Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Ilgrist bajó la mirada hacia el cuerpo de Belundrar, consumido ya por las llamas, y murmuro:
—Convertido en una ruina humeante. Un auténtico patriota... ¿y veis lo que ha conseguido, al final? ¡Vamos, amables señores! Ofreced vuestra sumisión. Seré el nuevo rey de...
—¡Jamás! —tronó el barón Hothal—. ¡Prefiero morir antes que permitir que tal...!
—Pues como queráis —manifestó Ilgrist con una torcida sonrisa.
Realizó un gesto apenas perceptible con dos de sus dedos, y el aire se llenó de improviso con el chasquido y siseo de disparos de ballestas, procedentes de la guardia real situada en las galerías del piso superior, cuyos rostros estaban blancos e inexpresivos.
Algunos guerreros gimieron, intentaron arrancarse inútilmente las saetas hundidas en rostros o gargantas, y cayeron al suelo. Otras ballestas, ocultas hasta entonces, escupieron su respuesta, empuñadas por muchos de los soldados de los barones desperdigados por la sala. El destocado Hothal se bamboleó, con la cabeza atravesada por innumerables proyectiles, y se desplomó de costado.
También el barón Maethor habría probado igual número de letales proyectiles volantes de no haber poseído una barrera invisible propia que desviaba todas las dagas y saetas que se le arrojaban. Muchos de sus hombres, que iban desprovistos de armadura, perecieron, pero otros cargaron al frente para hundir dagas en los rostros de los guardas acorazados de Hothal o corrieron escaleras arriba para obtener sangrienta venganza en la guardia real de Galadorna.
La sala se convirtió en un frenesí de cuchilladas y estocadas, el retumbar de las carreras de los soldados con armadura, y alaridos, demasiados alaridos. Se produjo un nuevo alboroto en dos de las puertas que conducían a la sala del trono, cuando soldados reales empuñando alabardas se abrieron paso hasta el interior. Casi a continuación, un brillante fogonazo acompañado de un gran estruendo sacudió la habitación aun más que el rayo anterior y dejó a los aturdidos hombres parpadeando y sin visión.
En medio de los resonantes ecos de la explosión, que había transformado a un grupo de los mejores caballeros del barón Hothal en un número igual de ensangrentados restos de armadura incrustados en los desgarrados paneles de madera, el mago de la corte gritó:
—¡Quietos... todos vosotros! ¡Quietos, os digo!
Plebeyos, guardas del trono, y los hombres de Maethor que quedaban con vida, con su señor en el centro, se volvieron todos para mirar al hechicero. El círculo de fuego que rodeaba a Ilgrist había desaparecido, y el mago señalaba al otro extremo de la estancia.
Señalaba a lord Tholone, quien, con el cuerpo quemado y destrozado, forcejeaba entre convulsiones para sentarse erguido, las piernas apenas unos restos retorcidos. El noble volvió unos ojos ciegos y desesperados hacia los que lo contemplaban y movió durante un buen rato unas mandíbulas que ya habían babeado demasiada sangre antes de que los temblorosos labios pronunciaran las siguientes palabras de un modo horrorosamente desprovisto de inflexión:
—Rendid pleitesía al rey Ilgrist de Galadorna, como lo hago yo.
El cuerpo se desplomó como un muñeco de trapo, momentos antes de reventar en medio de una explosión que salpicó a muchos de los guerreros supervivientes, uno de los cuales refunfuñó:
—¡Fueron las artes mágicas las que dijeron esas palabras, no Tholone!
—¿Sí? —inquirió Ilgrist con suavidad, en tanto que la retorcida y ennegrecida corona de Galadorna abandonaba los escombros para volar hasta su mano—. Y, si así es, ¿qué piensas hacer?
Enderezó la corona con una repentina exhibición de fuerza, y unas invisibles manos mágicas le quitaron el manto de mago de la corte de los hombros, que cayó al suelo descuidadamente mientras él daba un paso adelante, se colocaba la abollada corona sobre la frente, y anunciaba en voz alta:
—Que todos los galadornios se arrodillen ante su nuevo rey. Gobernaré Galadorna con el nombre de Nadrathen, un nombre que he llevado mucho más tiempo que el de «Ilgrist». ¡Inclinaos!
El conmocionado silencio fue roto por los crujidos y chirridos de varios soldados al arrodillarse torpemente. Uno o dos de los hombres de Maethor se arrodillaron; uno recibió un rápido navajazo en la espalda por parte de uno de sus compañeros y cayó de bruces en medio de un borboteo.
El rey Nadrathen contempló sonriente al grupito de hombres espléndidamente ataviados y, dirigiéndose al que estaba en el centro, dijo:
—¿Y bien, Maethor? ¿Perderá Galadorna a todos sus barones en este día?
Se escuchó un crujido a su espalda, Nadrathen se volvió y retrocedió en un mismo movimiento, gracias a unas magias protectoras que le levantaron los pies del suelo y lo condujeron flotando con cuidado un paso atrás, y se quedó boquiabierto.
El manto del mago de la corte de Galadorna, que él mismo había dejado caer momentos antes, volvía a alzarse del suelo, para colgar vertical como si lo llevara un hombre bastante alto.
Ante las miradas de asombro de la corte, un cuerpo hizo su aparición en el interior del manto; un hombre de nariz aguileña y cabellos negros que lucía ropajes vulgares y una leve sonrisa.
—¿Sois Nadrathen —preguntó—, a quien llamaban el Elegido Rebelde?
—Da la casualidad de que soy el rey Nadrathen de Galadorna —fue la fría respuesta que recibió—. ¿Y quién resulta que eres tú? ¿La sombra de un mago de la corte del pasado?
—Me llamo Elminster... y, por la Mano de Azuth y la Misericordia de Mystra, os desafío a un duelo de hechizos, aquí y ahora, en un círculo de mi...
—Vaya, por todos los dioses caídos —suspiró Nadrathen, y una llamarada negra surgió de repente de sus manos con un rugido y, tomando la forma de un grueso cilindro, se precipitó contra el recién llegado.
«Muere, y no alteres más mi coronación —dijo el nuevo rey de Galadorna al repentino infierno de llamas negras que estalló allí donde fue a caer su hechizo. Soldados cuchicheantes empezaron a ocultarse por toda la sala, agazapados tras columnas y barandillas o arrastrándose hasta las puertas para salir de allí.
Llamas negras se alzaron ululantes hacia el techo... y desaparecieron. El hombre con el manto de mago de la corte seguía igual, con la excepción de que ahora tenía una ceja enarcada en expresión de mofa.
—¿Experimentáis alguna aversión hacia las reglas del combate o los círculos defensivos? ¿O acaso teníais prisa por remodelar esta parte de vuestro castillo?
Nadrathen empezó a maldecir... y de repente se pusieron a llover bloques de piedra alrededor de ambos, cayendo desde la nada, para estremecer la sala con sus atronadores aterrizajes. Fragmentos de piedras salieron despedidos por todas partes al resquebrajarse el suelo, y más soldados huyeron despavoridos.
Ninguna piedra golpeó ni a Nadrathen ni a Elminster; le tocó el turno ahora al Elegido Rebelde de enarcar las cejas sorprendido.
—Vienes bien protegido —concedió de mala gana—. Ulmimber, o como sea que te llames, ¿sabes lo que soy?
—Un archimago de gran poder —respondió el otro con tranquilidad—, nombrado por la misma Mystra como uno de sus Elegidos... y que ahora se ha vuelto perverso.
—Yo no me volví perverso, hechicero estúpido. Soy lo que siempre he sido; Mystra supo desde el principio cómo era. —El rey de Galadorna contempló a su desafiador con aire sombrío, y añadió—: ¿Sabes cuál va a ser el resultado de nuestro duelo?
El tragó saliva, hizo intención de asentir, y luego de repente sonrió de oreja a oreja.
—¿Vais a matarme a base de charla?
—¡Se acabó! —gruñó Nadrathen—. Has tenido tu oportunidad, idiota, y ahora...
El aire sobre sus cabezas se oscureció de improviso y se llenó de una horda de flotantes figuras espectrales sin rostro, encapuchadas y ataviadas con túnicas, que se desvanecían después de abalanzarse y clavar unas afiladas espadas fantasmales en el mago de nariz ganchuda.
Cada vez que las espadas atravesaban a Elminster, se hundían sin derramar sangre ni encontrar resistencia, y se transformaban en hilillos de humo y chispas que arrastraban con ellos a los que las empuñaban.
Nadrathen se quedó boquiabierto por el asombro; cuando por fin consiguió articular palabra, éstas surgieron entrecortadamente.
—Tú debes de ser un Elegi...
Detrás del supuesto rey de Galadorna, inadvertida para ambos magos combatientes, una mano femenina de largos dedos había hecho su sigilosa aparición, surgiendo del respaldo, todavía sólido y erguido, del roto Trono del Unicornio. Los largos y flexibles dedos se movieron, y uno de ellos apuntó a la espalda del desprevenido Elegido Rebelde.
Los ojos de Nadrathen parecieron a punto de salirse de sus órbitas durante un instante antes de que todos sus relucientes huesos salieran despedidos a la vez por la parte delantera de su cuerpo. Tras ellos, una informe masa sanguinolenta de carne cayó pesadamente al suelo, rociando de sangre las botas de El y el trono.
Elminster dio un salto atrás, a punto de vomitar, pero los huesos y el horrible charco en que se había convertido Nadrathen ardían ya, consumidos por llamas de un brillante tono plateado, en tanto que los presentes chillaban llenos de repugnancia y temor por toda la sala. El observó un hilillo plateado que se elevaba en línea recta desde aquellas llamas para atravesar el techo y abrirse paso más allá.
No llegó a ver cómo la luz del sol penetraba con fuerza en la sala del trono desde las alturas, pues en aquellos momentos retrocedía tambaleante hasta caer violentamente de rodillas, mientras una magia que no era la suya se acumulaba en su interior, para circular como un torrente por todo su cuerpo, estremecido y lloroso.
El barón Maethor tragó saliva. No osaba aproximarse a la gran hoguera que había sido el «rey» Nadrathen, pero el hechicero que lo había desafiado estaba de rodillas vomitando a ciegas llamas plateadas sobre el suelo humeante. Todavía podría liberarse a Galadorna de magos excesivamente ambiciosos.
—Entrégame tu arma —murmuró a un ayudante sin mirarlo, al tiempo que extendía la mano. Un lanzamiento sería suficiente, si...
Una alta y esbelta figura femenina salió de detrás de la hoguera; por entre las aberturas de su túnica, negra como la noche, se alcanzaban a ver sus muslos desnudos y unas negras botas altas y centelleantes..
—Me parece que gobernaré Galadorna —anunció Dasumia, melosa, mientras las motas azules de la magia revoloteaban aún en una de sus manos—. Ascenderé a mi trono en este Año de las Doncellas Brumosas; en este mismo instante, de hecho. Y tú serás mi senescal, Elminster de Galadorna. Levántate, mago de la corte, y tráeme la lealtad de esos caballeros y barones supervivientes... o un órgano interno de cada uno; lo que ellos prefieran.
El gobernante sensato deja tiempo entre audiencias y paseos para la recepción de dagas... por lo general en la espalda real.
Ralderick Soto Venerable, bufón
Cómo gobernar un reino, desde los torreones al estercolero,
publicado aproximadamente en el Año del Pájaro Sangriento
El fuego gruñía y siseaba, y el delgado elfo de negra túnica retrocedió tambaleante, entre gemidos. El choque número trescientos aproximadamente de Ilbryn Starym con los hechizos protectores de fuego que rodeaban el castillo de la dama no había salido demasiado bien. El poder de la mujer seguía siendo demasiado grande, incluso en su ausencia... y ¿dónde, por los Árboles Perpetuos, estaba ella?
Suspiró, contempló con rabia las oscuras y esbeltas torres que se alzaban tan altas sobre su cabeza en el firmamento crepuscular, y...
Estuvo a punto de ser derribado de bruces por un potente y repentino golpe. Giró en redondo para enfrentarse al siniestro guardián que lo había atacado, y descubrió las botas en retirada de uno de los magos ridículos que estaban acampados también fuera de las murallas de la fortaleza de Dasumia.
—¡Barast! ¡Escucha! —El grito excitado del Beldrune flotó hasta el furioso elfo.
Tabarast levantó la vista de una hoguera que no conseguía encender, sacudiéndose los dedos chamuscados, y preguntó con cierta irritación:
—¿Qué sucede ahora?
—Estaba efectuando una visualización mágica de Nethrar —jadeó Beldrune del Dedo Torcido—, como me indicó el sueño, y ¡tengo noticias! La dama Dasumia acaba de hacerse con el trono y ha nombrado al Elegido su senescal. ¡Elminster es el mago de la corte de Galadorna ahora! Ilbryn contempló la espalda del apresurado mago unos instantes, y luego emprendió una grácil carrerilla que lo condujo rápidamente junto a Beldrune. Extendió el brazo, agarró un trémulo hombro cubierto con una elegante seda color burdeos acuchillada y plisada, y le espetó:
—¿Qué?
Obligado a girar de cara a unos llameantes oíos elfos por unos dedos que parecían garras de acero, Beldrune refunfuñó:
—¡Suelta, orejas largas! ¡Tienes dedos que parecen mandíbulas de lobos!
—¿Qué es lo que has dicho? —inquirió Ilbryn sacudiéndolo.
Tabarast empezó a rebuscar en una bolsa que llevaba colgada del cinto, dejó caer una lluvia de pequeños objetos centelleantes, y alzó uno entre dos dedos, farfullando algo.
Una lanza de reluciente nada se materializó en el aire y salió despedida al frente, certera y tan veloz como un rayo. Acertó al elfo justo en las costillas, y destruyó su escudo mágico en una cascada de diminutos y caprichosos chisporroteos al tiempo que lo levantaba del suelo. Ilbryn chocó brutalmente contra un árbol phandar, y algunas costillas se partieron como ramas secas trituradas en la mano de un guardabosque. El desdichado sollozó y dio boqueadas, intentando respirar, mientras el hechizo lo mantenía inmovilizado contra el tronco. De haberse tratado de una lanza auténtica, habría quedado partido en dos... pero tal información no le proporcionaba excesivo consuelo. Contempló casi suplicante a los dos magos humanos por entre rojas brumas de dolor.
Tabarast observó al mago elfo inmovilizado casi con pena y meneó la cabeza.
—El problema con los elfos jóvenes es que poseen toda la arrogancia de los de más edad, pero nada para respaldarla —comentó—. Ahora, Beldrune, habla en voz bien alta para que este jovencito irreflexivo pueda oírte. ¿Qué es lo que has dicho?
Curthas y Halglond permanecían muy tiesos y quietos, igual que sus picas, pues sabían que la ventana del torreón de su señor daba a aquella zona de las almenas... y que a éste le gustaba mirar por ella a menudo en las noches de luna y contemplar tranquilidad, no el centelleo de los guardas removiéndose en sus puestos.