Esta vez las sonrisas que intercambiaron fueron muy reales.

—Muchacha, muchacha —la regañó El, mientras se fundían en un jubiloso abrazo—. ¡No puedo protegeros!

Ella lo besó en la mejilla y luego lo apartó de un empujón; le dedicó una mueca burlona a través de los enmarañados cabellos y el rostro salpicado de sangre del bandido.

—Eso no importa —contestó—. ¡Yo tampoco te puedo proteger!

El mago sonrió de oreja a oreja y meneó la cabeza, tras lo cual se encaminó hasta el lugar a la sombra donde los tres hombres habían estado sentados. Immeira lo oyó proferir una risita satisfecha.

—¿Qué, Wanlorn? —preguntó la joven—. ¿Qué sucede?

—Esperaba que tuvieran una de éstas —dijo Elminster, alzando una ballesta—. Armadura ligera, sin lanzas ni caballos. Era evidente que tendrían algo que utilizar contra, digamos, tres guardas que custodiaran una caravana. Ven, muchacha, ayúdame con el mecanismo. Puede que no tengamos mucho tiempo.

Immeira pasó junto a él y se agachó veloz para recoger una bolsa repleta de saetas.

—No lo tenemos —indicó ella con brusquedad—. Su relevo se acerca ya a caballo. Acabo de verlos coronar la última elevación, la situada junto a la granja de Tahermon. Estarán aquí en...

—Entonces coge mi cadena y tráela al otro lado de la carretera —dijo El, girando la manivela con todas sus energías para tensar el arma—. ¡Deprisa, ahora!

La muchacha starneita se apresuró, moviéndose con rapidez y gracia no obstante el peso de la ensangrentada cadena. El atravesó la carretera medio acuclillado por detrás de ella, el arco casi listo ya.

El mago tenía una mano dentro de la bolsa para coger una saeta, con Immeira detenida junto a él, cuando el primero de los jinetes hizo su aparición por encima de una ondulación de la carretera y vio los cuerpos. El hombre lanzó un grito y tiró de las riendas, haciendo que su montura se detuviera en seco, encabritándose casi, con un resoplido. Sus dos compañeros se detuvieron junto a él, y contemplaron boquiabiertos a los bandidos allí tumbados y a los árboles tan cercanos y tan inocentes a ambos lados de ellos.

—Deja caer la cadena y corre —murmuró El al oído de la muchacha—. Suelta enseguida la bolsa y ve a cualquier parte con tal de que no te cojan. Si nos perdemos de vista, búscame en el bosquecillo situado al oeste del almiar. ¡Vete!

Sin esperar a que ella respondiera, Elminster salió a la calzada con tranquilidad y disparó a la garganta del bandido que le pareció más peligroso. Acto seguido regresó corriendo a los árboles, arrojó al suelo el arma, y recogió la cadena del lugar donde Immeira la había dejado caer. No se veía ni rastro de ella a excepción del movimiento de ramas en las profundidades del sombrío bosque.

El mago penetró con dos veloces zancadas en la espesura y se agazapó para escuchar. Oyó los esperados juramentos, pero también percibió temor en las voces enfurecidas, y el repiqueteo de cascos cuando los bandidos hicieron volver grupas a los caballos.

Al cabo de un momento, los toques de cuerno que Immeira le había dicho que sonarían resonaron estridentes por todo el valle: habían encontrado a la otra patrulla muerta. El sonido siguió durante un buen rato, y El hizo uso del estrépito para ocultar su veloz carrera por entre los árboles junto a la carretera, y regresar en la dirección por la que tendrían que aparecer los dos jinetes. No obstante, toda esperanza de poder eliminar a uno cuando se acercaran desapareció cuando pasaron al galope por su lado, ansiosos por regresar a la Torre del Zorro antes de que nuevas saetas fueran en su busca.

La montura sin jinete los seguía, lo que impidió a El toda posibilidad de revolver en sus alforjas. La siguió con la mirada, se encogió de hombros, y se escurrió veloz a recuperar la saeta de la garganta del bandido muerto y las armas de éste, así como la ballesta y la bolsa de proyectiles. Por suerte, el hombre al caer había arrastrado con él la capa nocturna que pendía de la silla de montar, y ésta sirvió maravillosamente para envolverlo todo. La cadena del mago, enganchada a sí misma, sujetó el fardo como si hubiera sido forjada para ello.

El paquete era pesado, pero Immeira lo aguardaba unos cuantos árboles más allá para tomar la ballesta y contemplarlo como si fuera un gran héroe.

Elminster deseó que estuviera equivocada. Por lo que él sabía, todos los grandes héroes se convertían muy pronto en héroes muertos.

Había reinado un tremendo alboroto en el salón de banquetes de la Torre del Zorro, pero los hombres asustados y enojados no pueden gruñirse y chillarse unos a otros indefinidamente sin enzarzarse en una reyerta o sumirse en un tenso silencio.

Era el silencio lo que flotaba ahora, pesado como un manto, bajo la luz parpadeante de los candelabros en forma de rueda del techo. Las cadenas de las que pendían proyectaban largas sombras en las paredes de piedra mientras el Zorro de Hierro —un hombretón gigantesco, más parecido a un oso corpulento que a un zorro— y los ocho guerreros que le quedaban se encogían sobre un asado que de improviso les resultaba insípido, y bebían vino como si todo lo que quisieran fuera ahogarse en él. Los criados apenas osaban acercarse a la mesa por temor a ser atravesados, y las miradas no dejaban de alzarse repetidamente hacia la oscura y vacía tribuna de trovadores. Las señoras aguardaban tras puertas cerradas en los dormitorios situados al otro lado, expulsadas de la mesa con la llegada de las primeras nuevas; y todas temían el humor que podía gobernar a sus hombres cuando aquellos que lucían la cabeza del zorro fueran por fin a acostarse.

Nueve hombres rumiaban ante la larga mesa mientras la luz de las velas iba perdiendo fuerza. Se había debatido hasta la saciedad la posible identidad y vasallaje del solitario arquero apenas vislumbrado, y hacía ya mucho que se había tomado la decisión de cerrar las puertas de la torre, mantener una guardia vigilante, y hacer una salida con todos los efectivos por la mañana. Se atrancaron las puertas desde el interior, se comprobaron las cerraduras, y se depositaron las llaves sobre aquella misma mesa. Todo lo que quedaba ahora era la larga espera, la cuestión de la identidad de este enemigo invisible, y el creciente temor.

Un codo volcó una copa, y media docena de hombres se incorporaron de un salto gritando, las espadas a medio desenvainar, antes de que un asqueado Zorro de Hierro les chillara que pararan. Los hombres intercambiaron miradas furiosas y volvieron a sentarse despacio.

Unas cabezas temerosas se retiraron de las puertas de la cocina antes de que alguien las viera y fuera en busca del látigo. La cocina había quedado fría y silenciosa, pero las tres criadas no se atrevían a marcharse.

La última vez que una joven había osado escabullirse antes de hora la habían perseguido arriba y abajo de la torre y azotado hasta que no tan sólo sus ropas habían caído hechas jirones sino que también amenazaba con hacerlo la carne ensangrentada que había debajo. El Zorro de Hierro había ordenado luego que no se limpiaran sus ensangrentadas pisadas de los suelos de los pasillos, para que sirvieran de omnipresente recordatorio de la recompensa que aguardaba a la negligencia y la desobediencia.

Las criadas se acurrucaron soñolientas en un banco justo al otro lado de la puerta de la cocina, más aterradas que los hombres de la sala. Los guerreros temían lo desconocido y lo que pudiera acechar en las cercanías en un Starn cubierto ahora por el negro manto de la noche, pero la servidumbre conocía a la perfección la clase de peligro que les aguardaba en la habitación contigua y sabía que estaba encerrada con él. No tardarían en escucharse muchos golpes y chillidos tras las puertas de aquellos dormitorios, de ello no tenían demasiadas dudas, y...

Con un repentino y estruendoso chirrido de cadenas, una de las lámparas circulares del techo se precipitó desde las alturas hacia la mesa situada debajo. Los bandidos se incorporaron frenéticos dando gritos, y las espadas centellearon. Uno de ellos atravesó la estancia a la carrera entre maldiciones, seguido por otro de los hombres. Ambos cruzaron una arcada y desaparecieron antes de que el Zorro de Hierro pudiera hacer oír sus órdenes.

El gobernante del Starn poseía un rostro enorme y rudo, adornado con una barba incipiente, un bigote grueso y crecido, y ojos tan crueles y fríos como el más desolado de los inviernos. El cuerpo que lo sostenía, sudoroso bajo la armadura que incluía incluso gorjal y guanteletes, era igualmente enorme y falto de elegancia. Las curvas piezas de metal contuvieron los temblorosos pechos y vientre, que de lo contrario se habrían agitado y bamboleado como un pálido y obsceno mar de carne cuando su propietario se incorporó y apuntó con un dedo largo e implacable al resto de sus hombres.

—¡El siguiente que abandone esta habitación sin mi permiso será mejor que no deje de correr, hasta abandonar mis tierras y refugiarse en el exilio! ¿No sabéis lo estúpido que es salir corriendo de este modo, cuando...?

Giró bruscamente la cabeza al verse interrumpido por un agudo alarido procedente del corredor por el que se habían marchado los dos hombres. Aquel vestíbulo conducía a las despensas y cuartos traseros de la torre, incluida la habitación de Beldrum, nombre de un sacerdote de Chauntea muerto hacía muchísimo tiempo por el que se seguía conociendo a la estancia, donde se guardaban mesas y estaban clavadas las cadenas que sostenían los candelabros circulares. Una habitación que, al parecer, había sido repentinamente tomada por fuerzas enemigas. El Zorro de Hierro agarró su yelmo depositado ante él sobre la mesa y se lo encasquetó.

Sus hombres lo imitaron y se apelotonaron a su alrededor para escuchar sus órdenes.

—Durlim y Aawlynson, a la tribuna. Gritad que todo está despejado cuando lleguéis allí. Gondeglus, Tarthane y Rhen: quedaos aquí conmigo. Que uno de vosotros mire bajo la mesa; luego le daremos la espalda y vigilaremos. Llander, vigila ese pasillo de ahí. Cuando la tribuna esté asegurada, los cuatro nos reuniremos contigo, y los cinco registraremos a fondo la habitación de Beldrum.

El Zorro de Hierro calló, y el silencio siguió a sus palabras; era como si sus hombres aguardaran más instrucciones. Un ataque de furia casi lo hizo atragantarse. ¿Acaso mandaba un rebaño de ovejas?

—¡Moveos de una vez, hijos de perra! —tronó—. ¡Poneos en marcha! ¡Vamos, vamos, vamos!

El silencio se mantuvo un instante después de que el eco de su grito se desvaneciera. Luego todo el mundo se movió al mismo tiempo.

Gondeglus lanzó un gemido y se tambaleó hacia atrás, seguido por Aawlynson; el siseo de las saetas que los habían abatido resonaron con fuerza en la estancia. Acto seguido le tocó el turno a Rhen, que se desplomó con un proyectil en la cara. Ninguno de ellos llevaba yelmos con visera puntiaguda al estilo meridional, y su jefe tuvo el buen sentido de alzar el viejo y pesado espadón ante su rostro antes de escabullirse a un lado, girar y atisbar en dirección a la tribuna.

Llegó a tiempo de obtener una fugaz visión de un hombre de cabellos negros y nariz ganchuda que surgía de detrás de la barandilla del balcón sosteniendo una ballesta cargada y lista para disparar. Esta vez su objetivo era Durlim, pero el talludo veterano se agachó y azotó el aire con el guantelete, y el proyectil rebotó con un tintineo metálico en su brafonera y se estrelló inofensivo en la pared del fondo.

De la cocina surgieron gritos de miedo, pero el Zorro no tenía tiempo de averiguar si anunciaban un intruso allí o eran simple temor a lo que sucedía en el exterior. No importaba; en la galería se ocultaba un enemigo conocido, que debía de haberse quedado sin ballestas cargadas y a esas alturas estaría intentando escabullirse en busca de un lugar en el que refugiarse.

—¡Llander! ¡Tarthane! Escaleras arriba —bramó el Zorro de Hierro, blandiendo la espada—. ¡Ahora!

Sus dos más leales guerreros se mostraron claramente reacios a obedecer, pero ascendieron la escalera como les ordenaban. Su jefe tuvo buen cuidado de retroceder hasta refugiarse bajo el borde de la tribuna mientras vigilaba su ascenso, bajo la apariencia de ordenar a Durlim que fuera a toda prisa pasillo abajo, hasta el pie de la escalera trasera de la galería.

Siguió pesadamente a su subordinado hasta la arcada que conducía al pasillo, y se agazapó allí, observando con atención la tribuna.

Llander y Tarthane estaban ya arriba, avanzando con cautela.

—¿Y bien? —rugió—. ¿Qué hay?

Fue entonces cuando el tapiz cayó sobre Llander. Tarthane dio un traspié hacia atrás para esquivar los salvajes mandobles de su compañero; luego cargó al frente, abriéndose paso a través del caos de pesadas telas con su negra espada de combate, con la esperanza de apuñalar a quien estuviera detrás, al mismo tiempo que pasaba por encima del envuelto Llander.

Aquel alguien estaba ya tumbado en el suelo, y tiraba de la alfombra del pasillo bajo los pies de ambos guerreros. Tarthane, que ya había perdido el equilibrio, agitó los brazos e intentó agarrarse a la barandilla para mantenerse en pie, pero no lo consiguió y se desplomó con estrépito. El hombre de la nariz ganchuda saltó de detrás del enrollado tapiz y hundió una daga en el rostro del bandido.

La espada de Llander surgió como una exhalación de entre el tapiz buscando traspasar al desconocido, quien, por su parte, hincó su propia daga en la tela, saltó por encima de la barandilla para aterrizar con suavidad en el salón, y saludó alegremente con la mano al Zorro de Hierro antes de salir corriendo en dirección a la parte delantera de la torre.

Enfurecido, el jefe de los bandidos salió en su persecución entre rugidos, para detenerse en seco cuando estaba a punto de abandonar la sala. No. Tendría que correr solo por una parte de la fortaleza de la que había alejado a sus hombres, una zona que ofrecía demasiados lugares donde un hombre con un cuchillo podía situarse por encima de un adversario y saltarle encima. No; tenía que averiguar si Llander seguía vivo e ir en busca de Durlim, y los tres podrían entonces encontrar una habitación fácil de defender en la que enfrentarse a aquel chiflado saltarín con cuchillos.

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