La Tentación de Elminster (24 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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Algo que refulgía con una pálida y ondulante luz espectral se encontraba en lo alto de la escalera; algo enorme, amenazador y, sin embargo, indeterminado. Una criatura que era todo zarpas y fauces, tentáculos cambiantes y mandíbulas llenas de afiladas púas. Una criatura amenazadora y letal, que se introdujo en la sala con una lentitud casi perversa.

Yintras Bedelmrin contempló cómo la muerte iba en su busca, flotando sobre hechizos de protección que deberían haberle seccionado las extremidades con sólo tocarlas, y tragó saliva, estremecido.

Sintió un relámpago en su interior, a modo de recordatorio, y de repente Yintras echó la cabeza atrás, aspiró con fuerza y gritó con toda la fuerza y autoridad de que fue capaz:

—Azuth me sirve de coraza, y no temo a ninguna entidad. Márchate, seas lo que seas. ¡Márchate de aquí para siempre!

El anciano hechicero dio un paso en dirección a la criatura llena de garras, con los rayos saltándole aún de un brazo al otro. Un resplandor espectral se elevó bajo la apariencia de una amenazadora cortina de zarpas y tentáculos extendidos; pero, mientras lo hacía, aquel mismo resplandor parpadeaba, se estremecía y oscurecía. Empezaron a abrirse agujeros en su dilatada sustancia, agujeros que crecían con ella.

Con aterradora rapidez la entidad se expandió hasta elevarse casi hasta el techo, alzándose amenazadora ante el hombre de la túnica remendada. Yintras se quedó inmóvil observándola, sin saber qué hacer y, por lo tanto, sin hacer nada.

Algo fatal para un aventurero, e igual de malo en el caso de los hechiceros. Se acobardó, sabedor de que la muerte podía llegarle en cualquier momento, horrorizado ante la idea de que podía abrazarla cuando podría haber escapado a ella... sólo haciendo lo que debía hacerse, o alguna cosa.

Unas zarpas intentaron agarrarlo en una horrible arremetida en masa que le impidió darse cuenta de que un tentáculo al que habían crecido afiladas púas y fauces de largos colmillos se arrastraba sigiloso por la oscuridad para atacarlo por detrás y desde el suelo.

Un rayo restalló con un resplandor blanco en el aire de la sala de los hechizos y se esfumó casi al instante; cuando sus llorosos ojos recuperaron la visión, el mago vio que había dejado una neblina gris que centelleaba débilmente mientras se revolvía, encogida, en el aire juntó a la puerta.

Yintras aspiró con fuerza e hizo una de las cosas más valerosas y estúpidas de toda su vida hasta aquel momento. Dio un paso en dirección a la neblina, rió con sorna, dio otro paso, y alzó los brazos a pesar de la carencia de rayos y de cualquier sensación de emanación o acumulación de poder.

La bruma se encogió sobre sí misma como si fuera a enfrentarse a él, y se espesó hasta convertirse en una masa pequeña pero sólida, como un escudo alzado que se convirtiera poco a poco en algo amorfo. El anciano hechicero dio un nuevo paso, y la extraña neblina pareció estremecerse.

El mago extendió una mano como si fuera a agarrarla, y, en medio de una repentina ráfaga de aire helado y un tintineo que parecía el sonido de diminutas campanas, la neblina se transformó en una masa arremolinada y desapareció por la puerta en un instante, dejando tras de sí un lúgubre rugido.

Yintras la vio desaparecer y se quedó contemplando el lugar ahora vacío que ésta había ocupado antes durante un largo rato. Cuando por fin consideró que realmente se había ido, cayó de rodillas otra vez para expresar su agradecimiento, aunque todo lo que consiguió proferir fueron sollozos, en un precipitado torrente que se sintió impotente para detener.

Se arrastró al frente en la oscuridad sobre las rodillas e intentó al menos dibujar el nombre de Azuth. Entonces se quedó paralizado por la sorpresa y el asombro. Allí donde habían caído sus lágrimas, las velas volvían a encenderse una tras otra por sí solas, en una silenciosa y creciente hilera de calor oscilante.

—Azuth —consiguió por fin musitar—, ¡te doy las gracias!

Todas las velas se apagaron de golpe, y luego volvieron a encenderse a la vez. Yintras se arrodilló en su centro, tocado por la gloria y agradecido por ello. La tristeza adornaba también los extremos de su regocijo, y bajo todo aquello se sentía vacío, totalmente agotado. Acarició las marcas emborronadas de tiza que habían sido el contorno de una mano, y se echó a llorar como un niño.

8
El trono partido

Un trono es una recompensa por la que las gentes mezquinas y crueles pelean a menudo. Sin embargo, en las mañanas soleadas no es más que una silla.

Ralderick Soto Venerable, bufón

Cómo gobernar un reino, desde los torreones al estercolero,

publicado aproximadamente en el Año del Pájaro Sangriento

Una sombra se proyectó sobre las páginas que Elminster leía con el ceño fruncido. No necesitó levantar la vista para saber quién era, incluso antes de que un mechón de relucientes cabellos negros como ala de cuervo se desplazara sobre dibujos y anotaciones borrosos.

—Aprendiz —dijo Dasumia junto a su oído, con tonos melodiosos y dulces que hicieron que el mago se irguiera alarmado—, ve a buscar el
Orbrum, el Prospaer sobre horrores sin nombre
, y el
Volumen de los tres candados
que están en mi mesilla de noche en la Cámara Azul, y tráemelos a la Sala de la Galería. Quítate todo objeto que lleves puesto o transportes que posea el más mínimo duomer, o peligrará tu vida.

—Sí, mi señora ama —murmuró El, alzando los ojos para encontrarse con los de ella. Parecía extraordinariamente severa, pero no se percibía ningún atisbo de cólera o maldad en sus ojos cuando se encaminó a grandes zancadas hacia una puerta que casi nunca se abría, pasó al otro lado, y la cerró con energía a su espalda.

El chasquido de su cerradura coincidió con la súbita conciencia por parte de Elminster de que tenía que preguntarle qué hacer con el guardián de la Cámara Azul. El hechizo de su cerradura sin duda podría romperlo —¿se trataba de una prueba?—, pero tendría que eliminar al guardián si quería llevar a cabo algo que requería tanto tiempo como para cruzar la habitación, recoger tres libros, e intentar salir con ellos... o sería el otro quien lo eliminaría a él.

Según le había contado ella en una ocasión, si mataba al guardián, pequeñas entidades malignas quedarían liberadas de espejos, esferas y encuadernaciones de libros repartidos por todo el castillo, y podrían hacer estragos durante meses antes de conseguir volver a capturarlas todas y hechizarlas para que obedecieran. Meses de tiempo desperdiciado por los que ella lo recompensaría con tormentos de la misma duración... y Elminster ya había probado las torturas de la dama Dasumia.

Su castigo predilecto parecía ser obligarlo a recoger a gatas cosas que ella había roto a conciencia, de modo que cada movimiento significaba un dolor lacerante, pero en ocasiones —más a menudo en los últimos tiempos, a medida que el Año de las Doncellas Brumosas abandonaba la primavera para acceder al verano— ella prefería atar a su aprendiz a una correa de eterna curación para luego apuñalarlo una vez tras otra con una fina espada untada de veneno, y un cuchillo hecho con espinos salvajes tan largos como su antebrazo, sumergidos en un ácido que disolvía la carne. A la mujer parecía divertirle oír gritar.

El llevó a cabo estas reflexiones en los pocos segundos que necesitó para atravesar la habitación y abrir la puerta por la que había pasado Dasumia. Al otro lado se encontraba el Corredor Largo, un pasillo tachonado alternativamente de cuadros y ventanas ovaladas. Era un puente volante cubierto situado a una altura de veinte hombres sobre un patio de adoquines, que unía las dos torres más altas del castillo. Desde que, en una ocasión, dos anteriores aprendices de la dama habían decidido que el lugar era perfecto para un duelo y se habían matado el uno al otro entre llamaradas mágicas que habían puesto en peligro las dos torres contiguas, la dama había hecho que el corredor impidiera toda actividad mágica: su mismo aire apagaba y eliminaba todo hechizo, de modo que Dasumia no podía hacer otra cosa más que recorrer a pie su considerable extensión; él tendría tiempo más que suficiente para llamarla antes de que...

Abrió la puerta de golpe, abrió la boca para hablar... y contempló en asombrado silencio un corredor oscuro, sin vida, y totalmente vacío.

Incluso aunque la hechicera hubiera sido el más veloz de los mensajeros-corredores calishitas, y hubiera abandonado toda dignidad para echar a correr como una loca en cuanto se cerró la puerta, en estos momentos no habría conseguido llegar más que a la mitad del pasillo. Sencillamente no habría tenido tiempo suficiente para nada más. Tal vez había anulado el conjuro eliminador de magia sin molestarse en decírselo. A lo mejor...

Frunció el entrecejo y conjuró una luz, ordenándole que apareciera en el centro del corredor. La invocación fue muy sencilla y se realizó a la perfección... pero ninguna luz se encendió. El pasillo seguía estando muerto para la magia.

Sin embargo, no se veía ni rastro de la dama Dasumia. Elminster se apartó de la puerta muy pensativo.

Utilizó los muchos hechizos protectores de innumerables capas que su ama había colocado en la Cámara Azul para urdir un hechizo de laberinto, modificado, que atrajera al guardián —un menudo y entusiasta torbellino con tres colas en forma de aguijón de púas, zarpas desgarradoras, y un carácter bastante antipático— a «otro mundo» durante un buen rato. El mago consiguió salir y llegar al vestíbulo, con la puerta bien cerrada a su espalda y los libros bajo el brazo, antes de que el ser obtuviera su libertad entre siseos enfurecidos.

Por dos veces las telarañas le acariciaron el rostro durante el apresurado recorrido por el Corredor Largo, indicando que su señora ama no había pasado por allí últimamente... desde luego no apenas diez minutos antes.

Las puertas de la Sala de la Galería estaban abiertas, y una humareda salpicada de estrellas se elevaba al exterior en un suave remolino; la dama había tejido un hechizo escudo para proteger el castillo. Esto iba a ser una prueba, entonces, o un duelo en serio. Sostuvo los libros apilados ante él al entrar, y murmuró:

—Aquí estoy, mi señora ama.

Los libros se liberaron de sus manos para flotar en dirección a la galería, y desde su elevada posición Dasumia indicó con suavidad:

—Cierra las puertas y atráncalas, aprendiz.

El echó una veloz mirada a lo alto mientras se volvía hacia las puertas. La mujer se había puesto una máscara, y sus cabellos se agitaban alrededor de los hombros como movidos por el viento. Unas esferas mágicas notaban sobre su cabeza y también detrás de ella; Elminster vio que gran parte de sus joyas colgaban en una, y que los libros se encaminaban hacia otra. Allí estaba a punto de liberarse una magia poderosa.

Acomodó la barra y aseguró sus cadenas sin prisas, para darle el tiempo necesario para estar perfectamente preparada. Cuando uno se enfrenta a los conjuros de una hechicera que puede destruir a voluntad, es mejor no darle motivos de enojo.

Cuando se volvió de nuevo hacia el interior de la habitación, el último resplandor mágico se había oscurecido hasta convertirse en una hilera de luces que relucían alrededor de la baranda de la galería; ahora ya no veía a la hechicera, que se encontraba en algún punto por encima de él.

—Ya es hora, Elminster, de que ponga esto a prueba. Defiéndete como puedas... y responde con intención de matar, no con suavidad.

Una luz surgió de improviso desde lo alto: una luz blanca y abrasadora que cayó sobre él procedente del rostro, corpiño y manos ahuecadas de su señora. ¿Se habría enterado de sus engaños?

Ya tendría tiempo de averiguarlo más tarde... si vivía para disfrutar de un «más tarde». Urdió una mano vórtice para atraparla y volver a lanzarla contra ella, pero tuvo que arrojarse a un lado cuando su furia resultó demasiado poderosa para su defensa, e hizo pedazos su vórtice en una furibunda explosión que provoco efímeros fuegos en diferentes puntos del suelo de la sala. El atrapó uno con un hechizo y se lo arrojó a la mujer, con la esperanza de estropear otra invocación. El fuego parpadeó mientras se hundía lejos del blanco, pero su breve resplandor le mostró a Dasumia de pie tan tiesa como un palo, con unas varitas mágicas plateadas agitándose a su alrededor; varitas que se convirtieron en cadenas restallantes al liberarse de ella con un chasquido y abalanzarse sobre él.

El mago saltó por la estancia, para obtener la ventaja de los pocos segundos que necesitarían para darle caza, y unió las manos para lanzar un detonador de hechizos que las hizo añicos. Se había colocado e inclinado de forma que pudiera escupir el fuego sobrante de su hechizo hacia la galería, en tanto se preguntaba durante cuánto tiempo podrían servirle su docena más o menos de hechizos defensivos o versátiles contra el poder acumulado de la magia de la mujer.

En esta ocasión, una parte de su hechizo la alcanzó; la oyó lanzar una exclamación ahogada, y vio cómo echaba la cabeza hacia atrás, la melena ondeando, en el llameante momento en que su escudo mágico se debilitó bajo la potencia de su abrasador y desgarrador ataque.

Entonces vislumbró el centelleo de sus dientes al sonreír, y sintió el primer frío susurro del miedo. Ahora sí que sentiría dolor, si ella conseguía romper sus defensas y derribarlo. Y más tarde o más temprano —probablemente más temprano— ella lo derribaría.

Rayos púrpura salieron disparados del negro vacío desde una docena de lugares a lo largo de la barandilla del balcón, y alancearon la sala, rebotando aquí, allí y por todas partes. Elminster tejió un veloz hechizo coraza, pero aun así sintió un dolor abrasador por encima de un codo y en el muslo opuesto... y se estrelló tan dolorosamente sobre el suelo de piedra, que se mordió la lengua con un gruñido para no gritar. Su cuerpo rebotó y se retorció impotente mientras los rayos lo atravesaban; luchaba por respirar ahora, no para tejer hechizos ni idear tácticas. No obstante, tal vez los restos de su desmoronada y casi desvanecida coraza podrían usarse para devolver los rayos, pues ella no había dedicado ni un minuto a crearse otro escudo.

El mago se arrastró y rodó, a ciegas y presa de un dolor insoportable, intentando salir del abrasador torrente de rayos y colocarse en un lugar donde pudiera recuperar el aliento y conseguir que sus extremidades le obedecieran.

Un creciente silbido justo por encima de su cabeza indicó al mago que su coraza había sobrevivido, y podía desviar rayos con suma eficacia. La obligó mentalmente a descender hasta su cabeza, para acabar con el rayo que lo tenía atrapado, y luego la deslizó a un lado al tiempo que rodaba para permanecer bajo su sombra.

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