La Tentación de Elminster (54 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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—Seguid andando —indicó con suavidad—. Yo iré justo detrás.

A pesar de la flotante amenaza de la Señora Suprema a su espalda, los cinco Hechizos Pavorosos aminoraron cautelosos el paso mientras ascendían la última elevación arbolada situada ante las ruinas. Seguir avanzando sin inspeccionar antes el terreno podía significar una muerte rápida... y un retraso podía tal vez asegurarles que el pozo estuviera vacío de peligrosos hechiceros.

—Cuidado —murmuró Elryn, en cuanto escuchó el crujir del cuero que indicaba que la Hermana Pavorosa Klalaera se inclinaba al frente para descargar su látigo sobre los hombros de alguien, probablemente los suyos—. No hay necesidad de que nadie tenga que luchar solo en la refriega. Si trabajamos unidos...

—Ahórrate esos lindos discursitos, Elryn —le espetó la mujer—. ¡Cierra el pico y ve delante! No hay nada entre nosotros y las ruinas excepto un par de tocones de árbol, mucha leña inútil, vuestros propios temores y...

—Nosotros —murmuró una voz melodiosa; una voz elfa, cuyo propietario se alzó del otro lado de la elevación, sosteniendo entre ambas manos una espada de madera sin vaina—. Pasear por los bosques hoy en día entraña muchos peligros —añadió Quiebraestrella—. Mi amigo, por ejemplo.

El mago humano Umbregard apareció de detrás del montículo justo tras aquellas palabras y obsequió a los sharranos con una breve sonrisa. Sostenía una varita en cada mano.

—¡Matadlos! —ordenó la Señora Suprema.

—Bueno —dijo Quiebraestrella con un suspiro teatral—, si insistís... —La magia brotó de él entonces como una rugiente marea que se llevó con ella los rayos de las varitas, conjuros sencillos, y las vidas del forcejeante Hrelgrath y el atónito Vaelam.

Femter chilló y huyó a ciegas de vuelta hacia los árboles, hasta que la magia invisible de Klalaera lo detuvo en seco como si un dogal le acabara de rodear el cuello, y lo obligó a girar en redondo, revolviéndose y gimoteando, para reanudar el lento avance bamboleante hacia la refriega.

Rayos de luz acuchillaban y combatían en el revuelto aire mientras Elryn y un Daluth vociferante intentaban acabar con el mago elfo, y Umbregard usaba sus propias varitas para desbaratar y desviar sus ataques.

Daluth lanzó un grito de dolor cuando un rayo errante dejó al descubierto el hueso de su hombro, carne, tendones y ropas consumidos en un instante. Retrocedió tambaleante uno o dos pasos, más o menos al mismo tiempo que Umbregard caía de espaldas con un gruñido y una lluvia de chispas, dejando al elfo solo ante los sharranos.

La Suprema Señora de los Acólitos exhibió su sonrisa más fría y cruel, que se amplió cuando el conjuro protector de Quiebraestrella se oscureció, parpadeó, y empezó a encogerse bajo los rayos y explosiones que surgían de las varitas de los Hechizos Pavorosos.

—No sé quién eres, elfo —observó la mujer, casi afable—, ni por qué decidiste cruzarte en nuestro camino, pero es muy probable que resulte una decisión fatal. Puedo eliminarte ahora mismo con un hechizo, pero preferiría obtener unas cuantas respuestas. ¿Qué lugar es éste? ¿Qué magia se oculta aquí que hace que valga la pena que pierdas la vida por ella?

—Lo único que me sorprende más de los humanos que esa costumbre suya de dividir el hermoso Faerun en diferentes «lugares», en el que ninguno parece tener nada que ver con el siguiente —repuso Quiebraestrella con la misma tranquilidad que si se encontrara conversando con un viejo amigo ante un vaso de vino de luna—, es su necesidad de refocilarse, amenazar y fanfarronear en las batallas. Si de verdad puedes matarme, hazlo, y no me marees. De lo contrario...

Dio un salto en el aire mientras lo decía, dejando que los ataques sharranos destrozaran los tocones y helechos en que había estado, y transformó su escudo protector en una red de energía mortífera que cayó sobre la Señora Suprema.

Ésta se retorció en el aire, entre sollozos y rugidos, hasta que sus desesperadas órdenes mentales consiguieron arrastrar al enloquecido Femter hasta allí para colocarse debajo de ella. Entonces la mujer arrojó sus propias defensas —y el ataque del elfo, que seguía carcomiéndolas— sobre el indefenso Hechizo Pavoroso, en una letal catarata que lo convirtió en una titubeante masa ciega de sangre y huesos al descubierto.

Las articulaciones de Femter Deldrannus se quebraron, y el hombre fue en busca de su último y eterno abrazo con la tierra, sin que nadie le hiciera caso. Ni siquiera había tenido tiempo de gritar.

Una Señora Suprema sin aliento empezó a dar vueltas en el aire a medida que su conjuro de vuelo se desvanecía.

Elryn, por su parte, profirió un alarido victorioso cuando los proyectiles de su varita acertaron por fin a Quiebraestrella e hicieron girar al elfo sobre sí mismo en medio de un enjambre de aguijoneantes proyectiles. Umbregard intentaba alzarse, el rostro convulsionado por el dolor, mientras contemplaba cómo su amigo se veía sitiado.

Daluth apuntó a quemarropa al mago humano con su varita, por encima de los cuerpos humeantes de sus caídos compañeros, y esbozó una sonrisa en dirección al horrorizado humano.

Entonces giró en redondo y lanzó sobre la Hermana Pavorosa Klalaera todo el poder que la varita que empuñaba era capaz de proyectar.

La varita se deshizo en su manos, dejándolo con las manos vacías, en tanto que el látigo que toda la Casa de la Noche Sagrada odiaba y temía tanto ardía de un extremo a otro y salía disparado por los aires en dirección a los árboles, arrojado por un cuerpo convulso vestido de cuero negro que se desmoronaba en un montón de restos humeantes...

... para a continuación volver a erguirse, rodeado de chisporroteantes llamas negras. El rostro que había pertenecido a Klalaera se agitó y onduló bajo unos ojos muertos y fijos al tiempo que sus labios tronaban:

—¡Daluth, morirás por eso!

La voz era espesa y rugiente, pero los dos Hechizos Pavorosos supervivientes la reconocieron; Elryn giró incluso la cabeza, abandonando la tarea de destrozar el cuerpo del mago elfo, cada vez más ennegrecido.

—Quedas expulsado del favor de Shar. ¡Muere sin amigos, falso sacerdote! —tronó la Dama Tenebrosa Avroana, a través de unos labios que no eran los suyos.

El proyectil de fuego negro que vomitó el cuerpo de la Señora Suprema barrió entonces al hechicero sacerdote renegado, así como a un enorme árbol que tenía detrás y un tocón que los empequeñecía a ambos, estremeciendo todo el bosque a su alrededor y arrojando a Elryn al suelo.

El último Hechizo Pavoroso seguía esforzándose por ponerse en pie cuando el desmadejado cuerpo de Klalaera, chorreando todavía negras llamas, flotó al frente.

—Ahora quitémonos de encima a magos entrometidos, tanto humanos como elfos, y...

La esfera de fuego púrpura que surgió de la nada para estrellarse contra lo que quedaba de la Señora Suprema la hizo pedazos y salpicó los árboles circundantes con jirones de cuero negro.

—Ah, idiota, ésa es una de las cosas de la que ninguno de nosotros se podrá deshacer jamás —indico una nueva voz a la menguante y cada vez más desinflada esfera de negro fuego que flotaba donde había estado Klalaera.

Elryn contempló boquiabierto al humano que estaba de pie sujetando un humeante amuleto medio deshecho, mientras una negra capa se arremolinaba a su alrededor.

—Faerun siempre tendrá magos entrometidos —añadió el recién llegado, mirando al moribundo montón de llamas con lúgubre satisfacción—. Como yo, por ejemplo.

Elryn concentró todas sus energías en abalanzarse sobre este nuevo adversario, y, balanceando con furia el mazo que llevaba al cinto, dio un salto en el aire para añadir todo su peso al golpe.

Sin embargo, su objetivo no estaba allí para recibir el ataque del metal, y el recién llegado deslizó un cuchillo en la garganta del sacerdote casi con delicadeza al tiempo que se colocaba detrás del último de los Hechizos Pavorosos, y decía con toda educación:

—Tenthar Taerhamoos, archimago de la Torre del Fénix, a tu servicio... para la eternidad, según parece.

Sintiendo que se asfixiaba con algo helado que se resistía a salir de su garganta, mientras el hermoso entorno de árboles y sombras moteadas se oscurecía a su alrededor, Elryn descubrió que no podía responder.

Un fuego purpúreo estalló sobre el altar de Shar con un repentino molinete, chamuscando el cuenco de vino negro allí depositado. El acólito elegido sostuvo en alto el reluciente cuchillo que iba ser apagado en el vino y continuó con fervor el cántico de su plegaria, sin saber que los estallidos de fuego purpúreo no formaban parte de aquel sagrado ritual.

Tan absorto estaba en el fluir de las palabras de su conjuro que ni siquiera vio cómo la Dama Tenebrosa de la Casa se tambaleaba y caía ante él sobre el altar, con las extremidades envueltas en llamas púrpura. El vino siseó y chisporroteó bajo su cuerpo mientras ella se debatía, boca arriba, y contemplaba con fijeza el negro círculo bordeado de morado que adornaba el techo abovedado sobre su cabeza. Avroana seguía arqueando el cuerpo e intentando recuperar aliento suficiente para chillar, cuando la oración llegó a sus últimas y triunfales palabras... y el cuchillo descendió con fuerza.

Con ambas manos el acólito guió la hoja consagrada, mientras las runas de sus oscuros lados palpitaban y brillaban, para hundirla en el corazón del cuenco, justo en el centro... del pecho de la Dama Tenebrosa Avroana.

Sus ojos se encontraron cuando el acero penetró hasta la empuñadura, y Avroana tuvo tiempo de contemplar cómo un júbilo triunfal aparecía en los ojos del acólito junto con el horror provocado por la comprensión de su error, antes de que todo se oscureciera para siempre para ella.

Jadeante, Quiebraestrella consiguió incorporarse sobre un brazo, el rostro crispado de dolor. Unas enormes ampollas supurantes le cubrían todo el costado izquierdo, excepto donde la carne derretida relucía en balanceantes gotitas y ristras de tendones chamuscados. Umbregard se acerco medio tambaleante medio a la carrera hasta él, intentando no mirar al archimago de la Torre del Fénix, su enemigo de tantos años.

El temor a lo que Tenthar podía hacer, de pie tan cerca de su espalda, estaba claramente escrito en el rostro de

Umbregard cuando éste se arrodilló junto a Quiebraestrella y, con sumo cuidado, conjuró sobre el malherido elfo el hechizo curativo más poderoso que conocía. No era un clérigo, pero incluso un estúpido comprendería que si no se prestaba ayuda a su amigo éste no viviría durante mucho tiempo.

El mago elfo se estremeció en los brazos de Umbregard, pareció relajarse un poco, y luego respiró con más facilidad, los ojos entrecerrados. Su costado seguía teniendo el mismo aspecto, pero los órganos —sólo parcialmente ocultos bajo las horribles heridas abrasadas— ya no estaban contraídos y humeantes. No obstante...

Una mano se abrió paso junto a Umbregard; los dedos relucían con brillo curativo, y se posaron sobre el costado de Quiebraestrella. El resplandor lanzó un fogonazo, el elfo se estremeció, y los últimos fragmentos de algo que había colgado de una cadena alrededor del cuello del archimago cayeron convertidos en polvo, que se llevó el aire. Tenthar se incorporó apresuradamente y retrocedió, llevándose la mano al cinturón.

Umbregard levantó los ojos hacia la varita sobre la que se había cerrado aquella mano y preguntó a su propietario:

—¿Va a haber violencia entre nosotros?

—Cuando todo Faerun está en juego —respondió el mago sacudiendo la cabeza—, hay que dejar a un lado las enemistades personales. Creo que he madurado lo suficiente para dejarlas a un lado definitivamente. —Le tendió la mano—. ¿Y tú?

Elminster permaneció arrodillado sobre la fría piedra mientras aquella masa reptante llena de tentáculos se iba acercando más y más. Con una naturalidad casi indolente, un largo tentáculo moteado de azul y marrón se alargó hasta él y se arrolló a su garganta. Heladas llamaradas de temor le recorrieron la espalda, y El tembló mientras el tentáculo se cerraba con más fuerza.

—Mystra —musitó a la oscuridad—, yo...

Un recuerdo de cómo había sostenido a una diosa en sus brazos mientras volaban por el aire le vino a la mente de forma inopinada, y sacó fuerzas del orgullo que ello despertaba en su interior, reprimiendo el temor.

—Si debo morir bajo estos tentáculos, que así sea. He tenido una buena vida, y mucho más larga y mejor que la mayoría.

A medida que su miedo se disolvía, también lo hacía el resbaladizo monstruo, hasta deshacerse por completo, aunque se aferró a él como una humareda pegajosa durante unos instantes antes de que una repentina luz cayera sobre él. El volvió la cabeza en dirección al origen de aquella luz... y sus ojos se abrieron desmesuradamente.

Lo que sus ojos le habían dicho que era probablemente una pared desnuda de piedra, si bien el manto de oscuridad dificultaba poder verlo con claridad, era ahora una enorme entrada en forma de arco. Al otro lado se veía una estancia inmensa repleta de relucientes monedas de oro, magníficas estatuas y gemas: literalmente barriles repletos de relucientes gemas.

Elminster contempló todo aquel resplandor y se limitó a encogerse de hombros; sus hombros apenas habían vuelto a su posición original, cuando la cámara del tesoro se oscureció y se desvaneció junto con todas sus riquezas, tras lo cual una trompeta sonó clamorosa a su espalda.

Giró en redondo y se encontró con otra estancia enorme, magnífica y bien iluminada. En ésta no había tesoros, sino una multitud de gente; realeza, a juzgar por sus brillantes ropajes, coronas y rostros orgullosos. Reyes humanos y emperadores con aspecto de reptil y cubiertos de escamas se mezclaban con seres marinos que boqueaban en el aire, y todos ellos se apretujaban al frente para depositar sus coronas y cetros a sus pies, murmurando infinitas variaciones de la frase: «Me entrego junto con todas mis tierras, gran Elminster».

Numerosas princesas se despojaban ahora de sus vestidos cubiertos de joyas para entregárselos junto con ellas mismas, y se postraban en el suelo para aferrarse a sus tobillos. Notó el contacto de sus dedos ligeros sobre su cuerpo, y contempló innumerables ojos que lo miraban con adoración, temor reverencial y anhelo; luego cerró los suyos con fuerza unos instantes para hacer acopio de la fuerza de voluntad necesaria.

Cuando los volvió a abrir, al cabo de una eternidad, fue para decir con voz clara y firme:

—Mis disculpas, y no es mi intención ofender con mi negativa, pero... no. No puedo aceptaros ni a vosotros, ni nada de esto.

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