La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (2 page)

Read La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos Online

Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
8.74Mb size Format: txt, pdf, ePub

—Clive, ¿qué vamos a hacer? —Leo Milton, su asistente, un puesto que ahora compartía con Travis, se recordó Antony, dio un paso adelante, con su pecoso rostro colorado por el nerviosismo—. Tenemos que…

—Adentro, Leo —le ordenó Antony—. Todo el mundo adentro. A la sala de fiestas. Y, por favor, no os preocupéis.

—¿Quién está preocupado? —le murmuró Mel a Jessica—. Aunque si fuese de las que se muerden las uñas cuando se ponen nerviosas, a estas alturas no me quedarían más que muñones en los dedos.

La fiesta había concluido del todo en el interior de la sala. Durante la salida en desbandada hacia los patios interiores que había tenido lugar unos minutos antes, se habían tirado y reducido vasos a añicos, derramado jarras y volcado bancos. Los instrumentos que los músicos habían estado tocando yacían solitarios en el suelo como cadáveres; la pista de baile estaba desierta. Travis pensó que aquella tarde, antes de la llegada de los alienígenas, parecía sacada de un tiempo diferente, de una era distinta, previa a la enfermedad. Tendrían que volver a adaptarse… si es que podían.

—Escuchad. Escuchad todos.

Antony se puso en pie sobre la plataforma en la que cenaban los directores de Harrington. Travis y Leo Milton se colocaron cada uno a un lado, y quizá fuese una coincidencia, pero a medida que todo el mundo se apiñaba a su alrededor, los chicos que habían sido estudiantes de Harrington se situaban en el lado de la plataforma en el que se encontraba Leo, mientras que quienes habían llegado tras el advenimiento de la enfermedad optaban por el de Travis. Salvo por los desolados sollozos de los niños pequeños, la asamblea estaba en completo silencio.

—Todos sabemos lo que hemos visto ahí fuera. Todos hemos presenciado lo mismo. Naves espaciales, por imposible que parezca, naves espaciales pertenecientes a una raza alienígena, podemos suponer que ocupadas y pilotadas por extraterrestres, seres de otro mundo. Este hecho resulta evidente, no así sus implicaciones. No tenemos ni la más remota idea acerca de su origen o de cuáles son sus intenciones, pero lo que no tenemos que hacer es dejarnos llevar por el pánico. Debemos mantener la calma. Hasta puede que los alienígenas hayan venido a ayudarnos. Quizá su presencia sea exactamente lo que necesitamos para restablecer nuestra sociedad. Pero eso lo haremos mañana. Esta noche no quiero ni una luz encendida. Id a la cama. Id a dormir. Doblaré los turnos de vigilancia. Estaréis a salvo, os lo prometo. Harrington no ha dejado a nadie en la estacada, ¿verdad que no? Travis, Leo y yo discutiremos y decidiremos cuál debe ser nuestro próximo movimiento. Pero lo haremos mañana. De momento, como he dicho, creo que lo más inteligente es que descansemos.

—No creerás en serio que la gente va a ser capaz de dormir, ¿no, Clive? —insinuó Leo Milton en cuanto él y su compañero asistente se hubieron reunido con Antony en el despacho del director—. Tendríamos que haberles contado nuestros planes antes de mandarlos a sus dormitorios, deberíamos haberles transmitido la confianza de que tenemos la situación controlada.

—Sí. —Travis soltó una carcajada burlona—. Que tenemos el control de la situación… Ya. —Con una nave alienígena a media hora de distancia en coche e incontables naves más recorriendo los cielos del mundo (por lo que él sabía), la satisfacción de ver la mirada que le devolvió Leo Milton le hizo sentirse, en parte, avergonzado. ¿Compañero asistente? «Rival» era una palabra mucho más adecuada.

Antony negó con la cabeza y se pasó las manos por sus rubios rizos.

—No, puede que tengas razón, Leo —dijo con un suspiro—. Es lo que deberíamos haber hecho, si al menos supiésemos cuáles son nuestros planes.

—Si al menos supiésemos quiénes son esos alienígenas —dijo Travis— y qué es lo que quieren. Lo que hagamos depende de lo que hagan ellos, de aquello a lo que hayan venido. Si son como E. T. vale, estupendo. Pero si son hostiles…

—¿Y por qué iban a ser hostiles? —Antony formuló la pregunta con el ceño fruncido y un tono de voz a la defensiva—. Una raza lo bastante inteligente y avanzada como para haber dominado los viajes interplanetarios…

—¿Y cómo podemos estar seguros de que son alienígenas, Naughton? —lo desafió Leo—. Esas naves bien podrían ser americanas, rusas o chinas, fruto de una tecnología secreta desarrollada por si se diese una catástrofe global como la enfermedad. Puede que nuestros salvadores viajen a bordo de esas naves y puede que sean humanos.

¿Rival? «Enemigo» era un término que se ajustaba mucho mejor a la realidad.

—No creerás eso de verdad, ¿no, Leo? —Travis le formuló la pregunta con una mezcla de lástima y sorna. Era evidente que el pelirrojo solo había dicho aquello por llevar la contraria—. Tenías los ojos abiertos cuando estábamos en el patio interior, ¿verdad que sí? Son alienígenas. No hay duda.

—Pero ¿y si Leo tuviese…? —Antony se resistía a perder la esperanza—. Si fuesen humanos, eso explicaría que hayan aparecido ahora, para ayudar a los supervivientes de la enfermedad. Puede que alguien haya encontrado una cura y…

—Antony —lo interrumpió Travis—. No. Déjalo… Te estás engañando a ti mismo.

—El problema, Travis —continuó Antony, con un gesto de pesar—, es que si las naves son alienígenas, y sí, de acuerdo, sé que lo son, ¿por qué motivo iban a venir a la Tierra en este preciso instante, cuando la civilización humana está hecha añicos? No puedo creer que sea una coincidencia.

—No —dijo Travis. Sabía por dónde se iba el muchacho. Él había tenido la misma impresión desde el momento en el que llegó al patio interior y miró hacia arriba, solo que no se había atrevido a reconocerlo, como un paciente que se negase a aceptar que el tumor en su interior está creciendo, matándolo lentamente. No cabía duda de que Leo pensaba lo mismo, en secreto. Puede que todos lo pensasen.

—Pero si no es una coincidencia —continuó Antony, sin contemplaciones—, entonces tenemos que asumir que esa era su intención. Si los alienígenas han venido a nosotros en este preciso momento es porque así lo han querido, porque nos han estado observando, vigilando la Tierra. Todas esas naves. Pensad en el esfuerzo necesario para reunir una flota de ese tamaño. Esta movilización ha sido preparada a fondo. Forma parte de un plan. Y si hay un plan de por medio… —La voz de Antony se quebró, al igual que su valor.

—Si hay un plan de por medio —continuó Travis—, significa que los alienígenas conocen la enfermedad. Pero ¿cómo han podido saber de ella? A menos que sean sus autores. —En el momento en el que formuló aquellas palabras sintió que eran ciertas, aunque le provocasen tanto rechazo como miedo—. Estábamos buscando respuestas en el lugar equivocado. Culpamos a los terroristas, a experimentos biológicos que salieron mal… miramos hacia abajo cuando deberíamos haber mirado hacia arriba. La enfermedad no vino de la Tierra. Vino del espacio.

Antony se volvió, como si no quisiese enfrentarse ni a Travis ni a sus conclusiones. Sus ojos buscaron refugio en el retrato del director Stuart, que colgaba de la pared. El director Stuart, el último de Harrington, ya fallecido, el hombre que designó a Antony como delegado. El pintor había capturado a la perfección la actitud serena y confiada del director, puede que como un recordatorio para aquellos que le sucediesen. El director Stuart creía en la decencia, el juego limpio y en conceder a los demás el beneficio de la duda. Y así lo hizo su pupilo.

Antony devolvió la mirada a sus asistentes.

—Puede que tengas razón, Travis —admitió—, pero también puede que te equivoques. Quizá los alienígenas hayan estado observando la Tierra y hayan deseado establecer un contacto pacífico desde hace mucho tiempo. Quizá hasta ahora no lo hayan hecho por miedo a nuestra reacción, al no ver desde el espacio nada más que guerras, terrorismo, odio, violencia, la clase de cosas en las que la raza humana se ha convertido en experta con el paso de los años. Quizá ahora que han visto la masacre provocada por la enfermedad crean que ya es seguro mostrarse ante nosotros. Es posible, ¿verdad? Puede que, después de todo, hayan venido a ayudarnos.

—Es posible, Antony —dijo Travis, poco convencido—, pero que algo sea posible no quiere decir que sea cierto.

El muchacho rubio asintió.

—Y por eso mismo tenemos que asegurarnos. En ese caso, está claro qué es lo que tenemos que hacer a partir de ahora: tenemos que establecer contacto con los alienígenas por nuestra cuenta. Cuanto antes. Al amanecer.

—No estoy de acuerdo, Clive —se opuso Leo Milton—. Lo más razonable es dejar en paz a los alienígenas y preocuparnos en primer lugar por nuestra propia seguridad. Deberíamos quedarnos aquí, en Harrington. Desde aquí podemos defendernos. Ya lo hemos hecho antes.

—Sí, de Rev y sus moteros —le recordó Travis, cáustico—. Bueno, sí, y de un par de tíos montados en coches. Ah, y de un autobús. Si esos alienígenas son hostiles, Leo, creo que tendrán algo más que un puñado de cócteles molotov para tirarnos encima.

—Si son hostiles, Naughton —replicó Leo—, ¿por qué ofrecernos en bandeja de plata para que nos maten?

—Vale, vale —intervino Antony—. La diversidad de opiniones es positiva siempre y cuando estas se expresen con respeto. Por desgracia, no tenemos tiempo para debatir. Como delegado, recomiendo enviar un grupo a la nave de la colina Vernham para establecer relaciones amistosas con sus ocupantes. ¿Qué dicen mis asistentes? ¿Leo?

—Yo digo que no. —Como era de esperar—. Propongo que reforcemos nuestra posición entre estos muros, que fortalezcamos nuestras defensas…

—Y que escondamos la cabeza como un avestruz —concluyó Travis.

—Travis —le reprochó Antony—. Eso no era necesario. Leo tiene el mismo derecho que tú a expresar su punto de vista. Y parece que el tuyo será el voto decisivo.

Travis miró a los dos estudiantes de Harrington. Leo Milton ya estaba mordiéndose el labio inferior, incapaz de disimular su rabia. Sabía perfectamente cuál iba a ser la decisión del recién llegado. Y Travis no lo decepcionó.

—Vayamos a la nave.

A Travis no le sorprendió especialmente que su grupo lo estuviese esperando en el dormitorio que compartía con Richie y Simon, aunque ya hubiesen pasado las doce de la noche y, según las normas, las chicas no tuviesen permiso para ir a los dormitorios de los chicos en ningún momento del día. No obstante, dadas las circunstancias, creyó que aquella excepción estaba justificada. Tampoco dejaba de tener gracia que aún pensase en ellos como «su» grupo, cuando técnicamente todos eran parte de la comunidad de Harrington. Mel, Jessica, Simon y Richie estaban sentados en el borde de su cama en una postura rarísima, como si sus extremidades se hubiesen congelado. Faltaba alguien.

—¡Trav! —Mel se tranquilizó y recuperó la vitalidad en cuanto lo vio llegar.

—¿Dónde está Tilo?

—Está con los pequeños. Enebrina, Sauce y los demás. —Los demás Hijos de la Naturaleza, la familia de ecoactivistas a la que Tilo y los niños habían pertenecido antes de la enfermedad—. Estaban demasiado asustados para dormir sin ella.

—¿Y si te dijese que yo también estoy demasiado asustado para dormir sin ti, Morticia? —preguntó Richie Coker.

—Te diría que te fueses preparando para llevarte un guantazo, Coker —bufó Mel.

—¿Podéis dejar las pullas por una vez? —se quejó Simon, molesto. No paraba de frotarse los pulgares y los índices, aun sin darse cuenta de que lo estaba haciendo—. Este no es momento para bromas. Tenemos que ser serios. ¿Quién sabe lo que pueden…? —Se encogió de hombros, derrotado por su propia pregunta.

—No pasa nada, Simon —Jessica puso su mano sobre la suya—. ¿Habéis decidido algo, Travis?

Y este les contó el plan.

—Al alba, media docena de nosotros irá hasta el lugar en el que aterrizaron los alienígenas. Una vez allí, no creo que tengamos problemas en encontrar la nave y entonces… bueno, supongo que nos presentaremos. O algo así. Tendremos que ver qué pasa una vez hayamos llegado.

—¿Estás seguro de que es una buena idea, Travis? —preguntó Mel, preocupada—. Quiero decir, a mí me suena peligroso. Podría ser…, no sé, ¿estás seguro?

—Tampoco creo que sea cuestión de si es una idea buena o mala, Mel —admitió Travis—. Sencillamente, no tenemos elección. Tenemos que ir ahí y rezar porque nuestros alienígenas no hayan visto
La guerra de los mundos
o
Independence Day
.

—Como si fuese a servir de mucho —gruñó Richie Coker—. Pero entonces, Naughton, ¿solo media docena? ¿Seis? ¿Y ya habéis decidido quiénes van a ser? —Parecía asustado.

—No te preocupes, Richie —dijo Travis con una débil sonrisa—. Tú no estás entre ellos.

—Qué suerte —dijo Mel—. Imagina qué pensarían los alienígenas si al primer ser humano que viesen fuese a Richie Coker, con su gorra de béisbol incluida. —Bajó el tono de voz hasta volverlo más grave—. «Pensé que los monitores habían informado de vida inteligente en la Tierra, capitán.»

—Te estás pasando, Morticia —gruñó Richie mientras tiraba de la visera hacia abajo.

—Entonces, ¿quién va a ir, Travis? —preguntó Jessica. Se sonrojó un poco, aunque nadie llegó a darse cuenta—. ¿Antony…?

—Sí, Antony. Yo. Hinkley-Jones. El chavalito ese, Giles. Y otros dos estudiantes de Harrington a los que no conozco, Tolliver y Shearsby.

—Hinkley-Jones —observó Mel—. Se supone que es nuestro mejor tirador. —Frunció el ceño. Deseó que no hiciese falta utilizar el pequeño arsenal que los miembros de Harrington habían reunido de las granjas y viviendas de la zona.

—Y Giles es el más rápido —añadió Simon—. Por eso lo eligieron como mensajero durante el ataque de Rev. Yo fui su compañero. —Y hasta ese momento había asumido, por error, que Giles era el nombre de pila del muchacho. Resultó que era su apellido: en aquel colegio, las formalidades en el trato tardaban en desaparecer.

Richie se echó a reír.

—A ti tampoco se te da mal eso de salir corriendo cuando toca, ¿a que no, Simoncete? —Simon quiso responder, pero no se atrevió—. Entonces, ¿el idiota pelirrojo ese de Milton no va con vosotros?

—Leo estará al mando hasta que regresemos.

—Dios mío. —A Melanie Patrick no pareció hacerle mucha gracia aquel ascenso de categoría—. ¿Seguro que no hay un hueco para una gótica en tu grupo sexista de machotes, Travis? Vuelve pronto, ¿me oyes?

—Y a salvo, Travis —añadió Jessica, sin quitarle sus ojos verdes de encima—. Y tú también, Antony. Y el resto. Tened cuidado. —Chicos a los que se les daba bien disparar. A los que se les daba bien correr. Parecía que el grupo estaba preparado para encontrar problemas—. Prométeme que tendrás cuidado.

Other books

Mortal Memory by Thomas H. Cook
A Magic Broken by Vox Day
Dreams~Shadows of the Night by Olivia Claire High
The Waitress by Melissa Nathan
Hija de Humo y Hueso by Laini Taylor