Read La Tentación de Elminster Online
Authors: Ed Greenwood
Con una sonrisita, El regresó a la carretera y retomó su pausado andar de regreso a la carretera de la costa. Sospechaba que no tendría que aguardar mucho para volver a ver aquel rostro contemplándolo otra vez... pues eso era lo que había sido; no una figura vestida, sino una cabeza y un cuello. Incluso podía tratarse de un espectro flotante.
Si ella era el Asesino, eso explicaría la falta de huellas que seguir o de criaturas que los hombres del gran duque pudieran acorralar. La manera de matar incluso suge...
Ahí estaba otra vez, mirándolo con fijeza desde un árbol situado más adelante. Esta vez El no echó a correr al frente sino que se volvió despacio para mirar en todas las direcciones... y, tal y como había esperado, aquel rostro lo miró ahora desde un árbol situado a su espalda, de vuelta hacia las ruinas, justo el tiempo suficiente para que sus ojos se encontraran.
Sonrió despacio y regresó hacia el segundo árbol. Se encontraba a pocos pasos de él cuando un rostro fantasmal se volvió para mirarlo desde lo alto de un árbol situado mucho más cerca de las ruinas. Elminster le dedicó un efusivo saludo con la mano esta vez y permitió que lo condujeran de vuelta al edificio. Cuanto antes llegara al fondo de esto, más pronto podría marcharse de allí, antes de que oscureciera, y así poder continuar con la tarea principal que le había encomendado Mystra.
Se encaminó ahora hacia el otro lado de los muros, sólo para recorrer terreno nuevo, y se encontró mirando, por entre aberturas de la desmoronada construcción de piedra, a una enorme estancia que parecía tener muebles en su interior. Se acercó con sumo cuidado por entre una maraña de arbustos achaparrados y piedras caídas, para atisbar.
—¡Ahí! —gruñó una voz, ronca, y no muy lejana.
Mientras Elminster se agachaba y giraba en redondo, oyó el familiar zumbido de unas flechas que se acercaban, y la vida tras la que iban aquellos proyectiles era la suya.
Ilbryn Starym tiró de las riendas ante el sorprendido grito del centinela y alzó una mano vacía.
—Vengo en paz —empezó—, solo...
Para entonces las jabalinas silbaban ya hacia su persona, y hombres con espadas precipitadamente desenvainadas y el miedo y el asombro pintados en el rostro saltaban por entre los árboles desde todas las direcciones.
—¡Elfos! —rugió uno de ellos—. Os dije que eran elfos, desde un principio...
El elfo suspiró, arrojó al suelo la capa con la palabra que haría que toda la zona quedara a oscuras, e hizo retroceder a su resoplante cabalgadura a un lado. Su repentina sacudida le indicó que una de las jabalinas había dado en el blanco incluso antes de que el animal se alzara sobre los cuartos traseros, derribándolo de la silla, y fuera a estrellarse de costado contra el suelo... a pocos centímetros de Ilbryn. El elfo se alejó rodando más deprisa de lo que jamás había hecho nada en toda su vida, pero aun así una coz le dejó paralizada la cadera sana y sin duda también se la desgarró.
«¡Condenados humanos! —pensó—. Ni siquiera se puede cabalgar por los senderos del bosque sin que a uno le caigan encima aventureros idiotas tan arrogantes como para instalar sus campamentos justo en medio del camino.»
Ilbryn se incorporó, se alejó dando traspiés hasta dar de bruces contra un árbol, y se apoyó en él. Los humanos daban vueltas a ciegas por el pequeño rincón de oscuridad que había creado, matándose unos a otros —¡estúpidos!—, gritando asustados, y en general destrozando su campamento y los árboles de sus inmediaciones. Si éstos eran los asesinos, eran más que ineptos... No, éstos debían de formar parte de una de las bandas de mercenarios. ¡Ja! ¡Creían que él era el Asesino!
Muy bien, entonces...
Envuelto en unas tinieblas a través de las cuales sólo él podía ver, Ilbryn contempló durante unos instantes la refriega mientras recuperaba el aliento y miraba en derredor, buscando magos o clérigos que pudieran poseer la inteligencia y el poder para poner fin a su conjuro. En cuanto lanzara otro, su falsa oscuridad caería como una capa arrojada al suelo, de modo que quería que su siguiente hechizo fuera muy bueno.
Dos de los miembros de esta ignorante banda de aventureros habían muerto ya a manos de sus compañeros, y, mientras el elfo observaba, un tercero lanzó un agónico alarido al ser ensartado por dos jabalinas. El más fuerte de sus asesinos lo empujó contra un árbol y lo dejó allí clavado vomitando sangre. El elfo meneó la cabeza con repugnancia y siguió observando... ¡Allí!
Aquel hombre junto a la tienda, inclinado sobre unos pergaminos. Ilbryn preparó su conjuro; luego recogió una piedra que estaba junto a su árbol, calculó el disparo con los ojos entrecerrados... y lanzó. La piedra rebotó en el puchero y derramó su contenido en la hoguera.
El hombre de los pergaminos giró la cabeza en redondo para averiguar qué había sucedido, y otros dos aventureros salieron a gran velocidad de entre los árboles, empleando la palabra humana preferida, «¿Qué?», entremezclada con innumerables juramentos.
Todo un grupito. ¡Ahora, antes de que todos volvieran a salir corriendo! Ilbryn se apuntaló contra el árbol y lanzó el hechizo tan silenciosamente como pudo pero con gran cuidado; un instante antes de finalizar, se oyó la advertencia del mago humano:
—¡Eh, quedaos todos... quietos! ¡Escuchad!
Los seis o siete aventureros detuvieron obedientes sus gritos y carreras y permanecieron inmóviles como estatuas, mientras la oscuridad desaparecía y unos fragmentos rotantes de metal surgían de la nada a la altura de sus cinturas y los partían en dos. Unos pocos incluso llegaron a ver al elfo de pie contra un árbol, sonriendo despectivo.
El mago agachado quedó decapitado, y su sangre se derramó por encima de todos sus pergaminos cuando cayó al frente sobre el polvo. Ilbryn no se molestó en observar a los caídos por más tiempo, y se dedicó a escuchar los sonidos producidos por los vivos. Al menos dos, y posiblemente cuatro, seguían agazapados a poca distancia.
Uno de ellos pasó justo por su lado, profiriendo alaridos de horror mientras penetraba a la carrera en el ensangrentado campamento. Por los árboles temblorosos, ¿es que todos los humanos eran así de estúpidos?
Estaba claro que lo eran; otros dos se unieron al primero, llorando y aullando. Ilbryn suspiró. No pasaría mucho tiempo antes de que incluso unos idiotas como éstos observaran la presencia de un elfo apoyado contra un árbol. Casi con pesar envió el conjuro explosivo que acabó con ellos.
Sus ecos resonaban todavía entre los árboles cuando escuchó el leve chirrido de una bota que hizo que girara en redondo... para encontrarse cara a cara con un solitario guerrero humano aterrado a tres pasos de distancia, que se acercaba a él con la espada alzada.
—¿Eres el Asesino? —inquirió el hombre, el rostro y los nudillos lívidos de terror.
—No —le respondió él, retrocediendo detrás del árbol.
El hombre vaciló pero enseguida reanudó su cauteloso avance.
—¿Por qué mataste a mis compañeros? —rugió, desenvainando una daga para disponer de dos armas defensivas.
Ilbryn dio otro paso atrás, manteniendo el árbol entre ambos, y se encogió de hombros.
—Cometisteis un error —repuso el elfo, cuando iniciaron la lenta vuelta en círculo alrededor del árbol, contemplándose mutuamente a los ojos.
»Cabalgaba por el sendero, en paz y sin intención de haceros daño, y vosotros me atacasteis: más de una docena contra uno. ¿Bandoleros? ¿Aventureros? No tenía tiempo de parlamentar o ver quiénes erais. Todo lo que pude hacer fue defenderme. Si lo hubierais pensado un poco antes de blandir las espadas, se podría haber evitado tanto derramamiento de sangre. —Sonrió burlón—. Deberíais tener más cuidado cuando andáis por el bosque. Estos sitios son peligrosos.
Eso desató la furia que esperaba; los humanos resultaban tan previsibles... El guerrero atacó con un rugido inarticulado, descargando furiosos mandobles. El elfo dejó que el árbol recibiera la mayor parte de los golpes y aguardo a que la hoja quedara atorada; luego se adelantó veloz para desviar a un lado la mano que empuñaba la daga con una de sus propias manos... y presionar la otra sobre el rostro del hombre. Entonces liberó el hechizo que acabaría con su vida.
La carne se fundió en medio de una humareda, y el hombre cayó de rodillas con un borboteo agónico. A juzgar por el gemido desesperado que emitió, el hombre era consciente de que se moría, incluso antes de empezar a arañar la carne que se desprendía de su rostro en un intento por conseguir llevar aire a sus pulmones.
—No es que me entristezca tener que mataros a todos —le informó el elfo con indiferencia—, ya que me habéis costado un buen caballo.
Ilbryn retrocedió y lanzó una mirada en derredor, por si otros aventureros supervivientes —o el mismo asesino, fuera éste quien fuera— se acercaban; pero no parecía existir tal peligro.
El guerrero emitió un último estertor, y yació inerte.
—Después de todo —le dijo Ilbryn—, éste es el Paraje Muerto, según me han dicho.
El elfo se alejó para recorrer el campamento por si hubiera algo que pudiera serle de utilidad. Al cabo de unos pocos pasos se detuvo y se inclinó de un modo bastante rígido para recoger una espada fina de buena calidad de entre las hojas pisoteadas.
—Por si acaso —explicó al cuerpo destrozado de su difunto propietario de mirada fija, cuyos dedos permanecerían extendidos para siempre hacia el arma que había dejado caer. Mientras utilizaba su propia espada para liberar la vaina del ensangrentado y enmarañado arnés, añadió casi divertido—: Al fin y al cabo, nunca se sabe cuándo hará falta una buena espada.
Si la magia no funcionara, Faerun cambiaría para siempre... y bastante gente se alegraría de esos cambios. En primer lugar, la misma tierra podría ladearse ante el peso de los oprimidos y agraviados, que perseguirían a los ahora impotentes magos para ajustar viejas cuentas. Me pregunto qué aspecto tendría un río de sangre de mago...
Tammarast Diez Guantes, bardo de Elupar
Las cuerdas de una lira hecha añicos
Año del Behir.
—¡Retiraos! ¡Acontecimientos formidables sacuden todo Faerun, y los venerables del interior no pueden salir a hablar con vosotros ahora! ¡Por el amor de Mystra, retiraos!
La voz del guardián era profunda y potente; se desplazó sobre la muchedumbre allí reunida como una ola tempestuosa que se estrellara contra la arena de una playa. Pero, cuando se apagó, la gente seguía allí. El temor volvía agudas las voces y blancos los rostros, pero se aferraban a la escalera principal de la Casa de la Dama Lucero como si sus vidas les fueran en ello.
El guarda realizó un último gesto grandilocuente que venía a decir «fuera de aquí» y retrocedió, abandonando el balcón.
—Lo siento, amo refulgente —murmuró—. Presienten que algo va muy mal. Harían falta los hechizos perseguidores de la mismísima Mystra para moverlos ahora.
—¿Osas blasfemar aquí, en el santuario? —siseó el sumo sacerdote, con ojos llameantes de furia. Echó la mano hacia atrás como si fuera a golpear al guardián (que era una cabeza más alto que él, no obstante su propia gran altura) pero luego volvió a dejarla caer al costado, con expresión aturdida—. Perdido —dijo con labios temblorosos—. Todo está perdido...
El guardián envolvió al Señor de la Casa en un abrazo consolador, como cuando se abraza a una criatura sollozante, y dijo:
—Esto pasará, señor. Aguardad a la noche; muchos se marcharán entonces. Aguardad, mantened la calma, y esperad una señal.
—¿Proviene este consejo de alguna información que has recibido? —inquirió el sumo sacerdote casi con desesperación, sin poder reprimir el temblor de su voz.
El hombre le palmeó los hombros y se apartó al tiempo que respondía con tono grave:
—No, señor. Pero, oíd: ¿qué otra cosa podemos hacer?
El Señor de la Casa consiguió lanzar una risita que estaba muy próxima a convertirse en un sollozo.
—Te doy las gracias, leal Lhaerom. —Aspiró con fuerza, echó atrás la cabeza como revistiéndose de dignidad, y preguntó—: ¿Qué hacen los guerreros cuando deben aguardar y vigilar en el interior de los muros, holgazaneando hasta que un gran golpe se abate sobre ellos?
—Muchas cosas, señor —replicó Lhaerom con una risita divertida—, la mayoría de las cuales las dejo a vuestra inteligencia para que las imagine. Existe una cosa muy agradable que llevamos a cabo, que sospecho es lo que busca vuestra pregunta: hacemos sopa. Ollas y ollas de ella, tan buena y sabrosa como podemos. Dejamos que todos la compartan, o al menos la huelan si no pueden cenar.
El sumo sacerdote lo miró con fijeza unos instantes; luego se dejó convencer y ordenó a los sacerdotes menores que los observaban en silencio:
—¡Marchaos! ¡A las cocinas, y haced sopa! ¡Id!
—Descubriréis, señor —añadió el enorme guarda—, que...
—Lhaerom —tronó uno de los otros guardas—, más problemas.
Sin decir nada más el guarda dio la espalda al Señor de la Casa y volvió a salir al balcón. El sacerdote dio dos pasos para seguirlo, pero un guarda le cortó el paso.
—No, señor —lo disuadió, el rostro cuidadosamente inexpresivo—. No sería sensato. Algunos están arrojando piedras.
En el exterior, el brillante sol caía sobre las cerradas puertas de bronce de la Casa de la Dama Lucero. También caían muchos puños sobre ellas, y los guardianes y el sacerdote del portal hacía mucho que habían dejado de responder a llamadas y gritos de ayuda, para pasearse nerviosos de un lado a otro en la parte interior de la entrada, sin dejar de dirigir ansiosas miradas a los cerrojos y las barras, preguntándose si resistirían. Ya hacía un buen rato que todas las estacas que se habían encontrado en los sótanos del templo se habían insertado entre las piedras para actuar como cuñas en las puertas e impedir que las forzaran hacia adentro. Las relucientes señales que lucían las estacas dejaban bien claro cuan a menudo se había puesto a prueba su resistencia aquella mañana. El sacerdote se pasó la lengua por los labios resecos y preguntó, puede que por cuadragésima vez:
—¿Y si esto cede? ¿Qué...?
El guardián que tenía más cerca le hizo un furioso gesto para que callara, y el sacerdote frunció el entrecejo y abrió a boca para contestarle con acritud; pero entonces sus ojos siguieron la dirección que indicaba la mano del otro, y la boca se le desencajó hasta casi llegarle al pecho.