La Tentación de Elminster (46 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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—Algo escrito ¿qué dice...?

—Bueno, claro, no es más que una letra en realidad, pero tan larga como la altura de un hombre. ¡Es una ka!

—¡No! —exclamó sarcástico Femter—. ¿Es posible?

—Lo es, Hermano —confirmó Vaelam, que parecía realmente no percibir sus mofas.

—Muéstranosla —ordenó Elryn tajante, y elevó ligeramente la voz—. Hermanos, avanzad despacio, manteneos separados, y vigilad los árboles a vuestro alrededor. No quiero que estemos pegados unos a otros cuando alguien salga de su escondite. Si disponemos las cosas de modo que una bola de fuego pueda acabar con todos nosotros de golpe, un mago hostil tal vez no pudiera resistir esa oportunidad, ¿de acuerdo?

—Sí —murmuró Daluth.

Al mismo tiempo, alguien más —Elryn no pudo identificar a la persona— farfulló:

—Piensa en todo, nuestro Elryn.

Con siniestros pensamientos o sin ellos, los «hechiceros» de Shar llegaron sin incidentes a la losa de piedra que Vaelam había encontrado. Ésta yacía entre dos terraplenes cubiertos de musgo, recubierta casi por completo por montones de hojas muertas y podridas caídas durante innumerables años, pero la letra K se distinguía con claridad. La letra, profundamente grabada, se extendía a lo largo de más terreno del que ocuparía una de las recargadas sillas del templo; la losa parecía a la vez muy antigua y enorme.

Elryn se inclinó al frente, sin molestarse en ocultar su creciente excitación. Magia. Esto tenía que tener alguna relación con la magia, con magia poderosa, y magia era lo que habían ido a buscar allí.

—Descubridla toda —ordenó y se apartó prudentemente para observar.

La piedra resultó tener una longitud igual, o mayor, que la de un hombre tendido de espaldas Bien recto, y el doble de eso en anchura, además de tener —en el punto donde el terreno se hundía, a lo largo de sus bordes— al menos un grosor igual a la largura de una espada corta.

Cuando acabaron de destaparla, los sharranos contemplaron con fijeza la inmensa losa. Cuando el silencio se tornó incómodamente largo y los sacerdotes menores empezaron a lanzarse miradas de reojo entre sí, Elryn suspiró y anunció:

—Daluth, efectúa el hechizo que usan los hechiceros para poner al descubierto la magia. No veo nada que sirva para activar esto... pero debe de haber algo.

Daluth asintió e hizo lo que le decían, y Elryn se sintió tan perplejo como todo el resto cuando el sacerdote alzó la cabeza despacio y dijo:

—No hay magia alguna. Nada en la losa ni a su alrededor. Nada excepto las pocas cosas que llevamos, que se encuentran dentro del campo de acción del hechizo.

—Imposible —le espetó Elryn.

—Estoy de acuerdo —asintió el otro—, pero mi conjuro no puede mentirme, ¿no es cierto?

Mientras su jefe lo contemplaba con furia, se escuchó una ahogada exclamación conjunta de alivio —de respiraciones contenidas al soltarse— procedente de los otros miembros del grupo, y éstos se adelantaron decididos para colocarse sobre la losa como si ésta los hubiera llamado.

Elryn giró en redondo, y un grito de advertencia afloró a sus labios, un grito que murió antes de surgir. Los sacerdotes bajo sus órdenes se pasearon por encima de la piedra, la rascaron con los tacones de sus botas, saltaron y dieron vueltas, sin dejar de mirar a los árboles como si la losa fuera un mirador hechizado que les concediera alguna clase de visión especial. Pero de la losa no salieron rayos para matarlos, y ninguno de ellos cambió de aspecto ni mostró una expresión inusitada en el rostro.

En lugar de ello, uno por uno se encogieron de hombros e interrumpieron su actividad, hasta que Hrelgrath dijo lo que todos pensaban:

—Pero tiene que haber algo de magia aquí, algún propósito para esto... y no puede ser la tapa de una tumba, o se necesitaría un dragón para levantarla y bajarla.

—¿Y, sólo porque nosotros no tenemos tratos con dragones, nadie los tiene? —replicó Daluth enarcando una ceja—. ¿Y si esto fuera una especie de almacén construido por un dragón, para su propio uso?

—¿En medio de un bosque, justo en un espacio abierto y enterrado en el suelo, un lugar rodeado de roca? No obstante admitir que no sé gran cosa de wyrms, eso sigue resultándome muy raro —contestó Femter—. No, esto tiene todo el aspecto de ser cosa de hombres... o de enanos que trabajaban para hombres, o tal vez incluso de gigantes que supieran algo de albañilería.

—¿Y a qué o a quién se refiere la ka? —le gritó Vaelam—. ¿A un rey o a un reino?

—¿O a un dios? —intervino Daluth en tono quedo, y algo en su voz hizo que todas las miradas se volvieran hacia él.

—¿Kossuth? ¿En un bosque? —inquirió Hrelgrath con voz perpleja.

—No, no —dijo Vaelam muy nervioso—. ¿Cuál era el nombre de aquel mago de la leyenda, que desafió a los dioses robando toda la magia para convertirse él en el amo de toda la magia? Klar... no, Karsus.

En el mismo instante en que aquel nombre salía por la boca del joven sharrano, éste se desvaneció, desapareciendo justo antes incluso de acabar de hablar. El punto de la losa sobre el que había estado de pie, tan cerca de Femter y Hrelgrath que ambos podrían haberlo cogido tranquilamente de la mano, estaba vacío.

Aquellos dos valerosos e inmutables sacerdotes saltaron de la losa y se alejaron de ella corriendo con un apresuramiento casi cómico, en tanto que Daluth asentía sombrío, los ojos fijos en el lugar donde había estado su compañero, y Elryn murmuraba despacio:

—Bien, bien...

Los cuatro sacerdotes que quedaban contemplaron la losa en silencio durante unos tensos instantes antes de que el más eminente Hechizo Pavoroso dijera casi con dulzura:

—Daluth, colócate sobre la letra y pronuncia el nombre que dijo Vaelam.

Daluth dirigió una veloz mirada a Elryn, leyó en su rostro que aquello era una orden clara y categórica, e hizo lo que se le pedía. Femter y Hrelgrath se removieron inquietos mientras contemplaban cómo el más competente de sus camaradas se esfumaba en un instante, y el siguiente en la lista no pudo reprimir un gemido de temor cuando Elryn indicó:

—Ahora haz tú lo mismo, Hrelgrath.

El miedo lo hacía temblar de tal manera que Hrelgrath apenas pudo articular el nombre «Karsus», pero se desvaneció con la misma rapidez y eficiencia que sus predecesores. Femter se encogió de hombros entonces al tiempo que se subía a la piedra sin esperar a que se lo ordenaran; cuando plantó con firmeza ambos pies en el centro de la gigantesca letra, volvió la mirada en busca del gesto de asentimiento de Elryn. Recibió la señal, y otro falso hechicero desapareció del bosque.

Solo ahora, Elryn paseó la mirada por los árboles circundantes y, al no ver nada extraño, hizo un gesto de indiferencia, y siguió a sus camaradas sharranos sobre la losa.

Antes incluso de su combate con el elfo que había matado a Iyrindyl con tanta facilidad, ya había pensado que toda esta estratagema de querer convertir en magos a venerables sharranos era un error, un error muy peligroso. Hechizos Pavorosos, además. De todos modos, si por algún milagro lo que había al otro extremo de ese teletransporte no era una enorme trampa, tal vez podría conducirlos a la obtención de magia suficiente para conseguir la bendita aprobación de la Dama Tenebrosa Avroana... y la posibilidad de sobrevivir el tiempo suficiente para disfrutar de él. Sonrió despacio ante la idea, dijo «Karsus» pausadamente, y observó cómo el mundo desaparecía a su alrededor en medio de un remolino.

Un fulgor rojo iluminaba la oscuridad, centelleando desde un centenar de curvas de metal e innumerables joyas. La luz surgía del suelo y, dondequiera que pisara, las huellas de las botas refulgían.

Era demasiado tarde para gritar una advertencia sobre despertar hechizos de protección o a criaturas que montaran guardia sobre todo aquello, pues Vaelam avanzaba ya hundido hasta las rodillas, removiendo maravillas para recoger un guantelete cuyas hileras de zafiros parpadeaban con su propia luz interior; el macilento resplandor de la magia resucitada se repetía con un siniestro brillo tornasolado desde una docena de puntos de la cripta, y la habitación de techo bajo se hallaba atestada de tesoros amontonados, la mayoría inidentificables a sus ojos, y todos ellos, por lo que parecía, contenían magia.

Elryn consiguió reprimir una exclamación, pero advirtió la veloz mirada que le lanzó Daluth y comprendió que su asombro y temor debían de estar claramente pintados en su rostro.

Los Hechizos Pavorosos más jóvenes no habían perdido el tiempo, desde luego. Hrelgrath parecía bailar un vals con una armadura mientras intentaba arrancarle una colla, y una fila de varitas enfundadas golpeaban y se bamboleaban junto al muslo derecho de Femter, colgando de un cinturón incrustado de gemas que rodeaba su talle como si hubiera sido hecho para él. Sin duda el cinturón había alterado su forma para adaptarse a él. El sacerdote de ojos ávidos tenía ya los brazos hundidos en otro montón de brazaletes y tobilleras, en busca de alguna otra cosa que había atraído su atención, en tanto que Vaelam se ponía el guantelete, mientras tenía la mirada puesta en otro objeto.

Únicamente Daluth permanecía con las manos vacías, los brazos alzados para proyectar un hechizo sofocador en el caso de que alguno de los imprudentes Hechizos Pavorosos más jóvenes liberaran algo que pudiera acabar con todos ellos.

Elryn lanzó miradas en todas las direcciones, no vio nada que se moviera por sí mismo y tampoco puertas u otros modos de abandonar la habitación situada entre aquellas cuatro paredes de piedra, y preguntó en voz baja:

—Bien, mis muy diligentes Hechizos Pavorosos, ¿se le ha ocurrido a alguien pensar en cómo podremos salir de este lugar?

—Karsus —dijo Hrelgrath con toda claridad, mientras sostenía triunfal la colla entre ambas manos.

Nada sucedió, pero Vaelam indicaba ya en dirección al rincón más alejado y oscuro de la estancia.

—Hay otra ka en un punto despejado del suelo allí al fondo —informó—. Ése será el modo.

—Sí, pero ¿para llevarnos de vuelta al exterior... o más al interior, a otro lugar desconocido? —inquirió Daluth.

—Por otra parte, si mi intención fuera matar a los ladrones que entraran aquí sin ser invitados, sería en el camino de salida donde pondría centinelas de una u otra clase —añadió Elryn; luego, sin haberse movido ni un paso del lugar en el que había aparecido, dijo «Karsus» con cautela, pero ningún remolino volvió a aparecer ante sus ojos, aunque eso no le sorprendió.

Un tintinear metálico le indicó que Vaelam continuaba con sus excavaciones, y, mientras Elryn observaba, vio cómo Femter deslizaba algo entre sus ropas, hurgando con los dedos en una bolsa, hasta entonces oculta bajo el brazo.

—No cojáis nada que no podáis transportar —advirtió el Hechizo Pavoroso mayor—, y estad preparados para entregar a la Dama Tenebrosa hasta el último objeto mágico que saquemos de este lugar, no importa lo insignificante que sea. Nos están observando en todo momento, ahora y siempre.

Femter levantó bruscamente la cabeza, y enrojeció al descubrir los ojos de Elryn fijos en él. Abrió la boca para decir algo, pero Daluth se le anticipó al preguntar a sus compañeros:

—¿Ha encontrado alguien algo cuyos poderes resulten evidentes?

Obtuvo como respuesta movimientos negativos de cabeza y entrecejos fruncidos.

Elryn usó la punta de la bota para abrir un pequeño cofre negro, alzó las cejas al contemplar la hilera de anillos que contenía, volvió a cerrarlo de golpe, y luego parpadeó al contemplar lo que había estado tirado junto a él.

—Daluth —llamó con calma, inclinando la cabeza hacia el montón de relucientes misterios que tenía junto a la bota—, esa diadema... ¿no se había usado ese símbolo para significar curación?

Daluth se abalanzó sobre el aderezo, que carecía de adornos pero era de oro macizo dispuesto sobre otro metal más duradero, y que lucía el emblema de un sol refulgente entre dos manos estilizadas.

—Sí —dijo con emoción. Lo levantó para mostrarlo a los otros y les espetó—: Buscad más como éstos. Dejad de buscar otras cosas por el momento.

Los Hechizos Pavorosos menores obedecieron, y fueron desenterrando y arrojando a un lado tesoros, e incorporándose de vez en cuando con exclamaciones satisfechas. Daluth recogió los objetos que le entregaron —cuatro diademas y una muñequera— y Elryn les gritó:

—Es suficiente. Todos vosotros, tomad sólo lo que podáis llevar encima o transportar, y dejad espadas, yelmos y cosas parecidas. No debemos arriesgarnos a despertar nada aquí dentro. Arreglaos como si fuerais a combatir; no quiero ver a nadie tambaleándose bajo un montón de objetos sueltos.

Alargó el brazo hacia el suelo y recogió varios cetros de entre un montón de volúmenes con tapas de metal, bandejas y cajas más pequeñas. Luego, como si se le acabara de ocurrir, levantó con indiferencia el cofre negro, su docena de anillos a buen recaudo en su interior.

Tras unos instantes de manipular las largas tiras de cuero que siempre viajaban en la bolsa que llevaba al cinto, los cetros quedaron bien sujetos a su cadera, el cofre oculto bajo la parte delantera de sus pantalones. Elryn estaba listo ya, e indicó con energía:

—Vaelam, creo que el honor es tuyo. Sácanos de aquí.

El más joven del grupo contempló el espacio despejado al fondo de la cripta, que le aguardaba silencioso, tragó saliva, y respondió:

—Dijiste que podía haber centinelas...

—Estoy muy seguro de que podrás ocuparte de ellos a la perfección —respondió éste categórico, y luego aguardó.

De mala gana el más joven de los sacerdotes convenidos en hechiceros se abrió paso por entre la atestada estancia, aminorando el paso a medida que se acercaba a la letra del suelo. Cuatro pares de ojos observaron sus movimientos, mientras sus propietarios se agazapaban tras montones de magia no identificada. Vaelam les dirigió una mirada que era una mezcla de cólera y desesperación, se irguió, y dijo con firmeza: «Karsus».

Tan veloz y silencioso como la primera vez que los había dejado, Vaelam desapareció.

Como si ello hubiera sido una señal, algo se movió en el montón situado más cerca de Hrelgrath, y se alzó en medio de un estrépito de innumerables objetos más pequeños que resbalaban y caían, al tiempo que los sharranos retrocedían a trompicones, gimoteando en muda alarma.

—No hagáis nada —les espetó su jefe.

En medio de un helado silencio los cuatro hombres observaron cómo una reluciente espada aparecía ante ellos, y apuntaba con su hoja desnuda y brillante a algún punto entre Daluth y Elryn. Parecía medir cerca de dos metros; la ornamentada empuñadura centelleaba, repleta de brillantes gemas, y una siempre cambiante colección de runas y letras parpadeaba arriba y abajo de los azules bordes de la hoja.

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