La Tentación de Elminster (7 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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Su propio padre había desaparecido mientras corría aventuras. Formaba parte de una auténtica y reconocida banda de aventureros que se llamaban a sí mismos las Zarpas de Taver en honor al viejo guerrero de nombre Taver, pendenciero y siempre guasón, que los capitaneaba con el sol reflejándose en su calva. En el recuerdo de Immeira, Taver seguía cabalgando, vivaz y fanfarrón, pero la gente afirmaba que hacía ocho años que ya no era más que huesos y polvo, y que nadie era capaz de distinguir sus huesos de los de los otros seis —su padre entre ellos— que habían sucumbido bajo las fauces del dragón aquel día.

Hacía ocho años ya que en el Starn se hablaba de las Zarpas de Taver, y algunos juraban que las Zarpas eran demonios en forma humana, ocultos aquí para poder corromper mejor a las mujeres de las caravanas que pasaban y así extender su maligna semilla por todo Faerun. Otros insistían con la misma energía en que las Zarpas no habían sido más que bandidos desde el principio, que acechaban por la zona hasta averiguarlo todo sobre los starnitas y los senderos forestales y de este modo poder fundar un reino de bandidos en las profundidades del bosque mismo, situado a poca distancia. Había quien llamaba a este reino Talontar —para otros era Tenebra— si bien nadie sabía dónde empezaban sus límites o quién vivía allí, o por qué jamás se habían lanzado sobre la gente de Starn con arcos ansiosos y cuchillos voraces en todos los años transcurridos desde que las Zarpas habían perecido o partido sigilosamente o cometido cualquiera que fuera el terrible crimen que los obligaba a permanecer ocultos.

Sí, en el Starn, la verdad era algo que una mala lengua o dos podían alterar de la noche a la mañana; y, por lo que Immeira sabía, la única excepción a eso era la verdad que acechaba tras las afiladas y veloces espadas del Zorro de Hierro y sus hombres.

Habían llegado del este por la carretera de Gar hacía unas seis primaveras: un puñado de mercenarios que lucían armas blancas y una expresión de crueldad y hastío en la gélida mirada. El cabecilla era un hombre alto y gordo, cuyo yelmo estaba rematado con la cabeza de un zorro de hierro; incluso sus hombres usaban exclusivamente el apelativo de «el Zorro de Hierro» para referirse a él. El facineroso penetró a caballo en el patio del diminuto Santuario de la Gavilla, echó al débil y anciano sacerdote Rarendon a las nieves primaverales a punta de cuchillo, y se instaló allí.

Aquella misma noche, comunicó a los silenciosos aldeanos en El Pesebre y el Arado que a partir de ese momento los oficios en honor a Chauntea se celebrarían en los campos de labranza, como era lo correcto. Los antiguos alcázares resultaban más adecuados para el propósito con el que se habían construido: alojar a hombres de acción como él y sus seguidores, quienes a partir de aquel momento residirían en el Starn y lo defenderían, por el bien de todos.

Poco después del mediodía del día siguiente, se clavó un pergamino toscamente caligrafiado con una serie de leyes en la puerta de El Pesebre. Era angustiosamente corto, y proclamaba al Zorro de Hierro único juez, legislador y autoridad en el Starn del Zorro. Esa misma noche, los pocos que osaron manifestar su desacuerdo con leyes concretas, o desaprobación ante todo aquel asunto, aparecieron bañados en su propia sangre en medio del camino o ante la puerta de su propia casa... o, simplemente, no se los volvió a ver. Algunas de las jóvenes starneitas más hermosas fueron arrancadas de sus hogares y trasladadas a la Torre del Zorro, donde las instalaron más bien ligeras de ropa; al cabo de diez días, llegó una carreta llena de albañiles para convertir el lugar en una fortaleza, y se iniciaron las habladurías sobre la misteriosa malignidad de los únicos héroes del Starn, las Zarpas de Taver.

Al desconcertado y anciano Rarendon se lo condujo, con toda amabilidad, a los viejos establos situados tras el molino, donde el enano constructor de molinos permitía que vivieran los huérfanos del Starn, incluida Immeira. Durante el mes que siguió, varios granjeros robustos cuyas tierras estaban próximas a la Torre del Zorro murieron justo después de acabar la siembra, cuando sus granjas se incendiaron de modo misterioso durante la noche, con las puertas cerradas por puntales desde el exterior, y las ventanas vigiladas, por bandoleros que hasta entonces habían pasado desapercibidos equipados con ballestas del mismo tipo que las utilizadas por los hombres del Zorro. Dos viejas chismosas y el anciano ciego Adreim el Tallador fueron azotados en el mercado por infracciones menores de las leyes, y las gentes del Starn empezaron a acostumbrarse a las omnipresentes patrullas de espadachines de mirada penetrante, a la incautación de algo más de la mitad de las cosechas que obtenían, y a vivir aterrorizados.

Aun así expresaron sus silenciosas y débiles protestas. El «Starn del Zorro» siguió siendo el Starn de Buckralam en las bocas de todos y cada uno de ellos, y los hombres del Zorro parecían cabalgar por un valle perpetuamente silencioso y casi desierto. Por donde fuera que pasaran, los niños y las amas de casa desaparecían en el interior del bosque, abandonando juguetes y dejando marmitas sin vigilancia, en tanto que los granjeros del lugar estaban siempre en las hondonadas más fangosas y alejadas de sus campos, demasiado absortos en su trabajo para alzar siquiera la vista cuando la sombra de una armadura caía sobre ellos.

Como tantas muchachas del Starn que se encontraban a punto de hacerse mujeres, Immeira se convirtió en otra clase de sombra; una que acechaba cubierta con deslustradas y viejas ropas masculinas y permanecía en el bosque durante el día, para dormir en los pajares de los graneros y en los tejados bajos durante la noche. Aquellas jovencitas habían contemplado los ojos de sus emperifolladas hermanas mayores, contemplado también sus cicatrices y manillas, y no sentían deseos de unirse a un baile de comodidades, buena comida y bebida en abundancia que les costaría su libertad y les depararía brutalidades, sometimiento y dolor. Immeira poseía una figura que podía equipararse ya a la de cualquiera de las «bellezas» del Zorro y por lo tanto tenía buen cuidado de llevar viejos y enormes chalecos de cuero y túnicas sin forma, mantener los cabellos desgreñados y sucios, y permanecer oculta en la penumbra del bosque o la oscuridad de la noche. Más aun que los taciturnos muchachos del valle, las sombras femeninas del Starn soñaban con que las Zarpas aparecieran a caballo por el camino algún día no muy lejano, con las relucientes espadas desenvainadas y listas para expulsar de allí a la compañía del Zorro de Hierro.

Una o dos veces cada diez días Immeira se escabullía a través de las lomas orientales infestadas de faisanes del bosque del Fantasma Aullador hasta el punto donde la carretera de Gar coronaba el Risco del Despeñadero y descendía hasta el reino del Zorro de Hierro. Los desalmados guerreros del bandido mantenían una patrulla allí para vigilar a los que llegaban al Starn y exigir una tasa a buhoneros y caravanas demasiado cansados o sin guardas suficientes para oponerse al pago.

En ocasiones Immeira los mantenía ocupados haciendo ruido entre la maleza como si hubiera animales agazapados, y aprovechaba para llevarse aquellas saetas que fueran tan estúpidos de disparar contra los árboles, pero por lo general prefería mantenerse acuclillada en silencio y observar lo que sucedía en el camino. Sin duda había empezado a correr la voz por las tierras situadas más allá del valle, ya que cada vez eran menos los buhoneros que circulaban por la carretera de Gar. En el Starn no se había visto nada que pudiera considerarse una caravana desde la estación siguiente a la llegada de la compañía del Zorro de Hierro.

Esa mañana había habido una capa de escarcha a lo largo de las orillas del Larrauden y el hielo había depositado destellos blancos en muchas hojas caídas, de modo que la joven se veía obligada a frotarse continuamente las puntas de los dedos desnudos para mantenerlos calientes, consciente de que sus labios debían de estar amoratados, si bien la humedad provocada por el lento calentamiento del día mantenía el sonido de sus pisadas por el bosque casi inaudible, y eso la complacía. En una ocasión había provocado la frenética huida de una liebre por entre los árboles, pero por lo general se movía por entre las brumas como una sombra errante, alargando con suavidad los dedos para arrancar aquel alimento que necesitaba. Una pequeña hondonada que ya había usado en otras ocasiones le proporcionaba un lecho polvoriento desde el que vigilar las patrullas zorrunas con comodidad. Recostada en un terraplén cubierto de musgo con el reconfortante peso entre las manos de la rama que allí guardaba, por si alguna vez precisaba de un garrote, había empezado a dormitar incluso cuando sucedió.

Se produjo un repentino revuelo entre los seis hombres de negra armadura, un tintineo de mallas que indicaba el desenvainar de espadas, y el precipitado regreso de sus propietarios a los árboles de la carretera, para agazaparse al acecho en tanto que sus colegas montaban veloces con la intención de cerrar el paso por el camino.

Se acercaba alguien; alguien con quien esperaban tener o bien problemas o un poco de diversión. Immeira se frotó los ojos y se incorporó con creciente interés.

Al cabo de un momento, un hombre solo montado en un caballo tordo llegaba a lo alto de la cuesta, con una espada larga balanceándose de su cadera mientras la cabalgadura descendía sin prisas hacia el valle. Era joven y, en cierto modo, su expresión era a la vez afable y dura, con una nariz aguileña, y los negros cabellos sujetos hacia atrás en una cola que le caía sobre los hombros. Vio a los hombres que aguardaban, espadas incluidas, pero ni vaciló ni detuvo su montura; con total indiferencia, el jinete desarmado siguió su lento avance, tarareando una canción que la muchacha no conocía.

—¡Alto! —ladró uno de los hombres—. ¡Te encuentras a las puertas mismas del reino del Zorro de Hierro!

—Por lo cual debo... ¿qué? —inquirió el recién llegado con una ceja enarcada, al tiempo que estiraba un brazo para coger una capa arrollada de su silla—. ¿Abandonar toda esperanza? ¿Entregar un tributo? ¿Ingresar en el convento local?

—¡Mostrarte menos ocurrente para empezar! —rugió el bandido—. Ya lo creo que pagarás un tributo, también... después de haber suplicado nuestro perdón y lloriqueado por la pérdida de la mano derecha.

El desconocido enarcó las cejas otra vez y detuvo a su caballo.

—Un precio bastante elevado para cruzar un umbral —dijo—. ¿No vamos a pelear unos contra otros, primero?

Immeira volvió a frotarse los ojos, estupefacta. De los hombres del Zorro surgió un rugido general de rabia, y éstos se abalanzaron al frente; los que iban a pie saltaron de entre los árboles. El recién llegado hizo retroceder a su montura, y un pequeño cuchillo centelleó en su mano. Arrojó la capa que había tomado de la silla contra los rostros de los jinetes que cargaban contra él, hizo girar al tordo, y derribó a uno de los hombres que iban a pie, al que el corcel pateó con violencia. El jinete pateó a otro facineroso para mantenerlo apartado, agarró algo de la silla, le asestó un tajo, y lo arrojó contra el hombre. Un chorro de arena indicó el punto donde estalló en el rostro del bandolero.

Acto seguido, el recién llegado se colocó tras las líneas de los hombres del Zorro. Un caballo se había desbocado y había descabalgado a su jinete; los otros dos estaban enredados en lo que había hecho huir al animal: un trozo de cadena de púas que había estado en el interior de la capa.

El desconocido se echó hacia atrás con un trozo igual de cadena para azotar a uno de los jinetes en la garganta. El hombre cayó de la silla sin emitir un sonido, y en el ojo de su compañero apareció de repente el pequeño cuchillo del recién llegado.

Repentinamente sin jinetes, una de las monturas se encabritó y la otra la empujó, aplastando bajo sus cascos a los dos hombres caídos. Otro cuchillo se hundió con un centelleo en la garganta del bandido que había recibido el impacto de la arena en el rostro. Mientras caía al suelo, otro saco de arena pasó bamboleándose inofensivo junto al hombro de uno de los dos facinerosos que quedaban en pie.

Acostumbrados a intimidar a hombres asustados, aquellos bandidos tenían el rostro lívido y se movían con indecisión; cuando se acercaron despacio al jinete de la nariz aguileña, éste sacó otro cuchillo de una funda lateral de la silla y les dedicó una sonrisa radiante.

Ante aquello, uno de los bandoleros profirió un gemido aterrorizado y huyó. El otro escuchó el estrépito de las botas de su compañero al correr por entre los árboles, miró con fijeza los ojos azul-gris del hombre que con tanta rapidez y facilidad había acabado con sus colegas, arrojó la espada contra aquel rostro sonriente y, dando media vuelta, salió corriendo.

Un saco de arena alcanzó al facineroso en la sien cuando apenas había conseguido dar unas pocas zancadas desiguales, y el hombre se desplomó violentamente contra el suelo. El tordo se lanzó al frente para danzar sobre la caída figura, al tiempo que su propietario saltaba de la silla con un suspiro, abandonando la carretera de Gar a los muertos y moribundos.

El desconocido de nariz ganchuda corrió veloz, con otro cuchillo en la mano, en pos del bandido que había conseguido huir. No sería prudente permitir que un enemigo consiguiera escapar para advertir a los otros de su llegada; no si era cierta una quinta parte de lo que había oído sobre estos perversos guerreros del Zorro.

No era difícil seguir el rastro del huido; el hombre de la negra cota de malla trepaba pesadamente por una loma, dejando tras de sí una profusa estela de jadeos y crujidos entre las agitadas ramas de los árboles.

Al poco rato el hombre que corría cayó en alguna especie de agujero u hondonada con un alarido sobresaltado.

El chillido de Immeira rivalizó con el del bandido, cuando éste se precipitó de improviso en su escondite. La muchacha agarró con energía su rama al ver desplomarse sobre ella al sudoroso guerrero, asestó un garrotazo tal al yelmo que la madera se partió, y, como pudo, se escabulló de debajo del tembloroso cuerpo.

Necesitaba sólo un instante para colocar la punta de la bota en una raíz que sobresalía e impulsarse al exterior, pero unos dedos fuertes y desesperados la sujetaron antes de que lo consiguiera, y la arrastraron de vuelta abajo. Pateó y se revolvió dando golpes con los codos mientras el hombre situado debajo de ella gruñía y farfullaba maldiciones apenas coherentes; acto seguido giró en redondo para arañarle el rostro. Immeira consiguió vislumbrar por un instante un ojo enfurecido entre mejillas canosas antes de que un puño surgido de la nada se estrellara contra su sien y la lanzara de espaldas contra el suelo del bosque con innumerables lucecitas parpadeantes danzando ante sus ojos.

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