La Tentación de Elminster (42 page)

BOOK: La Tentación de Elminster
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Una mano humana sobresalía a través del bronce. La magia chisporroteaba alrededor de la muñeca, allí donde atravesaba el grueso metal, y la mano se movía, formando el lenguaje de señas utilizado por el clero de Mystra cuando llevaban a cabo rituales silenciosos.

El sacerdote observó unos cuantos de ellos y luego ordenó:

—¡Quedaos aquí! —Y salió zumbando escaleras arriba hacia la puerta que conducía a la barbacana. Tenía que acceder a aquel balcón...

Las manos del hombre alto de la capa negra temblaban cuando las retiró de las puertas. Sabía que lo habían visto y conocía el estado de ánimo de la muchedumbre que se agolpaba a su espalda.

—No sirve de nada —dijo en voz alta—. No puedo entrar.

—Pero tú eres uno de ellos, ¿verdad? —gruñó una voz, pegada a su oreja.

—Sí, yo lo vi... usó un hechizo, ¡lo hizo! —intervino otra, altisonante por el miedo y la cólera... o más bien con la colérica necesidad de estallar.

El hombre de la capa negra no respondió, pero levantó la mirada hacia el balcón con apremiante esperanza.

Se vio recompensado. Dos fornidos guardas hicieron su aparición con las picas en las manos —picas que podían tranquilamente llegar hasta el suelo, para clavarse y atravesar a cualquiera que se encontrara cerca de la puerta— y preguntaron con voz ronca, más o menos al unísono:

—¿Sí? ¿Tienes algún asunto legítimo que tratar en este recinto sagrado?

—Así es —les dijo el hombre, sin hacer caso de los enojados refunfuños que se elevaron como una oleada tras sus palabras—. ¿Por qué están las puertas cerradas?

—Grandes acontecimientos en lo alto exigen contemplación por parte de todos los siervos ordenados de Mystra —replicó el guarda.

—¡Ah! ¿Se celebra acaso una orgía ahí dentro, o sólo una bacanal? —gritó alguien desde el centro de la multitud, y se escucharon rugidos de asentimiento y mofa—. ¡Vamos, dejadnos entrar! ¡Nosotros también queremos participar!

—¡Retiraos! —tronaron los guardas, irguiéndose para enfrentarse a todos los reunidos.

—¿Sigue viva Mystra? —inquirió alguien.

—¡Eso! —Otros hicieron suyo el grito—. ¿Respira todavía la diosa de la magia?

—Claro que sí —les espetó un guarda con expresión desdeñosa—. ¡Ahora marchad!

—¡Pruébalo! —exigió una voz—. ¡Lanza un hechizo!

El centinela sopesó su pica.

—Yo no hago hechizos, Roldo —dijo—. ¿Y tú?

—¡Haz que venga unos de los sacerdotes... que vengan todos! —ordenó Roldo.

—Eso —asintió otra persona—. Y veamos si uno de ellos, sólo uno de ellos, puede hacer un conjuro.

El rugido de conformidad que siguió a sus palabras sacudió los mismos muros del templo, pero a través de él el hombre de la capa negra oyó que uno de los guardas mascullaba:

—Sí, y que sea una enorme bola de fuego, justo ahí.

El otro asintió, sin sonreír.

—Escuchad —les dijo el hombre—. Tengo que hablar con Kadeln, Kadeln Parosper. Decidle que se trata de Tenthar.

—No, escucha tú —respondió con frialdad el guarda más cercano inclinándose sobre la barandilla—. No pienso abrir estas puertas por nadie... si no es la divina Mystra en persona. Así que, si puedes volver de la mano con ella, y los dos pedís muy amablemente acceso al interior, muy bien, pero de lo contrario...

Una tercera figura apareció en el balcón, atisbando por detrás del hombro del guardián. Llevaba la capa y el yelmo de un guarda, pero no guanteletes, y el yelmo —que le venía excesivamente grande— no dejaba de resbalarle sobre el rostro.

Una mano impaciente echó el casco hacia arriba y atrás para que no molestara, y el rostro pálido y preocupado de Kadeln, sacerdote del códice del templo, bajó la mirada hacia su amigo.

—Tenthar —siseó—, no deberías haber venido aquí. Estas gentes están enloquecidas por el temor.

—¿Sabes? —observó el hombre de la capa negra como quien no quiere la cosa—, de pie aquí abajo con ellos, he empezado a darme cuenta de ello.

Entonces su autocontrol se desmoronó e intentó trepar por la pared hasta el balcón, sin hacer caso de un amonestador golpe de pica. La sucia hoja se detuvo a pocos centímetros de su nariz y se quedó allí a modo de advertencia, pero Tenthar no le prestó la más mínima atención.

—Kadeln —el hombre rugía ahora—, ¿qué es lo que sucede? Todo maldito hechizo que intento sale mal, y cuando estudio... nada. ¡No consigo obtener nuevos conjuros!

—Ocurre lo mismo aquí —susurró el lívido sacerdote—. Dicen que Mystra debe de haber muerto, y...

Uno de los guardas arrastró a Kadeln fuera del borde del balcón, y el otro movió la pica con furia; Tenthar se apartó desesperadamente para quedar fuera de su alcance y resbaló de las puertas de bronce para caer al suelo.

La muchedumbre se apartó unos pasos como por arte de magia, y el hombre se encontró tumbado en un pequeño espacio despejado con la pica colgando de nuevo a un palmo de su garganta.

—¿Quién eres? —exigió el guarda que la empuñaba—. Responde o morirás. Tengo nuevas órdenes.

Tenthar se sentó en el suelo y apartó la punta del arma con un gesto despectivo; aunque, cuando se puso en pie, tuvo buen cuidado de mantenerse a buena distancia de ella.

—Mi nombre es Tenthar Taerhamoos —respondió muy serio, abriendo la capa para mostrar ropajes suntuosos, y un medallón tachonado de joyas que centelleaba sobre su pecho—, archimago de la Torre del Fénix. Volveré.

Y con aquella inexorable promesa el archimago giró en redondo y se abrió paso casi con arrogancia por entre la multitud. A su alrededor todo eran murmullos de «¡Es cierto! ¡Mystra está muerta! ¿Se ha perdido la magia?» y cosas por el estilo.

Un piedra salió disparada de la nada y golpeó a Tenthar en el hombro, pero él no se detuvo, sino que siguió abriéndose paso por entre cuerpos no muy dispuestos a dejarlo pasar.

—¡Un archimago! —chilló alguien.

—¡Sin hechizos! —dijo otro, no muy lejos.

Otra piedra golpeó a Tenthar, esta vez en la cabeza, y el hombre se tambaleó.

Se produjo un rugido que era una mezcla de temor y de exultante avidez a su alrededor, y alguien aulló:

—¡A él!

—¡A él! —repitió un eco atronador.

Tenthar cayó de rodillas, alzó la mirada para contemplar las botas, palos y manos que se abalanzaban sobre él desde todos lados, sujetó con fuerza su precioso medallón para impedir que su conjuro saliera mal, y pronunció las palabras que había esperado no tener que decir.

Saltaron rayos en todas direcciones, y el archimago intentó no mirar cómo las gentes agonizantes se revolvían víctimas de sus ávidas oleadas. Un encadenamiento de rayos es algo terrible incluso cuando no está aumentado; pero, con la participación del medallón, se convertía en...

Suspiró y se incorporó mientras los últimos alaridos se apagaban; vio que los supervivientes se alejaban corriendo a campo traviesa. Lo mejor sería que él también saliera corriendo, antes de que algún idiota sediento de sangre volviera a reorganizarlos o las personas que quedaban allí y que sólo estaban aturdidas y convulsionadas se recuperaran lo suficiente para buscar venganza.

El olor a carne asada era muy fuerte; había cuerpos amontonados por todas partes. Tenthar sintió náuseas pero, aun así, consiguió echar a correr. Ni siquiera vio la pica que le arrojaron desde el balcón, y que erró por mucha distancia el tiro para ir a clavarse, estremecida, en el polvo.

Un cuerpo ennegrecido se levantó de entre los muertos y la liberó.

—Lo que más me molesta de estos jueguecitos —comentó mirando al vacío— es el coste. ¿Cuántas vidas se apagarán, esta vez, antes de que esto acabe?

Otro cuerpo ennegrecido se levantó, se encogió de hombros, tocó la pica, y dijo con tristeza:

—Siempre hay un precio. Todo nuestro poder, y no podemos cambiar eso.

Brillaron dos resplandores en el aire... y los dos cuerpos ennegrecidos desaparecieron; también la pica se desvaneció al cabo de un instante.

—¿Es que hay archimagos bajo cada piedra ahí afuera? ¿O qué malditos dioses danzantes eran ésos? —vociferó el guarda que había arrojado el arma, con más miedo que cólera en la voz.

—Mystra y Azuth —musitó el sacerdote situado junto a él. Los guardas se volvieron para mirar a Kadeln... y lanzaron una exclamación de asombro. La pica desaparecida acababa de aparecer entre las estremecidas manos del clérigo, quien los contempló a ambos con ojos llenos de asombro y gimoteó—: Eran Mystra y Azuth. Justo ahí, con los símbolos por los que nos han concedido el modo de identificarlos reluciendo sobre sus cabezas... ¡justo ahí!

Intentó señalar el desorden de cadáveres, pero cambió de idea y eligió desmayarse; algo que hizo muy bien, poniendo los ojos en blanco y doblando el cuerpo al frente. Uno de los guardas lo sujetó a tiempo por la fuerza de la costumbre, y el otro se hizo con el arma.

Si iban a llegar dioses de visita, no quería estar desarmado.

—¡Mystra está muerta! —declaró jubilosa la Dama Tenebrosa—. Sus sacerdotes han descubierto que sus conjuros no son más que cosas sin sustancia, y los magos estudian pero no encuentran poder tras sus palabras. La magia está ahora a nuestras órdenes: ¡nosotros la controlamos!

Las llamas moradas que rugían en el brasero que tenía delante proyectaron curiosas luces sobre su rostro cuando alzó los ojos que eran muy grandes y oscuros, para contemplarlos a todos. Alrededor de las llamas aguardaba sentado su ansioso público: los seis sacerdotes de la Dama Tenebrosa que habían aceptado actuar como hechiceros, aprovechando para sus conjuros el poder de lo que ya había empezado a ser conocido como el Secreto Oculto en la Esfera. Con ellos podrían convertir la Casa de la Noche Sagrada en el templo de Shar más poderoso de todo Faerun, y la religión de la Portada de la Noche en la más potente de todo Toril. Tal vez ni siquiera tardarían demasiado en conseguirlo.

—Mis muy leales Hechizos Pavorosos —les dijo la suma sacerdotisa—, tenéis una magnífica oportunidad de obtener el favor de Shar, y poder para vosotros. Recorred Faerun y buscad a los magos más competentes y los mayores depósitos de magia. Matad a quien convenga, y apoderaos de todo lo que podáis. Traed aquí tomos, objetos raros y cualquier cosa que posea el más leve brillo de la magia. Debéis matar a todos aquellos siervos de Mystra llamados Elegidos si os encontráis con ellos. Nosotros desde aquí trabajaremos con toda diligencia en nuestros hechizos para intentar localizarlos para vosotros.

—Tenebrosa Señora... —la interpeló vacilante uno de los hechiceros.

—¿Sí, Hermano Pavoroso Elryn? —La voz de la Dama Tenebrosa Avroana era suave; una advertencia inequívoca para todos de que era mejor que cualquiera que osara interrumpirla tuviera una muy buena razón para hacerlo... o ella se ocuparía de dársela.

—Mi trabajo consiste en observar mágicamente a nuestros agentes en Westgate —explicó Elryn con rapidez—, y el rumor que corre ahora por esa ciudad menciona muchas observaciones recientes de un Elegido en la vecindad de Manto de Estrellas... Algo sobre entrar en un «Paraje Muerto».

—También yo he oído tales noticias —coincidió ansiosa la mujer—. Te doy las gracias por facilitarnos la localización, Elryn. Todos vosotros iréis allí inmediatamente, y allí se inicia nuestra divina tarea. Introducid las manos en las llamas, mis muy leales Hechizos Pavorosos, y no olvidéis jamás que podemos veros y oíros en todo momento.

Seis rostros palidecieron; y seis manos se extendieron de mala gana hacia las llamas. La Dama Tenebrosa Avroana rió satisfecha ante su temor y dejó que se quemaran durante un rato antes de pronunciar las palabras que los transportaron a otra parte.

Estaba todo muy tranquilo en el bosque alrededor del santuario... y, desde que habían comenzado las muertes y el miedo había echado de allí a la gente, muy silencioso.

La mayoría de los días Uldus Carneronegro permanecía solo de rodillas ante el bloque de piedra, azotándose sin entusiasmo unas cuantas veces —con suavidad, para no hacer demasiado ruido— y musitando oraciones dirigidas a la Bayadera de la Noche.

El santuario se había fundado con tanto esmero, consagrándolo con sangre y un ritual salvaje, que Uldus todavía enrojecía al recordarlo. Sin embargo, ahora ya no había damas vestidas de negro que bailaran y giraran descalzas alrededor del bloque astado de piedra ni nadie que lo guiara en sus medio olvidadas plegarias, de modo que se dedicaba principalmente a dar las gracias a Shar por mantenerlo con vida durante sus furtivas visitas al bosque. Esperaba que ella lo perdonaría por haber dejado de acudir allí por las noches.

—Os ruego, mi siniestra señora, que me mantengáis a salvo del Asesino —musitó Uldus, rozando casi con los labios la oscura piedra—. Guiadme al poder y al regocijo sobre mis enemigos, y convertidme en una fuerte espada capaz de cortar allí donde necesitéis que algo quede cortado, y de acuchillar donde vuestra voluntad desee. Oh, muy divina Señora de la Noche, escuchad mi oración, la súplica de vuestro muy leal siervo, Uldus Carneronegro. Shar, escuchad mi plegaria. Shar, responded a mi plegaria. Shar, atended mi...

—Hecho, Uldus —dijo una voz decidida desde lo alto.

Uldus Carneronegro consiguió golpearse la cabeza contra el altar, dar una voltereta hacia atrás para colocarse unos cuatro pasos más allá e incorporarse, todo en un frenético y confuso movimiento.

Cuando se detuvo en seco, medio vuelto para huir, se encontró mirando a seis hombres calvos vestidos con túnicas negras y moradas, situados en semicírculo alrededor del altar y de cara a él, con un leve regocijo pintado en sus rostros.

—¿Señores de la Dama? —dijo Uldus, jadeante—. ¿Han recibido respuesta por fin mis oraciones?

—Uldus —dijo el mayor de ellos en tono afable, adelantándose—, lo han sido. Por fin. Además, se ha elegido para ti una recompensa adecuada. ¡Vas a conducirnos al interior de Paraje Muerto!

—¡A... alabada sea Shar! —respondió Uldus, abriendo los ojos desmesuradamente y poniéndolos en blanco al tiempo que se desplomaba sobre la hierba sin sentido.

—Reanimadlo —ordenó Elryn, sin molestarse en disimular su desprecio—. Y pensar que cosas como ésta veneran a la Muy Divina Señora del Quebranto.

—Bueno —observó uno de los hechiceros de más edad, inclinándose sobre el caído Uldus—, todos tenemos que empezar por algún sitio.

La refulgente esfera mágica describía órbitas alrededor del trono a una velocidad casi perezosa. Saeraede no le dedicaba más que una atención despreocupada, absorta como estaba en enviar imágenes de sí misma atisbando por entre los árboles para atraer a aquel audaz Elminster de vuelta al castillo.

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