La Tentación de Elminster (47 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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—Hrelgrath —ordenó Elryn—, sigue a Vaelam. Mantente agachado, y no hagas nada con precipitación. Ve ahora.

Cuando el segundo y sudoroso Hechizo Pavoroso desapareció en un abrir y cerrar de ojos hacia un lugar indeterminado, la flotante espada pareció estremecerse durante unos instantes, pero aparte de ello no se movió. Elryn la observó durante un tiempo, y luego indicó despacio:

—Femter, sigue a los otros.

De nuevo la espada permaneció donde estaba, y, cuando sólo quedaron Daluth y Elryn, el Hechizo Pavoroso mayor preguntó al más competente de sus camaradas:

—Por si algún hechizo nos impidiera volver jamás aquí, ¿hay alguna cosa en particular que debiéramos llevarnos?

—Harían falta años para examinar todo lo que hay aquí —respondió éste con un gesto de indiferencia—, e incluso entonces sólo conoceríamos unos pocos poderes de cada unos de estos objetos. Esto es totalmente... fantástico. Existe más magia aquí amontonada a nuestro alrededor de la que en mi opinión pueden reunir jamás todos los que adoran a la divina Shar, que son miles. Si tengo que llevarme una sola cosa... que sea aquel grupo de bastones, de allí. Cuatro bastones, creo yo; uno para cada uno de nosotros, y todos ellos seguro que contienen alguna clase de magia que podemos usar en una batalla. Si no logramos activarlos, al menos podremos hacernos pasar de un modo convincente por archimagos... durante un tiempo.

—Esperemos que ese tiempo sea lo bastante largo —asintió Elryn—, cuando llegue el momento. ¿Cogemos dos cada uno?

Tras dedicar a la flotante espada otra atenta mirada, se deslizaron con cautela junto a ella, y Daluth cogió los dos bastones bajo un brazo mientras sujetaba en el otro una varita que había encontrado antes. Las diademas curativas las había introducido a duras penas en su petate.

Elryn bajó la mirada hacia la desenfundada varita de su compañero, esbozó una sonrisa tirante, y recitó:

—«No hay que confiar en nadie excepto en la divina Shar.» —Mientras lo decía, alzó la varita que sostenía ya en la mano para que Daluth la viera.

—Esto estaba dirigido a peligros que pudiera encontrar después del teletransporte —replicó Daluth con cautela—, no a... peligros más próximos. —Su voz se tornó de pronto más aguda—: ¡Cuidado con la espada!

Elryn giró en redondo pero la espada seguía en su lugar. Se volvía aún cuando escuchó cómo Daluth añadía con calma «Karsus».

El jefe de los Hechizos Pavorosos saltó violentamente a un lado, por si Daluth hubiera sentido el irresistible impulso de disparar su varita, y fue a caer sobre un montón de ropas hechizadas. Mallas fulgurantes parpadearon bajo su cuerpo mientras resbalaba dolorosamente por ellas, moviéndose sobre una serie de afiladas puntas; con toda premura, Elryn gateó con energía hasta incorporarse, lanzó otra mirada a la espada, y comprobó que seguía inmóvil.

Paseó la mirada por la habitación, la bajó hacia las rojas pisadas que empezaban a desvanecerse adoptando un tono más parecido al de la sangre seca, y volvió a dirigir la mirada hacia la ropas sobre las que había caído. Sin duda aquello era un peto, como el que lucían las damas arrogantes. Levantó una prenda y luego otra, percibiendo cómo el hormigueo de una magia poderosa le recorría los dedos. Todos eran vestidos, con aberturas en las mallas bajo ornamentados corpiños.

Elryn de Shar contempló los hombros de uno, frunciendo el entrecejo meditabundo, y a continuación empezó a quitarse sus propias ropas. Sería mejor que se diera prisa si quería ser lo bastante rápido para impedir que los otros hicieran disparates, o, conociendo como conocía a aquel grupito, evitar que se fueran sin él. Forcejeando en la creciente penumbra mientras intentaba no perder de vista la espada que flotaba en las inmediaciones, Elryn se sintió agradecido por un instante de que no hubieran encontrado un espejo en el que pudiera contemplarse. Imaginaba la hilaridad de Avroana al presenciar su pelea con aquellas ropas tan extrañas para él; cuando por fin se colocó sobre la letra del suelo y, con un ojo puesto en la espada flotante, pronunció la palabra «Karsus», lo hizo con una especie de gruñido que recordaba casi un furioso juramento.

El humeante tocón de lo que sin duda había sido un viejo y enorme fosco daba mudo testimonio de la efectividad de algo que uno de los Hechizos Pavorosos más jóvenes había activado. Elryn lo contempló con una oscura cólera creciendo en su interior; pero, antes de que pudiera decir algo, Femter le entregó un anillo, muy excitado.

—¡Hermano Siniestro, mira! Este anillo... contra el mejor rastreador que el Hermano Daluth puede conjurar... ¡oculta por completo los rastros de toda magia que entre en contacto con su portador! Uno podría presentarse ante un rey armado para una guerra y atacar con total impunidad.

—Tales audaces estratagemas resultan a menudo más efectivas en las baladas que en la vida real —respondió Elryn con severidad—, sin mencionar la prudencia. —Buscó a Daluth y lo encontró sacando con cuidado una diadema tras otra de su petate.

—Ah —anunció satisfecho el cabecilla de los Hechizos Pavorosos—, una forma más sensata de pasar el rato. Curémonos todos; luego dedicaremos un poco de tiempo a examinar las varitas y los bastones antes de reanudar nuestro viaje hasta las ruinas.

Varios otros árboles resultaron afectados durante los siguientes instantes. Los objetos curativos demostraron poseer una utilidad superior a la de un solo uso; dos de los bastones resultaron no tener más hechizos de combate que la capacidad de escupir los rayos que los hombres denominaban «proyectiles mágicos», pero los otros podían liberar rayos de voraces llamas y explosivos estallidos de magia, y dos de ellos parecían capaces de absorber la magia de los objetos que tocaban e incluso, si se les ordenaba, los hechizos de los que los empuñaban para dar mayor fuerza a sus ataques más destructivos.

—¡Esto sí que es suerte! —dijo Vaelam riendo, tras convertir un indefenso y joven árbol de sombra en un montón de cenizas.

—¿Suerte? Fue la divina Shar quien nos condujo hasta este lugar, Hermano Siniestro —dijo Elryn con severidad, sabedor de que las sacerdotisas los observaban desde lejos—. Shar nos guía siempre... Harás bien en no olvidar eso jamás.

—Desde luego —se apresuró a asegurarle Vaelam; luego lanzó una alegre carcajada cuando el bastón que sostenía volvió a rugir... y otro árbol desapareció en medio de una llamarada. Unas serpentinas de humo cayeron sobre el mantillo de hojas del suelo.

—Vaelam de Shar —amonestó Elryn con sequedad—, detén esta destrucción inútil al momento. Preferiría que este bosque no se incendiara a nuestro alrededor, o todo druida o mago a cien kilómetros a la redonda aparecerá por aquí para combatirnos. ¿Has olvidado ya lo que le sucedió a Iyrindyl?

Vaelam hizo una mueca, pero pareció no poder dejar de acariciar y agitar el bastón, como un guerrero al que acaban de entregar una espada magnífica.

—Mis disculpas, Hermano Siniestro —dijo, avergonzado por la reprimenda—. Me... me vi atrapado en su poder. —Se lamió los labios, clavó el bastón con fuerza en el suelo, y añadió a modo de disculpa—: ¿Sabes lo tentador que resulta poder hacer pedazos todo lo que te irrita o se opone a ti?

—Sí, Vaelam, resulta que sí lo sé —respondió su jefe, y agitó la varita que empuñaba, apuntando al rostro de Vaelam de un modo apenas perceptible pero que atrajo la atención del joven. Al ver que Vaelam palidecía, el Hechizo Pavoroso mayor siguió en tono sombrío—: Es una de muchas tentaciones parecidas.

Le dedicó una tirante sonrisa y volvió a guardar la varita en el cinturón.

—Sí —añadió despacio, iniciando la marcha a buen paso en dirección a las ruinas—. Una de muchas.

Con lacónico gesto indicó a los Hechizos Pavorosos que lo siguieran, lo que hicieron de mala gana. Vaelam se detuvo para lanzar una nostálgica mirada a la losa de piedra y a los bosques situados más allá... y se encontró cara a cara con la fría mirada sonriente y el bastón apuntando hacia él de Daluth, que cerraba la retaguardia, vigilante.

Vaelam consiguió devolverle una sonrisa nada entusiasta, pero los ojos de Daluth mantuvieron su frialdad. El Hechizo Pavoroso superviviente más joven tragó saliva, dio media vuelta, e inició una lenta marcha hacia su destino.

—Veamos, este rizo de la hoja, por otra parte, indica que esto es un...

Quiebraestrella se detuvo en mitad de la frase y se enderezó repentinamente, estrellando casi la cabeza contra la de Umbregard. El mago humano se apartó como pudo de en medio al tiempo que el elfo extendía las manos.

Todavía teatralmente tieso con los brazos abiertos, el elfo de la luna echó la cabeza atrás y abrió la boca como si quisiera saborear el cielo.

Se hizo el silencio. Umbregard contempló a su aparentemente petrificado amigo durante lo que dio la impresión de ser un período de tiempo larguísimo antes de atreverse a llamarlo.

—Quiebraestrella...

—¿Acaso esperas que alguna otra persona se introduzca en este cuerpo sólo porque dejo de moverme? —fue el leve reproche que recibió, al tiempo que el elfo volvía la cabeza, giraba en redondo y sujetaba el brazo de Umbregard, todo en un único y ágil movimiento—. ¿Conoces alguna amenaza mágica que yo desconozca que arrebate los cuerpos?

—¿A... adónde vamos? —preguntó Umbregard en lugar de dar una respuesta, cuando el delgado elfo de la luna lo arrastró prácticamente por entre los árboles, mientras la media capa verde oscuro revoloteaba a su espalda.

—Donde se nos necesita y con urgencia —respondió Quiebraestrella casi distraídamente, instando al humano del que tiraba a iniciar un trotecillo.

—¿Y dónde... —Umbregard resoplaba ya, a pesar de que descendían por una ladera tapizada de helechos en lugar de ascender—... resulta ser eso?

—En un bosque casi tan viejo como éste, al otro lado de un brazo de mar —repuso Quiebraestrella, la voz tan tranquila y la respiración tan firme como si hubiera estado tumbado cómodamente sobre una hoja gigante en lugar de corriendo por el bosque, saltando sobre árboles caídos y raíces, y rodeando gigantes del bosque—. Un lugar del que los humanos no recuerdan ni el nombre.

—¿Por qué? —casi chilló el mago humano, corriendo más deprisa de lo que jamás había hecho en toda su vida, con el delgado elfo media zancada más veloz que él y amenazando con arrancarle el brazo de sitio.

—Los árboles se queman de improviso —respondió Quiebraestrella con el entrecejo fruncido—, como si les hubiera caído un rayo o una tormenta de fuego, cuando en el cielo no hay tal tormenta que pueda causar esos estragos. ¡Ya hemos llegado!

Se introdujeron entre dos árboles de sombra que parecían exactamente iguales, y que no crecían ni a un metro de distancia el uno del otro... y en algún punto de la penumbra existente entre ellos una neblina azul los arrancó del suelo y los arrojó lejos.

El siguiente paso que dio Umbregard fue en otro bosque distinto; uno más seco y desprovisto del canto de las aves y las correrías de los animales. Se quedó boquiabierto e intentó mirar a su espalda, pero en ese instante Quiebraestrella le soltó la mano y le sujetó la barbilla. Clavando la mirada en los ojos del humano desde apenas unos centímetros de distancia, el elfo de la luna murmuró:

—No hagas ningún ruido innecesario, y no llames a ninguna persona que veas... aun cuando sean antiguos amigos. Hummm; en especial si son viejos amigos.

—¿Por qué? —inquirió el otro, casi con desesperación; ¿por qué se había molestado en aprender a pronunciar otras palabras aparte de «por qué»?

—Vivirás más tiempo —respondió él, posando dos suaves dedos sobre los labios de su compañero—. Ése es el porqué.

La Torre del Fénix estaba oscura, fría y solitaria. Con su fortaleza rodeada por espesos matorrales de espinos, cascotes afilados, y una profunda sima cavada por sus gólems, Tenthar se sentía a salvo de cualquier intrusión excepto la de los aventureros más persistentes. Si uno de éstos aparecía, entonces él tendría que mostrarse muy experto en ocultarse... o morir.

El archimago de la Torre del Fénix hacía mucho tiempo que había pasado de una sensación de soledad a otra de hastío. Al fin y al cabo, ¿cuántas veces se pueden leer los antiguos y conocidos libros de hechizos que uno no se atreve a conjurar? Estaba cansado de descender penosamente a los sótanos en medio de la oscuridad para engullir champiñones como una especie de bestia de los sepulcros. En cuanto a eso, estaba más que harto de andar a todas partes en lugar de volar... y de no abandonar jamás la torre.

Todo lo que había visto de Faerun durante sus últimos paseos era el panorama que se dominaba desde sus ventanas. Vivía del amanecer al anochecer, sin atreverse a usar de modo baladí ninguno de los ocho preciosos cabos de vela que había encontrado; él, Tenthar Taerhamoos, que estaba acostumbrado a conjurar luz según sus necesidades, casi sin pensar. Una luz después del anochecer podría atraer la atención de aventureros o animales hambrientos e indicar que había alguien en la atrancada torre. No hacía ni dos días que había cerrado y atrancado los postigos justo a tiempo, para pasarse gran parte de lo que quedaba del día acurrucado tras ellos, con la boca seca por el miedo, escuchando cómo un peyton enfurecido batía las alas y acuchillaba con sus cuernos la vieja madera, mientras el mago confiaba en que pudiera resistir sus embates.

Si alguno de tales enemigos conseguía entrar en la torre, ¿qué podría hacer? No poseía una gran fuerza ni habilidad con las armas, y sus hechizos le fallaban constantemente ahora, a menos que los reforzara con el poder de su medallón, y éste perdía fuerzas con cada utilización.

Lo había invocado demasiado a menudo en los primeros días de su caos mágico, cuando estaba desesperado por averiguar qué era lo que sucedía y por qué. Ahora se limitaba a permanecer sentado en una penumbra constante aguardando a que la magia le obedeciera otra vez... o a que alguien consiguiera penetrar en la Torre del Fénix y lo matara.

Cada mañana Tenthar descendía a la despensa inferior, lanzaba un simple conjuro guardado en su memoria, y contemplaba con expresión hosca cómo las paredes de piedra se volvían moradas o empezaban a derretirse, o aparecía una disparatada exhibición de flores brotando de las paredes... o cualquier nueva idiotez que se le ocurriera a Mystra en ese momento. Cada mañana confiaba en que los hechizos regresaran a la normalidad y así poder reanudar su vida como archimago de la Torre del Fénix.

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