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Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (17 page)

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
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Pero cuando apareció, la luz de aquella colina resultó ser blanca y fruto de la electricidad, no de un espíritu. Tilo se sintió algo decepcionada, pero vio en el rostro de Travis que él se sentía aliviado.

Después, los seis pudieron ver el túnel.

—Nuestro pasaje al País de las Maravillas —suspiró Jessica.

—Pues como vea a un maldito conejo blanco —prometió Richie a la vez que apuntaba con su subyugador—, le pego un tiro que lo dejo frito.

—Esta unidad ha sido enviada por el Enclave —dijo el ojo—. Seguid a esta unidad para descontaminaros.

—¿Enclave? —Travis frunció el ceño—. ¿Qué es el Enclave?

Pero el ojo recordó una vez más que no era una boca.

Los adolescentes se adentraron en el túnel, un amplio anillo de cemento y acero con tubos de luz y gruesos cables como resbaladizas anacondas negras. La suave pendiente los conducía hacia abajo, tierra adentro. Tras ellos, la entrada volvió a tomar la apariencia de la colina. No podían regresar… y tampoco avanzar mucho. Al cabo de unos cien metros, el pasaje tocó a su fin, bloqueado por un muro hecho de una especie de cristal o plástico reforzado. Solo tenía una escotilla cerrada a cal y canto.

—Cuando se abra la escotilla primaria, esta unidad os solicitará que entréis —dijo el ojo—. Después se os darán más instrucciones.

—Fijo —refunfuñó Richie—. ¿No os da la impresión de que ya hemos pasado por esto antes?

—Se llama
déjà vu
, Richie —dijo Jessica.

—Sí, lo que tú digas…

—Escotilla primaria. Descontaminación. Enclave. —Travis se volvió, emocionado, hacia los demás—. Esto es una base. Una de nuestras bases. Tiene que serlo. Ya os conté que aún había unidades militares capaces de plantar cara a los cosechadores. Esta tiene que ser una de ellas. —Sonrió—. Tenemos una oportunidad.

—Así que es el Ejército —dijo Richie, preocupado—. El Ejército británico de toda la vida. —Su madre quería que se alistase en el Ejército… o en cualquier cuerpo, a decir verdad. Pensaba que un poco de disciplina militar podría enderezarlo y sacarlo del callejón sin salida al que se dirigía su vida: alcohol, violencia, drogas. Él le dijo lo que pensaba de aquel plan sin medias tintas. En una frase. Con dos palabras. Le había fallado a su madre y entonces, cuando ya era demasiado tarde, deseó no haberlo hecho. Lo deseó de todo corazón.

Antony y Jessica parecían contentos ante la perspectiva de que se fuese a restablecer la autoridad de los adultos, pero Tilo se acordó del joven soldado con el que Fresno y ella se encontraron en el bosque cuando vivían con los Hijos de la Naturaleza. Optó por pegarse un tiro antes que seguir vivo y afrontar aquello que se aproximaba… la enfermedad, como acabó descubriendo. Recordó a los otros soldados equipados con máscaras de gas llevándose el cuerpo en silencio. Puede que fuese un poco prematuro formarse grandes expectativas acerca de quienes residiesen en el Enclave.

Aun así, Tilo no tuvo ningún reparo en cruzar la escotilla en cuanto esta se abrió con un giro, como el tapón de una botella. Todos lo hicieron. A más de uno le preocupó el hecho de que el ojo no los acompañase. La voz que los instó a entrar en la esclusa secundaria (idéntica a la anterior) era masculina, menos mecánica, pero, de algún modo, también menos reconfortante. Sobre todo cuando les indicó que tendrían que quitarse la ropa.

—¿Otra vez? —protestó Mel, furiosa—. Pero bueno, ¿es que vivimos en un mundo de mirones o qué?

Pero en aquella ocasión la experiencia no fue tan desagradable. Era un sencillo protocolo de descontaminación. Los adolescentes debían pasar en turnos desde la esclusa secundaria hasta la cámara de descontaminación, donde dejarían todas sus ropas y efectos personales antes de recibir una vigorosa ducha con agua tratada químicamente. Después, les entregarían ropa nueva y estarían listos para entrar en el Enclave. No se mencionó la palabra «procesamiento» ni una sola vez. A Mel no le gustaba la idea de tener que entregar las armas, pero tampoco parecía tener otra opción. Uno a uno, el grupo al completo cruzó al otro lado.

Su nueva indumentaria no era muy distinta de la anterior. Botas y ropa de combate color caqui.

—Es como si el color hubiese desaparecido del mundo —dijo Jessica, entristecida.

Mel se estaba oliendo las puntas húmedas de su cabello negro.

—No sé de qué estará hecho el champú que nos han obligado a echarnos, pero huele como… —Arrugó la nariz, asqueada—. Por decirlo con suavidad, no hubiesen conseguido venderlo antes de la enfermedad.

Travis no hizo ningún comentario. En la habitación en la que se encontraban había dos puertas, una que conducía a las cámaras de descontaminación y otra que, presumiblemente, llevaba al propio Enclave. Miró fijamente a la segunda. Recordó las palabras de Darion acerca de establecer contacto entre la resistencia humana y los rebeldes cosechadores. Si él, Travis, pudiese alcanzar ese objetivo, su libertad estaría justificada. Habría conseguido algo, marcar una diferencia. Y puede que la culpa que lo atormentaba por haber dejado a Simon y a los demás atrás desapareciese de una vez.

La segunda puerta se abrió. Un hombre escoltado por dos soldados y vestido con el uniforme de un capitán del Ejército apareció en la estancia lentamente, encorvado. Debía de tener sesenta años como mínimo, puede que mucho más. Su pelo era gris y lacio. Su bigote recordaba a una mancha de carbón. Profundas arrugas surcaban su rostro. Le recordó a Travis al mariscal de campo Montgomery, de la segunda guerra mundial, como si Monty nunca hubiese muerto, sino que solo hubiese envejecido, manteniéndose vivo gracias a los lejanos y desdibujados recuerdos de su glorioso pasado.

—Soy el capitán Gerald Taber, oficial del enlace militar —dijo el hombre—. Bienvenidos al Enclave.

El capitán Gerald Taber prosiguió:

—Somos una instalación científico-militar de alta seguridad, sellada herméticamente y completamente autosuficiente, parte de una red de bases parecidas a esta. Existimos para proporcionar soluciones militares y científicas y garantizar la continuidad de la administración en caso de catástrofes globales y cataclismos como el que ha tenido lugar.

Travis pensó que era como si estuviese leyendo un folleto o una orden memorizada durante años. ¿Habría imaginado el capitán Taber que llegaría el día en el que tendría que pronunciar aquellas palabras? Tras la enfermedad, con naves de los cosechadores sobrevolando los cielos, ¿tendría esperanza en las respuestas que se esperaban de él y sus colegas?

Porque, desde luego, el Enclave resultaba impresionante. Travis tuvo que admitirlo mientras Taber conducía a los adolescentes a través de la base. El techo abovedado, fruto de retirar tierra y roca; los brillantes arcos de acero que soportaban el peso de la colina; la enorme burbuja de cristal que garantizaba que el suministro de aire se mantuviese impoluto. El nivel superior seguía un diseño abierto, de modo que cuando los adolescentes cruzaron un pasillo central pudieron ver la prodigiosa cantidad de equipamiento militar que había a cada uno de los lados, incluyendo jeeps, camiones de transporte de suministros y algo parecido a tanques; sin embargo, cómo saldrían dichos vehículos al exterior en caso de que fuese necesario era un misterio. Travis se sentía como si hubiesen ido a parar al set de rodaje de la última película de Bond. Sí, la verdad es que tenía una apariencia impresionante.

Pero las apariencias engañan.

Había un montón de munición y muchísimas armas, pero por lo que parecía, no mucha gente para manejarlas. Un puñado de soldados aquí, otro grupo allá, jóvenes, y sin afeitar la mayoría, intrigados todos ellos por los recién llegados, intentando aparentar indiferencia, secretismo o confianza. Pero había miedo en sus ojos. Travis lo comprendió. No los criticaba por ello. Él tampoco era inmune al miedo. ¿Quién lo era? Pero… empezaba a pensar que acabar con los cosechadores no iba a ser una tarea tan sencilla como contarles a los militares supervivientes todo lo que sabía y sentarse a esperar mientras ellos hacían todo el trabajo. ¿Y si no estaban a la altura de las circunstancias? En el pasado tendía a pensar que como un adulto era mayor que él, tenía que ser necesariamente más sabio. Y puede que eso aún fuese cierto, en parte. Pero Travis también sabía que el hecho de que los adultos fuesen mayores no los hacía perfectos. No los hacía infalibles. Y, desde luego, no los hacía invulnerables.

Había aprendido todo aquello gracias a la enfermedad. Y al cuchillo entre las costillas de su padre.

Su mirada se fundió con la de Tilo. Sintió que su amiga tenía las mismas reservas.

Antony, por otra parte, parecía encantado de ver todo lo que Taber le mostraba. Travis pensó que quizá estuviese trasladando su lealtad hacia el colegio Harrington al Enclave.

—¿Y hay más niveles además de este, capitán Taber? —preguntaba el muchacho rubio.

—Así es, señor Clive —dijo Taber, que tras las presentaciones insistió en mantener las formalidades en el trato, algo que a Antony le pareció estupendo—. Hay otros dos niveles además de este. Aquí tenemos el arsenal y el área de entrenamiento. Por debajo de nosotros se encuentran las instalaciones científicas y de investigación, los laboratorios, la sala de reuniones y nuestro centro de monitorización y comunicaciones. Por último, sobre nosotros están los dormitorios y el área de descanso. Ya tenemos unas habitaciones preparadas para ustedes, pero antes de que les lleve a ellas quiero que conozcan a nuestra directora científica, la doctora June Mowatt.

Se trataba de una mujer que debió de ser joven allá por la década de los cincuenta, del mismo modo que sus ropas hubiesen estado de moda por aquel entonces. Su pelo estaba cubierto por una capa gris, como de polvo, y daba la impresión de que su piel hubiese ido perdiendo hidratación con el tiempo hasta conferirle una apariencia seca y marchita; pero sus ojos, protegidos tras unas gafas con montura de concha, aún conservaban la vivacidad. Su mirada dejaba entrever una actitud amistosa mientras estrechaba las manos de los adolescentes, a medida que entraban en la sala de reuniones.

—Sentaos, por favor —dijo ella, señalando una docena de sillas situadas en torno a una gran mesa circular—. Ya podéis descansar. Sé que ha sido un día muy duro.

—Ojalá solo hubiese sido un día —murmuró Mel.

La doctora Mowatt también se sentó, al igual que Taber.

—En primer lugar, debo disculparme por los rigores y las molestias causadas por nuestro protocolo de descontaminación. No es lo que se dice muy agradable, ¿verdad que no? No obstante, espero que entendáis por qué es necesario. La enfermedad es un virus. Tenemos que asegurarnos de que no encuentra el modo de llegar al interior del Enclave.

—Por supuesto —dijo Antony a la vez que asentía—. Lo entendemos, ¿no es así? Es una medida de precaución muy sensata.

—¿Pero nos van a devolver nuestras armas? —quiso saber Mel.

—El armamento alienígena está siendo estudiado por mi equipo de científicos. Obviamente, tenemos que aprender todo lo posible sobre la tecnología extraterrestre para, con suerte, poder contrarrestarla.

—Subyugadores —dijo Travis. Y no le gustó nada el «con suerte» de la señora Mowatt—. Los cosechadores llamaron subyugadores a esas armas.

—Ah, ¿sí? —La científica y el militar intercambiaron miradas cómplices—. Entonces, Travis, ¿dices que los alienígenas se llaman cosechadores a sí mismos?

—Hablan inglés. —¿Los miembros del Enclave no habían llegado siquiera a descubrir eso?—. Hablan el idioma de la parte del mundo en la que han aterrizado, en función de dónde lleven a cabo sus operaciones para capturar esclavos.

El capitán Taber carraspeó y negó con la cabeza.

—¿Esclavos? —La doctora Mowatt parecía impresionada—. Dios mío.

—Sí, esclavos —continuó Travis—. Están esclavizando a todos los jóvenes del planeta… o ese es su objetivo, al menos. Quiero decir, no… ¿no lo sabían?

—Hemos visto naves pequeñas sobrevolando las ciudades y los pueblos —dijo el capitán Taber—. Y de esas naves salían vainas que abatían a los niños.

—Recolectores —matizó Travis—. Y vainas de batalla.

—Y también hemos visto a los alienígenas… a los cosechadores llevarse los cuerpos de los niños, pero no tenemos ni idea de qué hacen a continuación. Asumimos que estaban muertos.

—Eso pensamos nosotros al principio, ¿verdad, Travis? —dijo Antony, al rescate de Taber.

—Pero si los daban por muertos —razonó Tilo—, si creían que los cosechadores estaban matando a los niños, ¿por qué no intentaron detenerlos? Tienen munición y hombres.

—Tilo, no sabemos si la doctora Mowatt y el capitán Taber no lo han intentado ya —intervino Jessica.

—Por favor. Por favor. —La doctora Mowatt levantó las manos, pidiendo calma.

—No estoy seguro de si este lugar es mejor que el colegio para niños pijos —le susurró Richie a Mel.

—Tenéis que entender nuestra posición —dijo la directora científica—. Estoy segura de que el capitán Taber os habrá informado de nuestro cometido original. La existencia de los Enclaves, tanto este como el resto de instalaciones distribuidas por todo el país, era alto secreto, por supuesto. El objetivo era que, en caso de que tuviese lugar un desastre de semejante magnitud que amenazase con desestabilizar por completo la sociedad, las bases se comunicarían entre ellas y tomarían el mando, restablecerían el orden, prevendrían la anarquía y proporcionarían ayuda. Esa era la teoría.

—Ahora viene un «pero», ¿a que sí? —farfulló Mel.

—Me temo que sí, Melanie —reconoció la doctora Mowatt abiertamente—. Al final, el pánico que afectó a la población general también se infiltró en los Enclaves. Ni siquiera nuestros procesos de descontaminación nos aislaron de él. Varios de nuestros soldados perdieron los nervios…

—Cosa de la que me avergüenzo —apostilló Taber sin mostrar un ápice de empatía.

—Y huyeron de la base. Para estar con sus familias. Para alertar a los medios de lo que estaba ocurriendo. Tendrían sus motivos, pero por muy válidos que estos pudiesen parecer, no podíamos permitir que esa gente se pusiese en contacto con la sociedad. Nos vimos obligados a tomar medidas para traerlos de vuelta.

—¡Yo vi a uno de esos! —exclamó Tilo—. Cuando estaba con… apuesto a que era uno de ellos, alguien de aquí, porque no paraba de decir que se acercaba el fin. Y se suicidó.

—Hubo un incidente de esas características, efectivamente. Pero gracias a la disciplina impuesta por el capitán Taber y el sentido del deber entre mi equipo de científicos, salimos mejor parados que la mayoría. Durante el punto álgido de la enfermedad, varios Enclaves fueron pasto de la rebelión. No se llevaron a cabo los protocolos correctos de acceso. La integridad de esas bases se vio comprometida y el personal acabó contrayendo la enfermedad. Poco después, las comunicaciones entre nosotros y los demás Enclaves se cortaron. Por lo que sabemos, puede que seamos el único Enclave operativo.

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