Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
—Nosotros, mi señor, somos libres de vivir tranquilamente en la Aguja Sur, efectuando conjuros, siempre y cuando no perjudiquen o hagan daño a nadie de esta hacienda, siempre que lo deseemos... o podamos hacerlo. Tú, Thess, recibes doscientas mil piezas de oro; es ése el motivo de que todas estas buenas personas estén aquí; y, además, toda la leña que necesitemos, y una docena de venados al año, listos para comer.
Sin decir una palabra, Hulder Phelbellow depositó una saca sobre la mesa auxiliar, que aterrizó con un sonoro tintineo de monedas. Whaendel el carnicero le siguió, y luego, uno a uno, todos los demás; las sacas se amontonaron hasta llegar a la pared, mientras la mesa crujía a modo de protesta.
—Pero... —Arunder tenía los ojos desorbitados—. No podéis tener oro suficiente, ¡ninguno de vosotros!
Su dama se reunió con él en medio de un elegante revuelo de verdes ropajes, y posó una mano consoladora sobre su brazo.
—Tienen alguien que les financia, Thess. Ahora da las gracias amablemente. Tenemos que hacer las maletas... o tendrás que ponerte mis vestidos.
—Yo... yo...
La mano de la mujer, hasta entonces amable, se hundió con fuerza en sus costillas.
—Señores míos —dijo Arunder tragando saliva—, no sé cómo daros las gracias...
—Thessamel —repuso Phelbellow jovial—, acabáis de hacerlo. Recibid también nuestras gracias... y que os vaya bien en la Aguja Sur, ¿de acuerdo?
Arunder seguía tragando saliva cuando los comerciantes salieron uno tras otro, entre risitas. Su retirada dejó al descubierto al hombre que había permanecido tranquilamente sentado detrás de ellos durante todo aquel tiempo; el tenue resplandor de la magia jugueteaba sobre el desenvainado sable que descansaba sobre sus rodillas. El arma se encontraba en las enormes manos velludas del famoso guerrero Barundryn Harbright, cuya sonrisa, mientras se incorporaba y miraba directamente a los ojos del hechicero, era de una gelidez invernal.
—Volvemos a encontrarnos, Arunder.
—¡Tú...! —El rugido del mago estaba lleno de odio.
—Ahora eres mi inquilino, mago, de modo que ahórrame las acostumbradas maldiciones y los escupitajos. Si me enojas lo suficiente, te sujetaré bajo el brazo y te llevaré hasta el arroyo donde juegan los niños, y azotaré tu trasero hasta que se vuelva rojo como un pimiento. Tengo entendido que eso no afectará en absoluto a tus conjuros. —Una enorme mano de dedos romos se agitó como si tal cosa en el aire frente a la nariz de Arunder.
—¿Qué? ¿Quién...? —El hechicero parpadeó alarmado.
—¿... Me lo dijo? —Harbright alzó la barbilla en una sonrisa afectuosa dirigida más allá del hombro de Arunder.
El Señor de los Conjuros giró en redondo a tiempo de ver la sonrisa felina de Faeya antes de que ésta desapareciera por la puerta por la que ambos habían llegado.
Lord Thessamel Arunder lanzó un gemido y, conteniéndose para no prorrumpir en un enfurecido llanto, se volvió para huir de todo aquello; pero se vio obligado a frenar en seco, con un chillido asustado, al encontrarse frente a frente con el filo de la resplandeciente espada de Harbright.
Sus ojos se alzaron despacio y de mala gana, del acero que le cerraba el paso hasta el fornido y gigantesco guerrero que lo empuñaba. Había algo parecido a la lástima en los ojos de Barundryn Harbright cuando rugió:
—¿Cómo es que los hechiceros, tan inteligentes como son, son tan lentos para aprender las lecciones de la vida?
La espada barrió el aire hacia el suelo y a un lado, en busca de su vaina, y una manaza firme se posó sobre el estremecido hombro del hechicero.
—Los magos viven más tiempo, Arunder —dijo el guerrero con suavidad—, si consiguen resistir sus más atractivas tentaciones.
Los sharranos empezaban a sudar ya, debido a la tensión de apuntar y mantenerse firmes mientras el Arte que empuñaban iba taladrando piedras vetustas y tierra, para matar a las criaturas que se encontraban debajo. Elryn vio cómo Femter realizaba una mueca de dolor y se sacudía de un dedo los trozos humeantes de un anillo, en tanto que Hrelgrath arrojaba al suelo su tercera varita y Daluth volvía a guardar un cetro sin fuerza en su cinturón.
—Es suficiente —vociferó Elryn, agitando las manos—. ¡Es suficiente, Hechizos Pavorosos de Shar! —Tenía que salvarse algo por si se tropezaban con otros enemigos... o por si quedaba todavía algo con vida allí abajo.
Los sacerdotes convertidos en hechiceros volvieron la cabeza en medio de la repentina paz para contemplarlo parpadeantes, casi como si hubieran olvidado quiénes eran y dónde estaban.
—Tenemos una sagrada tarea, Hermanos Siniestros —les recordó su jefe, permitiendo que percibieran el pesar en su voz—, y no se trata de hacer desaparecer tierra y piedras en unas ruinas abandonadas en medio de un bosque. Nuestra presa es el Elegido; ¿cómo le va?
Tres cabezas atisbaron por entre la arremolinada nube de polvo; luego los cinco miraron al fondo del pozo donde todo había empezado, donde el polvo no era más que unos pocos jirones ondulantes. Había cascotes allí abajo, y...
Uno de los sharranos lanzó un grito de incredulidad.
El Arpista que había afirmado ser Azuth los miraba con calma desde abajo, de pie más o menos en el mismo sitio en el que estaba cuando habían iniciado su andanada de proyectiles. Los tres ancianos, que seguían contemplándolo atónitos, permanecían a su lado. Tanto él como ellos, como el suelo alrededor del fondo del pozo, parecían intactos.
—¿Habéis acabado? —les preguntó con voz tranquila, mirándolos con ojos de un uniforme gris tormentoso.
Elryn sintió un nudo de frío terror que se formaba en su garganta y descendía despacio hasta la boca de su estómago, pero Femter rugió:
—¡Shar, acaba con ese hombre! —y sacó una varita de su cinturón.
Antes de que Elryn o Daluth pudieran detenerlo, el joven sacerdote se inclinó sobre el pozo y gruñó la palabra que envió una llamarada hacia la penumbra del fondo, directamente hacia el rostro alzado del hombre de los ojos grises.
El Arpista no se movió, pero su boca se abrió mucho más de lo que hubiera debido abrirse una boca humana, y las llamas penetraron en su interior. Se estremeció unos segundos cuando todo el fuego se hundió en sus entrañas. Los tres ancianos que lo rodeaban dieron un traspié, lo que pareció indicar que alguna clase de magia los mantenía bajo su control, moviéndolos cuando él se movía.
Instantes después la bola de fuego estalló con un sordo retumbo, pero el Arpista permaneció inmóvil con una expresión indiferente en el rostro mientras el humo surgía de sus orejas.
Dirigió a los sharranos que lo observaban una mirada de censura y comentó:
—Le hace falta un poco de pimienta.
Los Hechizos Pavorosos echaron a correr como almas en pena entre alaridos incluso antes de que Azuth bajara la cabeza y volviera a mirar al otro lado de la destrozada caverna en dirección a Elminster.
—Lo digo en serio —dijo solemne—: Debes librarte de ella.
—No... puedo —repuso el mago, jadeante, clavando la mirada en los oscuros ojos de Saeraede, mientras ésta se erguía sobre él como una especie de serpiente gigantesca que se enrrollara a su cuerpo con enormes y tirantes anillos.
—Y nunca podrás —le musitó radiante, los fríos labios a pocos centímetros de los de él, de modo que el mago sintió su gélido aliento en el rostro cuando ronroneó—: Con los poderes de un Elegido y todo el poder que Karsus dejó aquí, puedo desafiar incluso a alguien como él.
Alzó la cabeza para dedicar a Azuth una furiosa mirada de desafío al tiempo que cerraba una mano gigantesca de sólida bruma alrededor de la garganta de El. Otros tentáculos de neblina se alzaron alrededor de ambos a modo de bosque protector, y azotaron las revueltas y destrozadas losas de piedra.
El último príncipe de Athalantar forcejeó por respirar entre sus garras, tan asfixiado que no podía ni hablar ni gritar, en tanto que la espectral hechicera transformaba tranquilamente la aguja más elevada de sus brumas en un exuberante y muy sólido torso humano, curvilíneo y letal.
A los delgados dedos les crecieron uñas parecidas a largas zarpas; cuando fueron tan largas como la mano de Saeraede, ésta las alargó casi con cariño hacia la boca del mago.
—Arrancaremos la lengua, creo —dijo en voz alta—, para impedir cualquier desagradable... Ah, pero espera un poco, Saeraede; querrás que te cuente unas cuantas cosas antes de que quede mudo...
Garras afiladas como cuchillas pasaron a apenas centímetros de distancia de la garganta de Elminster, firmemente contraída, para acuchillar el primer trozo de carne que encontrara al descubierto. Tras dejar un rastro de profundos cortes en el cuello del medio estrangulado mago, sacudió la sangre, que cayó en forma de gotitas y fue atrapada en las arremolinadas neblinas que formaban su cuerpo, y alzó jubilosa las ensangrentadas zarpas a la luz del sol.
—Ah, vuelvo a estar viva —exclamó Saeraede—, ¡viva y completa! Respiro, ¡siento! —Se llevó la mano a la boca, mordió sus nudillos, y extendió la mano en dirección al hosco avatar de Azuth para que viera cómo se agolpaba la sangre—. ¡Sangro! ¡Estoy viva!
Entonces lanzó un alarido, se tambaleó, y bajó la mirada, los oscuros ojos desorbitados por la incredulidad, hacia la humeante punta de espada empapada en sangre que acababa de reventar su pecho desde atrás.
—Hay gente que vive muchísimo más de lo que debería —dijo Ilbryn Starym con voz sedosa desde detrás de la empuñadura, mientras contemplaba con fruición los ojos del mago paralizado todavía entre las manos de Saeraede—. ¿No estás de acuerdo, Elminster?
Una puerta se abrió violentamente y se estrelló contra una pared totalmente recubierta de paneles de madera. Hacía años que la alta mujer de anchos hombros que ocupaba ahora el umbral, con ojos centelleantes de cólera, no había llevado la armadura que tanto odiaba; pero, mientras contemplaba furibunda la habitación, con su larga espada envainada junto a la cadera, tenía todo el aspecto de una guerrera.
En ocasiones Rauntlavon deseaba ser más apuesto, fuerte, y unos diez años mayor. Habría dado una fortuna para que una mujer tan espléndida como ésta le sonriera.
Sin embargo, en aquellos instantes ella no le sonreía precisamente. Lo contemplaba como quien ha descubierto una víbora en su bacín... y su solo consuelo era que no era él el único mago que se revolcaba por el suelo bajo su sombrío enojo; su señor, el mordaz elfo Iyriklaunavan, jadeaba sobre la magnífica alfombra de plumas de cisne a menos de un palmo de distancia.
—Iyrik, por todos los dioses —refunfuñó lady Nuressa—, ¿que ha sucedido aquí?
—Mi conjuro para ver a distancia salió mal —le respondió el elfo con otro gruñido—. De no haber sido por este muchacho, todos esos libros estarían en llamas ahora, ¡y estaríamos arrojando agua y corriendo con cubos para salvar la vida!
El rostro de Rauntlavon enrojeció como una tea cuando lady Nuressa se adelantó y lo contempló con una expresión algo más benévola.
—No... no fue nada, gran señora —tartamudeó.
—Maese Rauntlavon —repuso ella en tono afable—, un aprendiz jamás debería contradecir a su maestro en el arte de la magia... ni minimizar el juicio de ninguno de los cuatro señores del castillo.
Rauntlavon se tornó tan rojo como sus ropas y profirió las inmortales palabras:
—Eh..., oh, sí, ah..., yo, eh....
—Sí, sí, muchacho, lo has explicado de un modo admirable como de costumbre —dijo Iyriklaunavan sin darle importancia, rodando para apoyarse sobre los codos—. Ahora cierra el pico y echa una mirada por la habitación por mí: ¿hay algo que no vaya bien? ¿Algo roto, que desprenda humo, en llamas? ¡Arriba, pues!
Rauntlavon se irguió de un salto, bastante agradecido, pero mantuvo la atención más puesta en lo que dos de los cuatro señores del castillo decían. Todos habían sido aventureros gallardos y afortunados hacía menos de una década, y nunca se sabía de qué cosas excitantes podían hablar.
Bueno, esta vez no era nada referente a dragones apareándose.
—Bien, Iyrik —decía lady Nuressa con un ostentoso tono de resignación—, cuéntame exactamente por qué estalló tu hechizo para ver a distancia. ¿Se trata de uno de esos conjuros que sería mejor que no intentaras? ¿O acaso distrajo tu atención alguna núbil doncella elfa que viste mientras espiabas?
—Nessa —gruñó el elfo (Rauntlavon siempre había admirado el modo que tenía de parecer tan ágil, elegante y juvenil, y al mismo tiempo ser más tosco que cualquier enano), mientras se incorporaba y le dedicaba una mirada de reprobación—, esto es serio. Para todos nosotros, en todo Faerun. Deja de jugar a la pavoneante zorra guerrera por unos instantes y escucha... por una vez.
Rauntlavon se quedó helado, la cabeza hundida entre los hombros, mientras se preguntaba si la gente lograba sobrevivir a la furia desatada de la gran señora Nuressa cuando ésta se encolerizaba... y también con qué rapidez se percataría de su presencia y lo haría abandonar la estancia.
Con mucha, al parecer.
—Maese Rauntlavon —dijo la mujer con voz pausada—, puedes dejarnos ahora. Cierra la puerta al salir.
—Aprendiz Rauntlavon —intervino entonces su señor, con la misma voz pausada—, es mi deseo que permanezcas junto a nosotros.
El joven tragó saliva, aspiró con fuerza, y se volvió de cara a ambos, sin atreverse apenas a alzar la vista.
—N... no he encontrado nada mal en este extremo de la habitación —anunció, la voz más aguda y bastante más temblorosa de lo que él habría querido—. ¿Examino la otra mitad ahora... o más tarde?
—Ahora estaría bien, Rauntlavon —contestó la señora con voz aterciopelada pero preñada de amenaza—. Te ruego que procedas.
El aprendiz realmente se estremeció antes de inclinarse y farfullar:
—Como mi gran señora desee.
—Resulta maravilloso hacer que hombres y muchachos te teman, Nessa, pero ¿realmente te compensa por los años pasados bajo el látigo? ¿Se desquita la esclava huida esclavizando a otros? —La voz de su amo era cáustica; Rauntlavon intentó no mostrar su desconcierto. ¿La gran señora había sido una esclava? ¿Arrodillada desnuda bajo el látigo del esclavista, en medio del polvo y el calor? Dioses, pero él jamás...
—¿No crees que podríamos mantener en secreto mis anteriores profesiones? —manifestó ella casi con gentileza, si bien su siguiente frase fue casi un grito de guerra—. ¿O existe una apremiante necesidad de contárselo a todo el mundo?