—¿March?
—Fenwick March. El arqueólogo jefe del proyecto. Dirige todo esto cuando Porter no está aquí.
—¿Y qué han encontrado?
—Al principio lo que cabría esperar: vasijas embreadas con los bordes carbonizados, polen y restos paleozoicos, pero a medida que los trabajos avanzaban nos dimos cuenta de lo grande que era el yacimiento.
—¿Lo bastante como para ser la ciudad donde estaban instalados los obreros y arquitectos de la tumba?
—Bingo. Y entonces encontramos esto. —Se levantó, fue hasta un archivador, abrió un cajón y sacó dos rollos de papel. Volvió al escritorio y le entregó uno.
Logan lo desenrolló. Vio una foto en color de una antigua inscripción egipcia, grabada y pintada. Representaba a un rey sentado junto con líneas, flechas y distintos pictogramas primitivos.
—¿Lo reconoce? —le preguntó Romero.
Logan alzó la vista.
—Parece una especie de estela.
—Muy bien. Una estela de piedra para ser exactos. ¿Sabría decirme qué lleva escrito?
—Mi erudición no llega tan lejos —repuso Logan con una sonrisa.
—Es un mapa de carreteras.
—¿Un mapa de carreteras? ¿Para ir adónde?
Romero alzó una mano, con el dedo índice extendido, y, despacio, apuntó directamente al suelo, entre sus pies.
—Dios mío —dijo Logan.
—Sin duda sabe lo avanzados que estaban los antiguos egipcios en astronomía, en lo relativo a trazar mapas celestes. Esta estela era un mapa para mostrar a los arquitectos y constructores cómo llegar a la tumba durante su construcción. Sin duda tenía que haberse destruido, reducido a polvo, una vez que la tumba estuviera acabada. Por fortuna para nosotros no fue así. Gracias a ella hemos podido triangular la ubicación de la tumba dentro de unos pocos kilómetros. Una vez en el lugar, los análisis geológicos y los análisis académicos nos permitieron precisar aún más.
Logan pensó en la cuadrícula que había visto en el monitor del Centro de Inmersiones.
—Increíble. Muy propio de Porter Stone.
—Desde luego, pero Stone encontró algo más. En el extremo más alejado del yacimiento.
—¿Qué?
—Una pieza cuadrada gigantesca de basalto negro. Podría ser la base para algún tipo de estatua, quizá la del propio Narmer. Había sido pulida hasta darle el brillo de un ágata y lo conservaba a pesar del paso de los siglos. Contenía algo. —Le entregó el otro rollo.
—¿Qué es esto? —preguntó Logan.
—La razón de su presencia aquí.
Logan la miró.
—No lo entiendo.
Ella le devolvió la mirada con una sonrisa, pero esta vez sus ojos no sonreían en absoluto.
—Es una maldición.
—
U
NA maldición —repitió Logan.
Christina Romero asintió.
Porter Stone había aludido a una maldición, y Logan no había dejado de preguntarse cuándo volvería a salir el tema.
—¿Se refiere a una como la que supuestamente había en la tumba de Tutankhamón? ¿«La muerte tocará con sus veloces alas…» y todo lo demás? Eso no son más que leyendas.
—En el caso de Tutankhamón es posible que tenga razón, pero las maldiciones eran moneda corriente en el Imperio Antiguo, y no solo en las tumbas privadas. Como primer rey de un Egipto unificado, Narmer no iba a correr riesgos. Su tumba no podía ser profanada porque eso podía significar la disolución del imperio, de modo que dejó esta maldición a modo de advertencia. —Hizo una pausa—. Y menuda advertencia.
—¿Qué dice, exactamente?
Romero cogió la foto de la inscripción y la miró.
—«Todo hombre que ose entrar en mi tumba —tradujo— o cometa cualquier maldad contra el lugar de reposo de mi forma humana hallará una muerte cierta y fulminante. Si cruzara la primera puerta, los cimientos de su casa se hundirán, y su semilla caerá en tierra estéril; su sangre y sus miembros se convertirán en cenizas, y la lengua se le clavará en la garganta. Si traspasara la segunda puerta, la oscuridad lo seguirá y será perseguido por la serpiente y el chacal. La mano que se atreviere a tocar mi forma inmortal arderá con fuego inextinguible. Pero si alguien osara en su temeridad cruzar la tercera puerta, el dios negro de la más profunda sima lo atrapará y esparcirá sus miembros por los confines del mundo. Y yo, Narmer el Eterno, lo atormentaré a él y a los suyos noche y día, tanto en la vigilia como en el sueño, hasta que la locura y la muerte se conviertan en su templo para la eternidad».
Romero dejó el rollo en el escritorio y por un momento se hizo el silencio en el despacho.
—Bonito cuento para antes de dormir —comentó Logan.
—Precioso, ¿verdad? Solo un tirano sediento de sangre como Narmer habría podido inventar algo así. Aunque, ahora que lo pienso, también podría ser obra de su mujer, Niethotep. Tal para cual —concluyó Romero meneando la cabeza.
—¿Niethotep?
—Menudo personaje. Una de esas psicópatas aficionadas a bañarse en la sangre de cien vírgenes, al menos eso se cree. Narmer se la trajo de Scitia, toda una realeza. —Romero dio la vuelta a la foto—. En fin, volviendo a la maldición, es la más larga que se conoce y también, con diferencia, la más concreta. Ha oído la referencia al dios de la sima más profunda, ¿no?
Logan asintió.
—Fíjese que no se le llama por el nombre. Ni siquiera Narmer, que en sí mismo era considerado un dios, se atreve a hacerlo. Se refería a An’kavasht, aquel cuyo rostro está vuelto hacia atrás. Un dios de pesadilla y maldad al que los primeros egipcios temían más que a nada. An’kavasht moraba en el Exterior, en la noche infinita. ¿Sabe lo que significaba «Exterior»?
—No, no lo sé.
—Significaba el Sudd. —Hizo una pausa para dejar que sus palabras surtieran efecto. Luego cogió las dos fotos, las enrolló y volvió a meterlas en el archivador—. Transcurridos cincuenta años, el avance de las aguas de esta marisma habría hecho innecesario cualquier secreto. El Sudd se habría ocupado de ocultar la tumba. —Miró a Logan—. Pero ¿sabe qué? No creo que a Narmer le preocupara especialmente ocultarla. Recuerde que se lo consideraba un dios, y no solo en el sentido ceremonial. Cualquiera que profane la tumba de un dios se estará buscando problemas. Además de la maldición, Narmer tenía todo un ejército de muertos para protegerlo. Nadie, ni siquiera el ladrón más descarado, se atrevería a desafiar semejante maldición.
—¿Qué es esa historia de las tres puertas?
—Las puertas son las entradas selladas de una tumba real. Por lo visto la tumba de Narmer tiene tres cámaras, al menos tres cámaras importantes.
Logan se removió en la silla.
—Y esa maldición es la razón de que yo esté aquí.
—Ha habido varios… ¿cómo lo diría March? Varios sucesos anómalos desde que empezamos la excavación. Equipos que funcionan mal. Cosas que desaparecen y reaparecen en el lugar equivocado. Un número inusualmente alto de accidentes muy poco habituales.
—Y la gente empieza a estar asustada.
—Yo no diría asustada, pero sí inquieta, y quizá desmoralizada. Bastante difícil es estar aquí, en mitad de la nada, flotando en la peor marisma del mundo, para que encima pasen cosas raras. Ya sabe cómo empiezan las habladurías. No sé, es posible que la gente se calme un poco si lo ven a usted husmeando por aquí.
«Husmeando por aquí». A medida que hablaba, el inicial escepticismo de Romero, por no decir abierta hostilidad, había vuelto.
—O sea, que voy a ser el hechicero de la tribu —comentó Logan—. Es posible que no sirva de nada, pero resultará reconfortante verme manos a la obra. —La miró fijamente—. Ahora ya sé a qué atenerme. Gracias por la franqueza.
Romero sonrió, pero no fue una sonrisa precisamente amistosa.
—¿Tiene algún problema con la franqueza?
—En absoluto. Aclara las cosas. Y puede ser muy estimulante…, incluso esclarecedora.
—¿Por ejemplo?
—Por ejemplo con usted.
—¿Qué pasa conmigo? —preguntó ella con aspereza—. No sabe nada de mí.
—La verdad es que sé bastante. Aunque buena parte son conjeturas, lo reconozco. —Le sostuvo la mirada—. Usted es la más pequeña de la familia. Supongo que sus hermanos mayores son todos chicos. Me atrevo incluso a suponer que su padre les dedicaba la mayor parte de su atención: Boy Scouts, Little League. No debía de tener mucho tiempo para usted, y en cuanto a sus hermanos, cuando se fijaban en la niña de la casa era para menospreciarla. Eso explicaría su hostilidad natural y su exagerada compensación académica.
Romero abrió la boca para decir algo, pero la cerró y permaneció callada.
—En su familia hubo una mujer que destacó o se hizo famosa hace algunas generaciones. Una arqueóloga quizá, o tal vez una alpinista. La manera en que ha colgado sus diplomas en la pared, ligeramente torcidos, sugiere una aproximación un tanto informal al mundo académico: formamos una familia grande y feliz tanto si tenemos doctorados impresionantes como si no. Sin embargo, el hecho de que se trajera sus títulos apunta una profunda inseguridad respecto a su posición en este proyecto. Una mujer joven, una de las pocas entre muchos hombres, y en un entorno hostil… Sin duda le preocupa que no la tomen en serio. Ah, y su segundo nombre de pila empieza por «A».
Ella lo miró echando chispas por los ojos.
—¿Y cómo narices sabe usted eso?
Logan señaló con el pulgar por encima del hombro.
—Está escrito en la placa de la puerta.
Romero se levantó.
—Largo.
—Gracias por la conversación, doctora —dijo Logan antes de ponerse en pie y salir.
L
A agenda de Logan estaba vacía hasta la mañana siguiente, de manera que dedicó el resto de la tarde a deambular por la estación para acostumbrarse a su ligero balanceo y conocer el lugar y a sus ocupantes. Dado que ya había visto las oficinas, la zona residencial y el Centro de Inmersiones, decidió echar un vistazo a los laboratorios del sector Rojo. A pesar de que eran pequeños, su diversidad lo dejó atónito. No solo los había de arqueología, sino también de geología, química orgánica, paleobotánica, paleozoología y otras especialidades. Eran todos modulares, unos cubículos de acero inoxidable de unos dos metros cuadrados. Si bien algunos estaban ocupados, muchos parecían sellados. Al parecer Porter Stone escogía los laboratorios que estimaba útiles para cada expedición y los iba activando según las necesidades.
A continuación visitó el sector Blanco y descubrió que era el centro de mando y control. A pesar de que encontró las obligadas zonas de seguridad y puertas cerradas, el lugar resultaba agradablemente informal. Había pocos guardias, y los que vio se mostraron amables y comunicativos. No mencionó la maldición ni los motivos de su presencia en la excavación, pero a juzgar por las miradas de curiosidad que despertaba, resultaba evidente que al menos algunos de ellos habían sido informados.
El centro neurálgico del sector Blanco era un amplio espacio atendido por un único técnico que se sentaba en un rincón del fondo, ante una serie de terminales. Se hallaba de espaldas a Logan y tan rodeado de monitores que daba la impresión de ser un piloto en la estrecha cabina de una aeronave.
—¿Ha descubierto algún ratero? —preguntó al entrar.
El técnico dio un respingo y se volvió con tanta rapidez que el libro que tenía en el regazo salió volando y aterrizó en un extremo de la sala.
—¡Por san Judas! —exclamó tirando del cuello de su bata de laboratorio con un dedo—. ¿Quiere provocarme un ataque al corazón o algo parecido?
—No. Supongo que eso estropearía el día al doctor Rush. —Logan avanzó con la mano tendida y una sonrisa—. Soy Jeremy Logan.
—Y yo Cory Landau.
Desde la puerta, a juzgar por su pelo, negro y despeinado, y por cómo se repantigaba en la silla, Logan había supuesto que era joven, pero al verlo cara a cara se llevó una sorpresa. Landau no tendría más de veintidós o veintitrés años. De ojos azules y chispeantes, lucía una tez fresca y rosada propia de un querubín, y —curiosa adición— un bigote al estilo Zapata. En la mesa había una lata de Jolt y un paquete de chicles.
—Bueno —dijo Logan—, ¿cuál es su trabajo aquí?
—¿A usted qué le parece? —replicó el joven echándose hacia atrás en la silla; el sobresalto inicial fue sustituido por una afectada despreocupación—. Dirijo el cotarro. —Tomó un sorbo de Jolt—. ¿A qué se refería con el chiste ese de si había descubierto algún ratero?
Logan indicó con la cabeza la batería de monitores que rodeaba a Landau.
—Tiene aquí más pantallas que en el centro de seguridad de un casino de Las Vegas —comentó.
—Y un cuerno centro de seguridad. Todo empieza y acaba aquí. —De repente Landau lo miró con suspicacia—. Oiga, ¿quién es usted?
—No se preocupe, soy uno de los buenos. —Logan le mostró su identificación.
—En ese caso, eche un vistazo a esto. —Landau hizo un gesto que abarcaba la muralla de monitores y la media docena de teclados repartidos bajo ellos—. Aquí es donde se introduce la información y toda una serie de programas autónomos procesan los números.
—Creía que de eso se ocupaban los del Centro de Inmersiones.
Landau hizo un gesto displicente con la mano.
—¿Bromea? Ellos solo construyen el piano. Yo soy el artista que toca el instrumento. Observe.
Con un veloz tecleo hizo aparecer una imagen en una de las pantallas.
—¿Lo ve? Recibimos información visual, de sónar y de los sensores de las distintas misiones de buceo que están en marcha. Todo se descarga en un programa que traza un mapa del terreno que hay bajo el agua. Es una fiera de programa. Este es el resultado.
Logan miró en la dirección de la mano tendida hacia la imagen de la pantalla. Resultaba realmente impresionante: una imagen en tres dimensiones de un paisaje ondulante, casi lunar, perforado por túneles y agujeros de sondeo.
—Así es el Sudd a doce metros por debajo de nosotros —explicó Landau—. Con cada inmersión, la representación del lecho de la marisma y de las cavernas que hay debajo… se expande. —Hizo una demostración de cómo se podía manipular la imagen, ampliándola, reduciéndola, haciéndola girar sobre sus ejes—. Ha mencionado el Centro de Inmersiones, ¿lo conoce ya?
Logan asintió.
—¿Tuvo ocasión de ver la cuadrícula?
—¿Se refiere a eso que parece una cartulina de bingo a lo grande?
—A eso mismo. Bueno, pues lo que tengo aquí es la segunda parte de la ecuación. La cuadrícula es una representación bidimensional de lo que hemos explorado hasta el momento, y esto muestra su topología exacta. —Landau dio una palmada al monitor con orgullo paternal—. Cuando encontremos la…, lo que andamos buscando, utilizaremos esto para asegurarnos de que lo tenemos debidamente cartografiado y explorado.