La Tentación de Elminster (2 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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Se encontraba casi bajo la sombra de los muros cuando algo se movió entre las sombras frente a ella. Alzó el arma, lista para descargarla con fuerza, pero el rostro que le sonrió desde la penumbra pertenecía a Amandarn.

—Sabía que estabas molesta conmigo —manifestó el ladrón, contemplando la espada alzada—, pero ya soy bastante menudo, gracias.

»Es realmente una tumba —siguió, señalando con el pulgar la oscuridad a su espalda—, vieja y cubierta de runas, que sin duda dicen algo parecido a: “Zurmapyxapetyl, un mago de Netheril, reposa aquí”, pero leer el antiguo netherita culto, o como quiera que se lo llame, entra más en las habilidades de Iyrik que en las mías.

—¿Algún guardián? —inquirió ella, con la mirada fija en todo momento en las tinieblas que se abrían tras Amadarn.

—Ninguno que yo haya visto, pero una espada incandescente no produce demasiada luz.

—¿Podemos arrojar una antorcha al interior?

—¿Por qué no? —repuso él con tranquilidad—. Todo es de piedra.

Sin decir una palabra Nuressa extendió una mano abierta y enguantada a su espalda, en la que, al cabo de unos minutos de forcejeos, Folossan depositó una antorcha encendida. La guerrera lo miró, hundió la barbilla en mudo agradecimiento, y efectuó el lanzamiento.

Las llamas chisporrotearon en la oscuridad, y la luz de la antorcha pareció a punto de extinguirse cuando ésta tocó el suelo, pero se recuperó y danzó de nuevo con fuerza. Nuressa se adelantó para obstruir la abertura con su cuerpo y de este modo impedir el paso, y preguntó con sencillez:

—¿Trampas?

—Ninguna cerca de la entrada —respondió Amandarn—, y no da la sensación de que vayamos a encontrar ninguna. Sin embargo... no me gustan esas runas. Se puede ocultar cualquier cosa en las runas.

—Muy cierto —convino el enano en voz baja—. ¿Estás satisfecha, Nessa? ¿Te apartaras y nos dejarás entrar o piensas jugar a ser una puerta cerrada hasta el anochecer?

La guerrera le dedicó una mirada asesina, pero luego se hizo a un lado en silencio y le cedió el paso con un majestuoso ademán.

Folossan bajó la cabeza y pasó al interior a toda velocidad, aunque sin atreverse a lanzar un grito triunfal. Pegado a él, entró el normalmente sombrío Iyriklaunavan, que avanzaba apresuradamente con la túnica arremangada para evitar un tropezón; lo que menos deseaba era dar un traspié y caer al interior de una tumba donde podía ocultarse cualquier clase de serpiente o adversario.

Amandarn los siguió a poca distancia. Nuressa observó cómo pasaban junto a ella a toda velocidad y sacudió la cabeza. ¿Acaso pensaban que esto era una especie de excursión?

Fue tras ellos con más cautela, sin dejar de mirar a su alrededor en busca de puertas que pudieran cerrarse y aprisionarlos, trampas que Amandarn pudiera haber pasado por alto, incluso adversarios al acecho, que hubieran pasado inadvertidos hasta el momento...

—¡Por todos los dioses en sus tronos relucientes! —exclamó Folossan, desde algún punto por delante de ellos. Convirtió la exclamación en una lenta y mesurada acumulación de temor, que pareció resonar por toda la oscura tumba durante un instante antes de que algo se lo tragara.

Nuressa se abrió paso fuera de la luz diurna, espada en mano. Sería muy propio de ellos no advertirle sobre cualquier peligro que acechara.

La estancia, de techo muy alto, estaba polvorienta y oscura, y la antorcha se consumía lenta y lúgubremente en su centro. Había un espacio con una especie de dibujo circular sobre las baldosas del suelo, enmarcado por cuatro columnas lisas de piedra negra que se elevaban vertiginosamente desde el pavimento hasta el invisible techo.

Lejos de las mortecinas llamas se veían unos oscuros peldaños coronados por lo que no podía ser más que el féretro de alguien poderoso e importante... o de un auténtico gigante, de tan enorme que era la imponente piedra negra moteada de verde esmeralda y decorada con runas doradas que centelleaban al compás de la palpitante luz de la antorcha. Dos braseros vacíos más altos que la mujer flanqueaban la plataforma, y sobre ésta colgaban los polvorientos bordes de lo que parecía una cortina de malla pero que, bajo la capa de polvo, podía ser cualquier cosa que pudiera actuar a modo de tela, suspendida en la más total inmovilidad del lejano y apenas visible techo.

Pero no era la tumba lo que contemplaban atónitos el rudo mago elfo, el asombrado enano y el infantil ladrón. Era otra cosa situada un poco más cerca, y por encima de sus cabezas. Nuressa le dedicó una mirada penetrante, que luego paseó por todo el sepulcro, en busca de alguna otra entrada o peligro al acecho. Nada de ello se ofreció a la punta de su reluciente espada, por lo que la apoyó en el suelo y se unió a la contemplación general.

Sobre ellos, a unos quince metros del suelo, colgaba lo que parecía ser un espantapájaros pero que en una ocasión debía de haber sido un hombre. Distinguieron dos desgastados tacones de bota, flotando en el vacío, y más arriba un bulto del tamaño de una persona de un polvo gris tan espeso que parecía pelo, unido al techo y a las paredes por perezosos y polvorientos filamentos de telarañas, al parecer tan gruesos como sogas.

—Creo que eso fue un hombre alguna vez —murmuró Iyriklaunavan, expresando lo que todos pensaban.

—Sí, pero ¿qué lo sujeta ahí arriba? —inquirió Folossan—. Seguro que no son las telarañas... aunque yo no distingo nada más.

—Pues entonces es magia —manifestó Nuressa de mala gana, y todos asintieron en lento y solemne acuerdo.

—Alguien que murió en una trampa o un duelo de hechizos —dijo Amandarn en voz baja—, ¿o un guardián, que lleva todos estos años esperando, dormido o no muerto, la aparición de alguien como nosotros?

—No podemos arriesgarnos —le indicó el elfo con sequedad—. Podría ser un mago, y está por encima de nosotros, donde nadie puede ocultarse de él. Retroceded, todos.

La banda de aventureros sin nombre se movió en cuatro direcciones distintas, cada uno tomando su propio camino de retroceso por la estancia, cada vez peor iluminada. Folossan rebuscó en sus voluminosas bolsas en busca de otra antorcha, en tanto que Iyriklaunavan alzó las manos como si recogiera aire entre ellas, murmuró algo, y luego las separó.

Algo se estremeció y brilló entre aquellas manos durante un instante antes de lanzar un fogonazo de una intensidad capaz de abrasar la mirada, y atravesar el oscuro vacío como una espada chisporroteante. El conjuro hendió el aire y todo lo que allí había, para ir a golpear con violencia lo que colgaba de lo alto y provocar una espesa lluvia de polvo asfixiante.

Terrones de pelusa gris se desprendieron como nieve derritiéndose en las ramas altas y repiquetearon por todas partes mientras los cuatro aventureros tosían y retrocedían tambaleantes.

Algo parpadeó a poca distancia, en distintos lugares, y, mientras se esforzaban por eliminar el polvo que los cegaba y poder ver, los cuatro aventureros no pudieron evitar advertir dos cosas por entre el polvo arremolinado: los pies enfundados en botas seguían exactamente donde habían estado, y los parpadeos eran destellos intermitentes que recorrían veloces las cuatro columnas de arriba abajo.

—¡Se mueve! —gritó de improviso Iyriklaunavan—. ¡Se mueve! Voy a...

El resto de la frase se perdió en el repentino retumbo rechinante que estremeció las baldosas bajo sus pies. La luz que recorría las columnas se convirtió de repente en un resplandor que se reflejó en las cuatro armas nerviosamente alzadas, y los revestimientos de piedra de las columnas resbalaron hasta el suelo, dejando a la vista aberturas tan altas como los pilares.

Algo ocupaba aquellas oquedades, vagamente percibido al mortecino resplandor de los rojizos rescoldos de la antorcha. Folossan se lanzó sobre la antorcha y, tosiendo entre las nubes de polvo con cada aspiración, sopló con fuerza sobre ella. Apretó una antorcha nueva sobre la antigua y sopló sobre el punto de contacto.

Entretanto, sus compañeros observaban con suspicacia lo que ocupaba los canales que recorrían longitudinalmente las columnas. Se trataba de algo pálido y refulgente que se retorcía en las aberturas como gusanos sobre un cadáver. Blanco nacarado aquí, de tonos pardos allí, como arroz brillando bajo una salsa transparente pero que se fuera expandiendo hacia el exterior, como doblándose y desperezándose tras un prolongado encierro.

La nueva antorcha llameó, y bajo su brillante luz Nuressa vio suficiente para estar segura.

—¡Lossum, sal de ahí! —chilló—. ¡Todos! ¡Retroceded, fuera de aquí, ahora!

Había distinguido claramente cómo una piel pálida se replegaba hacia atrás para dejar al descubierto un ojo gris verdoso. Y luego vio otro, y un tercero. ¡Eran bosques de pedúnculos!

Y las únicas criaturas que conocía que tenían innumerables ojos sobre pedúnculos eran los observadores, los mortíferos ojos déspotas de las leyendas. También los otros conocían tales relatos y corrían ya hacia ella por entre el polvo que se iba depositando, abandonada toda idea de saquear la tumba y salir de allí con sacos repletos de riquezas.

Mientras la guerrera observaba, los ojos se abrieron y cobraron vida detrás de los aventureros que huían, y empezaron a concentrar su atención.

—¡Rápido! —aulló ella, y aspiró tanto polvo al hacerlo que sus siguientes palabras sonaron como un graznido—. ¡Corred... o moriréis!

Un resplandor circundó de repente un ojo, luego otro... y estalló en haces de luz dorada que atravesaron la cortina de polvo, hendiéndola como si fuera humo, para chamuscar los talones de Folossan en su huida y la pared situada junto a Iyriklaunavan. Amandarn pasó raudo junto a Nuressa, presa del pánico, y la guerrera se aplastó contra el muro para no impedir el paso a sus otros dos compañeros que huían. El elfo y el enano pasaron con estrépito por su lado, entre farfulladas maldiciones, pero ella mantuvo los ojos fijos en los pilares: cuatro columnas de ojos despiertos y alertas que miraban en su dirección ahora, mientras alrededor de muchos de ellos se formaban malignos fulgores.

—Dioses —jadeó la mujer, aterrorizada. Ojalá se quedaran ahí fijos, incapaces de seguir...

Uno de los ojos proyectó un haz de luz roja contra Nuressa, y ésta se agachó al instante, mientras una oleada de chispas estallaba en el filo de su espada de combate. Un repentino calor le abrasó la palma de la mano, y una docena de rayos dorados hendieron el polvo tras ella, que arrojó entonces el arma hacia atrás, por encima de su cabeza, fuera de la estancia, al tiempo que giraba para huir a toda velocidad tras la espada. Nuressa se arrojó al frente en busca de cobijo en el preciso momento en que algo estallaba cerca de su oreja derecha como un retumbo. Se inició entonces una intensa e implacable lluvia de piedras.

Resultaba extraño encontrarse de pie en el aire, en lugar de sobre sólida piedra o sintiendo la leve blandura de la hierba bajo las botas. En una seca y polvorienta oscuridad... Por los dulces besos de Mystra, ¿dónde se encontraba?

Los recuerdos fluían a su alrededor como un río; lo habían cobijado durante tanto tiempo de la locura que ahora no obedecían a su voluntad. Sintió un hormigueo en las extremidades. Un poder muy fuerte lo había golpeado con violencia, momentos antes. Habían lanzado un conjuro contra él; por lo tanto, debía de haber un enemigo cerca.

Sus ojos, tanto tiempo secos y paralizados en una misma posición, se negaban a girar en sus cuencas, por lo que tuvo que girar la cabeza. El cuello resultó estar anquilosado y fijo en su postura, de modo que volvió los hombros, girando todo el cuerpo, mientras las paredes desfilaban despacio junto a él, y el polvo se desprendía de su cuerpo en volutas, ristras y grandes terrones.

Las paredes se movían... Descendía, bajaba por el aire, liberado de... ¿qué?

Algo lo había atrapado allí, no obstante su astuta idea de andar por el aire para evitar trampas y hechizos guardianes. Algo se había valido de la magia para mantenerlo flotando y sujeto como si estuviera esposado, y lo había inmovilizado en la oscuridad.

Sin duda había transcurrido mucho tiempo.

Sin embargo, algo había roto el hechizo trampa y lo había despertado. No estaba solo, y descendía quisiera o no, en dirección a... ¿qué?

Agudizó la mirada y descubrió ojos que lo miraban desde todas partes. Ojos malévolos, dispuestos en columna de pálidos pedúnculos que danzaban y se balanceaban con lenta elegancia mientras observaban su descenso, envueltos en crecientes resplandores.

¿Alguna rara especie de observador? No, algunos de los tallos eran más oscuros, o más robustos, o más gruesos que otros; desde luego, eran pedúnculos de observadores, pero habían salido de observadores distintos, y aquellos resplandores no significaban nada bueno para él.

Se sentía aún curiosamente... indiferente. Como si no fuera real, como si no estuviera allí sino que siguiera flotando en el torrente de recuerdos que lo bautizaban como... Elminster, el Elegido —o, al menos, uno de los Elegidos— de Mystra, la dama de ojos negros, señora de toda la magia. Ah, la calidez y el inmenso poder del fuego plateado que fluía por ella y fuera de ella, brotando de su boca, lo inundó y efectuó su terrible y estimulante recorrido rugiente y abrasador por cada centímetro de su ser, rezumando por la nariz, orejas e incluso las puntas de sus dedos.

Se produjeron nuevos estallidos y llamaradas de luz, y Elminster fue presa de renovados dolores. Su garganta reseca intentó rugir, sus manos arañaron con desesperación el aire, y sus tripas parecieron arder y al mismo tiempo ser livianas y libres.

Bajó la mirada y descubrió un fuego plateado que rugía y chisporroteaba a su alrededor, derramándose incansable de su estómago junto con algo pálido, ensangrentado, y viscoso que sin duda eran sus propias entrañas. Centelleó una nueva llamarada, y un dolor insoportable marcó la pérdida de sus cabellos y la punta de una oreja en el lado derecho de la cabeza.

Presa de cólera y sin detenerse a pensar, Elminster atacó, barriendo el aire con fuego plateado que, en su recorrido hasta los forcejeantes pedúnculos, destruyó y desperdigó un buen número de rayos mágicos enemigos.

Los ojos se disolvieron entre guiños y lágrimas, envueltos en inútiles descargas de centelleantes fogonazos. El no perdió tiempo en contemplar su destrucción, sino que se volvió para apuntar a otro pilar y abrasar su columna de pedúnculos desde la cabeza a los pies.

No sabía qué magia protegía aquellos pedúnculos cortados, pero el fuego de Mystra podía destrozar todas las Artes, y tanto la carne viva como la no muerta. Elminster giró para quemar otra columna de ojos enfurecidos; seguía descendiendo, con las tripas colgando frente a él, y a cada rayo de fuego plateado algo situado más allá de las columnas enviaba una llameante respuesta. Rayos de mortífera magia procedente de los ojos empezaron a atacarlo con energía ahora, si bien eran abatidos por el divino fuego de Mystra. El furioso chisporroteo y el sonoro rugido de tanta magia desatada llenaban la sala como una terrible tormenta invernal que sacudía los miembros largo tiempo inactivos del mago.

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