La Tentación de Elminster (36 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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—No sé lo que recuerdas de mi vida, nuestra vida; hay quien dice que mi mente no está demasiado despejada últimamente. Debes saber que muchos magos de nuestro pueblo han conseguido un gran poder; los más poderosos de éstos, los archimagos de Netheril, gobiernan sus propios dominios. La mía, como muchas, es una ciudad flotante; le di nuestro nombre. Yo soy el más poderoso de todos los archimagos, el Hechicero Supremo. Me llaman Karsus
el Magnifico
.

La imagen agitó una mano con indiferencia, los llameantes ojos fijos aún en el trono. La mujer fantasma murmuraba siguiendo las palabras que evidentemente había escuchado muchas veces antes. Algo que podría haber sido una leve sonrisa burlona asomó a sus labios.

—Desde luego —siguió la imagen—, dado que has despertado, tal vez nada de esto tenga sentido. Quizá no he sido eliminado por un rival ni padecido un fin puramente personal. Karsus, la ciudad, y la propia gloria de Netheril pueden haber perecido en una gran guerra o cataclismo; nos hemos creado muchos enemigos, el mayor de ellos nosotros mismos. Combatimos entre nosotros, los netheritas, y algunos combatimos dentro de nosotros mismos. Mi mente no me pertenece siempre por completo. Puede que compartas esta aflicción; vigila, y protégete de ella.

La imagen de Karsus sonrió y enarcó una ceja en un gesto irónico; la mujer le devolvió la sonrisa, y Karsus siguió con su relato:

—Es posible que no necesites estos hechizos míos, pero he preparado uno para cada espéculo que ves en el suelo en este lugar; una serie de lecciones sobre conjuros, por si te enfrentas a los peligros de este mundo sin ciertos hechizos que he considerado cruciales. Nuestro trabajo debe continuar; sólo mediante el poder absoluto puedo... podemos encontrar la perfección. Y Karsus existe, ha existido siempre, para obtener la perfección y transformar todo Toril.

La mujer que lo observaba se echó a reír ante aquellas palabras, aunque su risa semejó una especie de ladrido corto y desagradable.

—¡Estás realmente loco, Karsus! Tu objetivo es remodelar todo Toril... ¡Ah, desde luego eras muy adecuado para hacer eso!

—Tu primera necesidad puede que sea la curación física, y he previsto la existencia de tal necesidad en tiempos venideros, en una vida en la que quizá carezcas de leales siervos magos o de cualquiera en quien puedas confiar. Has de saber, pues, que tocar el espéculo que invocó esta imagen mía, al tiempo que pronuncias la palabra
«Dalabrindar»
, curará toda clase de heridas. Puedes invocar este poder tantas veces como lo desees mientras esta runa siga intacta, y responderá a cualquiera que diga la palabra. La palabra es el nombre del hechicero que murió para que este hechizo viviera; lo cierto es que nos ha servido bien, y...

—¡Palabras desperdiciadas, Karsus! —se mofó la espectral mujer—. ¡Tu clon era una momia decapitada que decoraba este trono la primera vez que lo vi! ¿Quién lo mató, me pregunto? ¿Mystra? ¿Azuth? ¿Algún rival? ¿O pereció el magnífico y supremo Karsus a manos de un mago aventurero que estaba de paso con hechizos insignificantes, y que creyó estar decapitando a un lich?

—... y muchos otros hechizos pueden servir donde éste no pueda. Además, aquí he preservado demostraciones de cómo conjuraba yo hechizos de utilidad permanente y...

La mujer dio la espalda a las palabras que había oído tantas veces, asintiendo satisfecha.

—Servirán. Servirán realmente. Tengo aquí un cebo que ningún mago puede resistir. —Pisó de nuevo la runa, y la imagen se desvaneció en mitad de la frase; el resplandor se apagó sobre la piedra grabada para dejar que la oscuridad se enseñoreara otra vez de la cueva.

—Ahora, ¿cómo conseguir que los magos vivos conozcan su existencia, sin provocar que se agolpen aquí a millares? —preguntaron unos labios fantasmales a las tinieblas.

La oscuridad no respondió.

Un fantasma enfurruñado se encaminó hasta el fondo del pozo y empezó a difuminarse, deshaciéndose en una ráfaga de viento en espiral creada por ella misma, hasta que de nuevo bailó en la oscuridad un remolino de luces parpadeante, que se elevó despacio por el pozo, girando sobre sí mismo.

—¿Y cómo mantener a los magos que atrape aquí durante más de una noche?

En lo alto del agujero, el tintineante torbellino de luces flotó sobre el pretil del pozo, y una voz suave y resonante surgió de él:

—Debo tejer hechizos poderosos, desde luego. Las runas deben responderme sólo a mí... y además sólo una al mes, sin importar los medios que se empleen. Eso debería provocar que un mago joven permaneciera aquí el tiempo suficiente.

Con repentina energía la neblina salió disparada hacia una de las brechas de los muros, se introdujo por ella, y se deslizó por entre los árboles mientras dejaba tras de sí una risa enloquecida y el grito exultante:

—El tiempo suficiente para una buena comida.

13
La bondad abrasa la piedra

La crueldad es una calamidad reconocida, que en contadas ocasiones resulta inteligente... algo por lo que hay que dar gracias a los dioses. La bondades el arma más poderosa, aunque muy a menudo menospreciada. La mayoría de la gente no escarmienta jamás.

Ralderick Soto Venerable, bufón

Cómo gobernar un reino, desde los torreones al estercolero,

publicado aproximadamente en el Año del Pájaro Sangriento.

El alto y delgado desconocido que les había dedicado una sonrisa jovial al entrar volvió a salir en menos tiempo del que se tardaba en vaciar un pichel.

Los dos ancianos sentados en el banco alzaron los ojos para mirarlo de reojo con cierta suspicacia. La gente apenas se acercaba a donde estaban, motivo por el que aquél era su banco favorito, colocado bajo la sombra del porche de la Hermosa Doncella de Piedras Ondulantes, cada vez más desvencijado. Era un rincón frío, pero al menos no se encontraba bajo el brillo directo del sol de la mañana.

El extranjero echó hacia atrás su indefinida capa, lo cual dejó al descubierto una túnica y pantalones oscuros y polvorientos que no lucían ni distintivos ni adornos, en tanto que —¡cosas que pasan en los Reinos!— Alnyskavver salía apresuradamente con la mejor de sus mesas plegables, una silla... ¡y comida!

El dueño de la taberna iba y venía arriba y abajo, entre resoplidos, mientras los dos ancianos contemplaban cómo se acumulaba bajo sus narices una comida como no habían visto en muchos años: una gran fuente de la sopa caliente que había estado haciendo retumbar sus dos viejas barrigas toda la mañana, un buen trozo del mejor queso fermentado... ¡y tres pasteles de urogallo!

Baerdagh y Caladaster se rascaron nerviosamente y miraron con agria fiereza al desconocido de nariz aguileña, preguntándose por qué por todos los dioses enfurecidos había tenido que escoger nada menos que su banco para colocar su festín matutino. Todo aquello con lo que habían estado soñando durante meses humeaba ahora bajo sus mismísimas narices. Pero ¿quién, por el sobaco de Tempus, se creía que era este tipo?

Los dos ancianos intercambiaron miradas mientras sus vientres, demasiado vacíos, protestaban; luego, de común acuerdo, contemplaron al extranjero de pies a cabeza. Ninguna arma... ni riqueza alguna, a juzgar por su aspecto, aunque sus botas desgastadas por el uso eran excelentes. ¿Sería un proscrito que se las había quitado a alguien a quien había acuchillado? Sí, eso encajaría con todo el dinero gastado en un banquete como aquél; sin duda había salido de los páramos muerto de hambre y con abundantes monedas.

Alnyskavver salió entonces con la pierna de venado que desde la tarde anterior olían cómo se cocinaba, toda ella dispuesta en frío entre cebollas en vinagre y filetes de lengua y cosas parecidas, en la bandeja que se usaba cuando iba por allí el gran duque. ¡Aquello ya era demasiado! Arrogante jovenzuelo bastardo.

Sacudiendo la cabeza, Baerdagh escupió con toda intención al suelo frente a las botas del hombre y empezó a moverse a lo largo del banco, para desaparecer antes de que el joven glotón se zampara un banquete como aquél bajo sus mismas narices y los volviera locos a él y a sus órganos vitales.

Sin embargo, Caladaster le cortaba el paso y era más lento de movimientos, de modo que ambos hombres movían aún sus traseros por el banco cuando el dueño de la taberna volvió a salir con un barrilito de cerveza y picheles.

Tres picheles.

El desconocido se sentó y dedicó una sonrisa a Baerdagh cuando el anciano levantó la mirada, con la sorpresa pintada en su rostro.

—Bien hallados, buenos señores —saludó educadamente—. Por favor, perdonad mi atrevimiento, pero tengo hambre y odio comer solo, y además necesito hablar con alguien que conozca bastantes cosas sobre el pasado de Piedras Ondulantes. Y vosotros tenéis aspecto de tener entendimiento y años suficientes para ello. ¿Qué os parece, hacemos un trato? Los tres compartimos esto... y comemos lo que queramos, sin restricciones, y vosotros os quedáis lo que no nos comamos. A cambio me dais respuestas, lo mejor que podáis, a unas pocas preguntas sobre una dama que vivió por aquí.

—¿Quién eres? —preguntó Baerdagh sin andarse por las ramas, casi al mismo tiempo que Caladaster murmuraba:

—No me gusta esto. Las comidas no caen del cielo. Alnyskavver se habría hecho pagar para sacar incluso la cuarta parte de esto aquí en una mesa, pero ¿quién nos dice que nosotros no tendremos que pagar también?

—Nuestras bolsas están menguadas —dijo Baerdagh a su amigo—. Alnyskavver sabe lo pobres que somos. Igual que todo el mundo. —Señaló con la cabeza en dirección a las ventanas de la taberna.

Caladaster miró, sabiendo ya lo que vería. Casi todos los parroquianos se habían apelotonado contra los sucios cristales y observaban cómo el desconocido de la nariz ganchuda llenaba dos picheles hasta el borde y los deslizaba por la mesa hacia los dos ancianos, al tiempo que sacaba tenedores y cuchillos de trinchar de la última jarra y también se los alargaba.

Caladaster se rascó la nariz, nervioso, se pasó una mano por una de sus desaliñadas patillas canosas —una clara señal de sus precipitadas cavilaciones— y se volvió hacia el desconocido.

—Mi amigo ha preguntado quién eres, y yo también quiero saberlo. También quiero saber cualquier otro truco que nos tengas preparado. Puedo dejar aquí tu comida y marcharme, ya lo sabes.

Ése, precisamente, fue el momento que eligió su estómago para protestar de un modo bien sonoro.

—Mi nombre es Elminster —respondió el hombre, pasándose una mano por la despeinada cabellera negra e inclinándose al frente—, y llevo a cabo una tarea para mi señora ama; tarea que requiere la localización y visita de antiguas ruinas y tumbas de hechiceros. Se me ha dado dinero en abundancia para gastar como considere necesario..., ¿lo veis? Dejaré estas monedas sobre la mesa... y, si resulta que desaparezco en medio de una nube de humo antes de que hayáis levantado ese pichel, aquí tenéis dinero suficiente para pagar a Alnyskavver vosotros mismos.

Baerdagh contempló las monedas como si fueran un puñado de diminutos duendes bailando bajo sus narices, y luego volvió a alzar la vista hacia el desconocido.

—Muy bien, aceptaré esa historia —anunció despacio—, pero ¿por qué nosotros?

Elminster llenó su propia jarra, la depositó sobre la mesa, y preguntó a su vez:

—¿Tenéis alguna idea de lo agotador que es pasar días dando vueltas por una ciudad de gentes cada vez más suspicaces, mirando a hurtadillas por encima de las vallas en busca de lápidas mortuorias y ruinas? Al primer anochecer, los granjeros siempre quieren atravesarme con horcas. Al segundo ya son manadas los que desean hacerlo.

Los dos ancianos soltaron una ronca carcajada ante el comentario.

—Así que pensé que me ahorraría mucho tiempo y suspicacias —añadió el desconocido—, si compartía una comida con hombres cuyo aspecto me gustara, con años suficientes bajo el cinto para saber las viejas historias, y dónde está enterrado fulano de tal, y...

—Buscas a Sharindala, ¿verdad? —inquirió Caladaster, entrecerrando los ojos.

—Así es —contestó él, asintiendo alegremente—. Y, antes de que intentéis encontrar las palabras correctas para preguntarme, debo decir lo siguiente: no cogeré nada de su tumba, no abriré su ataúd, ni realizaré ningún tipo de magia sobre ella mientras yo esté allí, ni desenterraré ni quemaré nada, y no me importaría que me acompañarais vosotros o alguna otra persona de Piedras Ondulantes para vigilar lo que hago. Necesito poder echar una buena mirada por allí, bajo la brillante luz del sol, eso es todo.

—¿Cómo sabemos que dices la verdad?

—Venid conmigo —contestó Elminster, repartiendo platos y cortando uno de los pasteles—. Vedlo por vosotros mismos.

Baerdagh casi gimió ante el aroma que brotó del pastel abierto junto con la bocanada de vapor... pero no había necesidad de que lo hiciera; su estómago se ocupó de dar voz a sus sentimientos. Sus manos se extendieron antes de que pudiera detenerlas, y el desconocido sonrió e introdujo el plato con el pedazo de pastel entre ellas.

—Yo preferiría no andar molestando a hechiceras difuntas —repuso Caladaster—, y ya soy un poco viejo para gatear entre piedras rotas preguntándome cuándo se va a caer el techo sobre mi cabeza, pero es muy fácil encontrar la mansión Piedraquemada. Viniste...

Se interrumpió cuando Baerdagh le dio una patada por debajo de la mesa, pero Elminster se limitó a sonreír de nuevo y dijo:

—¡Seguid, por favor; no voy a hacer desaparecer la comida en cuanto haya oído esto!

Caladaster se sirvió un cuenco de sopa con manos que esperaba no temblaran ansiosas, e indico con voz pastosa:

—Amigo Elminster, quiero advertirte sobre sus hechizos protectores. Ése es el motivo de que nadie haya saqueado el lugar en todo este tiempo, y la razón de que no la vieras. Árboles y matorrales de espino y otras plantas han crecido alrededor de ella formando un muro justo en el exterior del resplandor; pero, antes de que crecieran, yo recuerdo haber visto ardillas y zorros e incluso pájaros en pleno vuelo que caían muertos nada más rozar las defensas de Sharindala. Pasaste justo por su lado al entrar aquí, justo después del puente, donde la carretera describe esa gran curva; gira en torno a Piedraquemada. —Dio un gran mordisco al queso, cerró los ojos en momentánea dicha, y añadió—: Se quemó después de que ella murió, claro; ella no la llamaba Piedraquemada.

Baerdagh se inclinó profundamente por encima de la mesa para lanzar su aliento cargado de cerveza sobre Elminster con aire conspirador y susurró con voz ronca:

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