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Authors: Kenneth Robeson

Tags: #Aventuras, Pulp

La tierra del terror (19 page)

BOOK: La tierra del terror
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—¡Cielos! —rió Monk—. ¿Qué clase de magia pusiste en esa pistola, Doc?

Éste pareció tan sorprendido como los otros. Luego se le ocurrió la explicación.

—¿Qué método emplea el castor para advertir a sus compañeros que hay peligro —preguntó.

—Da al agua un latigazo con su cola —replicó Monk.

—Eso lo explica —declaró Doc—. Estos castores prehistóricos sin duda usan la misma señal de peligro. Confundieron el disparo por un toque de alarma por uno de sus compañeros.

Monk lanzó una carcajada.

Capítulo XX

La escena mortal

El resto de la noche transcurrió sin novedad, aunque en medio de un alboroto espantoso.

Volvieron a escuchar el fragor de los combates que en las sombras libraban los gigantescos animales y muchos pasaron cerca del refugio de los seis amigos.

Cuando al despuntar el día se retiraron los reptiles colosales más feroces.

Doc y sus hombres descendieron de los helechos, comprobando el daño inferido por los gigantescos castores.

El disparo fue en verdad oportuno, pues el árbol de Monk se sostenía por un espesor de tronco no más grueso que su muñeca y algunos de los otros árboles se bamboleaban a punto de caer.

Nuevamente habían salvado la vida.

Un incidente animó su investigación. El esquelético taxidermista asía frenético la cadena de su reloj, gimiendo:

—¡Mi escalpelo! ¡Ha desaparecido! ¡Estoy seguro de que lo tenía cuando trepé al árbol.

Doc le ayudó a buscar el instrumento en torno del árbol, pero no lo encontraron.

Bittman estaba muy afligido.

—Puede comprar otro por unos cuantos dólares —sugirió Doc.

—No —murmuró Bittman—. Era un recuerdo. No lo habría vendido ni por quinientos dólares.

No encontrando el desaparecido escalpelo, los aventureros se dirigieron a buscar un desayuno, manteniéndose junto a los helechos que ofrecían un refugio seguro en caso de una alarma inopinada.

A Doc Savage le cupo el honor de proporcionar el desayuno. Un perezoso, grande y bien cebado animal, se cruzó en su camino. Lo abatió en un estacazo.

—Espero que éste tendrá mejor sabor que el otro —comentó Monk.

No es el caso de estar eligiendo —repuso Ham—. ¿Crees acaso que estás en un restaurante de Nueva York?

—Se alimenta de hierbas y frutas —observó Doc—. No debe ser malo de comer.

Encendieron fuego, improvisaron un asador y en pocos momentos la comida estuvo a punto.

En efecto, resultó sabroso.

Cuando terminaron de comer, Doc anunció:

—Os dejo, muchachos. No os separéis durante mi ausencia. El peligro constante en este lugar es incalculable.

—¿Dónde vas? —inquirió Ham.

—Luego te lo diré. Doc, sonriendo, echó a correr, desapareciendo como si lo hubiese tragado la tierra. Encontró una pista cerca del castor prehistórico que fue arrastrado hasta el refugio nocturno de los compañeros: los hombres de Kar fueron dos.

Siguió avanzando con rapidez, sin perder de vista ningún detalle sobremanera. Divisó un animal negro, con listas blancas y moteado, del tamaño de un león, que caminaba velozmente.

El extraordinario animal tenía una cola negra y espesa, casi cuatro veces más larga que su cuerpo.

La cola se agitaba por encima de la vegetación tropical como una bandera, una señal de aviso. ¡Y una señal de aviso era!

Doc calculó que el animal debía ser el antecesor de la comadreja americana.

Mientras le vigilaba, apareció saltando un tiranosaurio, derribando con sus patas delanteras los árboles que le estorbaban a su paso.

El reptil monstruoso se detenía con frecuencia, balanceándose sobre sus patas con tres dedos y volviéndose con lentitud, a estilo de un perro, empinado sobre sus patas traseras.

El carnívoro gigantesco no debía haber satisfecho su apetito durante la noche y seguía cazando.

Doc se escondió tras un grupo de helechos, permaneciendo completamente inmóvil. La sorprendió ver al feroz animal, de proporciones gigantescas, huir del antecesor de la comadreja o mofeta americana.

Fue una lección acerca de la eficacia de la defensa por medio del ataque con gases.

Libre ya el camino, Doc prosiguió sus investigaciones.

La pista de los hombres de Kar apuntaba hacia el centro del cráter. Era evidente que en varias ocasiones intentaron esconder sus huellas vadeando la orilla de algunos charcos de agua que no eran demasiado calientes.

Pero Doc seguía el rastro.

Se detuvo a cortar una especie de caña a la que despojó de sus hojas.

Trabajó luego unos instantes en el extremo más largo. Después probó el mango de la jabalina improvisada.

Estuvo unos instantes buscando algo en que probar su lanza. Encontró caza en la forma de un animalillo de aspecto repugnante, con pelos recios y puntiagudos como espinas.

Era sin duda el predecesor del puercoespín vulgar.

Lanzó certera la jabalina, infligiendo una leve herida en el flanco del animal, que huyó velozmente y de pronto cayó muerto.

Cuando la víctima rodó por tierra, muerta, en los labios de Doc brotó de improviso el sonido de gorjeo, suave y melodioso, que pareció perderse en la jungla fantástica y exuberante. Luego reinó un silencio profundo.

Al parecer, Doc Savage descubrió una cosa interesante.

Continuó siguiendo las huellas de los hombres de Kar, quienes, debido a la intensa oscuridad de la noche y al temor que debían sentir por los reptiles gigantescos, no consiguieron borrar por completo su rastro.

Aunque los reptiles atraían su atención, no escaseaban los animales menores. Vio muchos semejantes a armadillos, algunos no mayores que una rata, otros de mayor tamaño.

Los tipos de caballos prehistóricos, de una talla parecida a la oveja, eran muy interesantes.

Quien no hubiese estudiado los tipos prehistóricos podría haberlos confundido por conejos de orejas cortas, aunque un examen minucioso habría demostrado muchas diferencias, entre ellas, la cabeza equina era bastante pronunciada.

Pululaban por los alrededores muchas especies semejantes a ardillas, desde el tamaño de un ratón al de un perro.

Cuando el terreno era pendiente, abundaban esos habitantes de madrigueras.

De improviso, una nube color pizarra se cernió sobre la jungla. El movimiento de las grandes alas hacía batir la fronda de los helechos gigantescos, como si los azotara un vendaval. Doc se aplanó en el suelo.

Las alas viscosas batieron sobre él, como si una mano, grande e invisible, sacudiese una lona. El hedor de la carroña fue avivado por las alas.

Pero Doc obró con demasiada rapidez. El inmenso reptil volador pasó de largo por su propio ímpetu. Su pico armado de dientes hendió el espacio con ruido al chocar los dientes.

Doc huyó entonces hacia una parte bastante extensa donde la vegetación era espinosa. Tenía la idea de que las alas membranosas del pterodáctilo eran sensibles y no resistirían el choque de las espinas.

El reptil aéreo se lanzó en su persecución. Las espinas laceraron sus alas.

El animal lanzando un horrible rugido y gruñido, saltó hacia atrás.

Pero de pronto acudió otro pterodáctilo. Luego otro. Los gritos del primero los atrajeron. Y seguían llegando.

Las monstruosas aves, semejantes a grandes murciélagos, llegaron en tan gran número que literalmente borraban todo vestigio de luz.

Y el viento que sus alas hacían, doblaba y torcía la fronda de los helechos amenazando arrancarla. El hedor era casi irresistible.

Doc se encontraba en un dilema. No tenía suficientes municiones para luchar contra los pterodáctilos y aventurarse a salir de la región espinosa sería fatal.

Era evidente que los reptiles voladores perseguían a menudo a otros animales hasta aquella parte espinosa, pues, a pesar de que casi no poseían cerebro, no se aventuraban a meterse entre la vegetación punzante.

Doc decidió esperara a que los pterodáctilos cansados, se marchasen.

Creía que partirían pronto, el permanecía inmóvil.

Pero surgió un nuevo y horrible incidente.

Uno de los colosales reptiles que andaban saltando, atraído por la nube de monstruos aéreos, se acercó dando enormes brincos. El matorral espinoso no molestó en absoluto al terrible tiranosaurio.

Avanzaba tranquilo por entre la vegetación espinosa y empezó a buscar a Doc. Después de brincar unos cincuenta metros, se detenía mirando a su alrededor.

Doc se movió únicamente cuando la horrible cabeza con sus tremendas hileras de dientes, se volvía hacia otro lado.

Entonces procuraba no hacer el menor ruido. Tenía la desagradable sensación de que perecería al fin víctima del monstruo titánico.

Para mayor complicación viose de improviso frente a uno de estos antecesores de la moderna mofeta. El escandaloso animal daba señal de que iba a entrar en acción.

Doc disparó dos veces y el animal de cola negra y espesa cayó al instante.

El reptil monstruoso oyó los tiros y avanzó por entre las espinas, buscando.

De repente se dirigió en línea recta hacia el lugar donde el hombre acababa de matar al animal listado.

Doc Savage, sacando un cuchillo, desolló con rapidez a la mofeta cuya piel blanca y negra se echó encima como una capa.

Luego salió audazmente del matorral espinoso.

El monstruo, confundiéndolo con el hediondo animal, su natural enemigo, retrocedió huyendo rápidamente. Hasta los reptiles voladores cometieron el mismo error, dejando libre el campo.

Doc continuó entonces siguiendo la pista de los hombres de Kar con más cautela, dándose cuenta que era posible que los bandidos hubieran averiguado dónde estaba, guiándose por los disparos y la nube de pterodáctilos.

Las huellas de la pareja de fugitivos torcieron, de pronto, por un claro del bosque. La distancia entre huella y huella demostraba que corrían como locos.

No tardó en comprender el motivo.

Doc se encontró con una escena de matanza. El terreno esponjoso estaba rasgado, revuelto. Las huellas se presentaban tan profundas, que hubiera podido hundirse en ellas hasta la cintura.

¡Las huellas de un tiranosaurio, terrible carnicero, titán de los reptiles, igual al ejemplar de que acababa él de escapar!

El monstruo prehistórico había devorado a los dos hombres de Kar. Doc, mirando a su alrededor, encontró señales inconfundibles de ello.

Un zapato, con un trozo de pie humano dentro y pedazos de dos trajes distintos, era prueba elocuente de ello.

La pareja sufrió un fin merecido, teniendo en cuenta la maligna naturaleza del viaje que les había llevado al interior del cráter.

Doc regresó sobre sus pasos. Corrió. Los desgraciados bandidos, al arrastrar al gigantesco castor prehistórico al bosquecillo de helechos donde Doc y sus hombres acampaban, habrían dejado indudablemente, otro rastro.

Doc tenía intenciones de seguirlo, pero recordó su promesa de regresar enseguida y retrocedió.

Le aguardaba una sorpresa al llegar al lugar en que dejó a sus amigos: ¡habían desaparecido!

Se veían muchas pisadas por el lugar. Estas bastaron para que los ojos de Doc, habituados a leer rastros, le hiciesen comprender lo sucedido.

¡Kar había capturado a sus amigos!

Capítulo XXI

Monstruos humanos

La quietud del día, que había sucedido a las tribulaciones de la noche, hizo sentir sus efectos en los cinco amigos, que, una vez que se hubo alejado Doc, se recostaron en el suelo y en breves minutos el sueño comenzó a invadirles.

Ham y Johnny decidieron hacer guardia en tanto dormían sus amigos, pero sus ojos cansados difícilmente se mantenían abiertos y de tanto en tanto, se cerraban pesadamente.

Oliver Wording Bittman, se acostó también al lado de sus compañeros, pero no tardó en ponerse de pie y en comenzar a pasear de un lado a otro, dando muestras de mucha nerviosidad.

En realidad era el que menos había intervenido en las peligrosas aventuras que habían corrido y por lo tanto, su cuerpo estaba más descansado.

En vista de ello, Ham y Johnny, pensaron que Bittman podía avisarles de cualquier peligro y no hicieron mayores esfuerzos por vencer el sueño.

Pero de pronto se despertaron sobresaltados, al huir el ruido de pasos y una voz que exclamaba:

—Vamos, arriba todos y cuidado con intentar algo.

Los cinco amigos se sentaron en el suelo como impulsados por resortes, pudiendo ver a tres individuos, que de pie, ante ellos, les apuntaban con sendas pistolas ametralladoras.

Sus propias armas habían sido secuestradas por los tres enemigos.

Oliver Wording Bittman, también se hallaba acostado al lado de los cinco camaradas. Seguramente, vencido también por el sueño, y al notar la tranquilidad con que dormían sus compañeros, también se echó a dormir despreocupadamente.

Los tres bandidos guardaban prudente distancia de sus prisioneros.

Lanzarse sobre ellos hubiera sido empresa sumamente arriesgada, pues sus rápidas armas podrían matarlos antes de que hubiesen adelantado un paso.

Por lo tanto, los seis se levantaron en silencio, mirando desafiantes a sus tres captores.

—Andando —gritó uno de ellos indicando con su arma el camino que debían seguir—. Y no intenten escapar porque sería inútil.

Con las manos en alto, los cinco amigos de Doc y Oliver Wording Bittman, se volvieron y emprendieron la marcha en la dirección indicada por el bandido.

—Esto es una vergüenza —gruñó Monk—. Nos hemos hecho prender como corderos.

—Lo que no me explico es cómo Ham y Johnny se han dejado sorprender —respondió Renny.

—En realidad —aclaró Johnny— a mí me tomaron tan dormido como a ustedes. Sentía mucho sueño, y al ver a Bittman, que muy despejado iba de un lado a otro, pensé que él podía montar la guardia y me quedé dormido.

—¡Dios mío! —balbuceó Bittman—. ¿Dónde nos llevarán?

—Seguramente que a visitar a Kar —dijo Renny.

—Después de todo —exclamó Johnny por lo bajo— es una oportunidad que nos dan de enfrentarnos a Kar. Una vez allí, veremos cómo nos arreglamos para librarnos de estos forajidos y su jefe.

Monk seguía gruñendo:

—Esto es una vergüenza. Voy a dar media vuelta y lanzarme sobre estos tres bandidos de utilería.

—Es mejor que te contengas —replicó Johnny.

—En peores me las he visto —afirmó Monk.

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