La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos (8 page)

Read La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos Online

Authors: Andrew Butcher

Tags: #Ciencia ficcion, Infantil y juvenil, Intriga

BOOK: La tierra heredada 2 - Cosecha de esclavos
8.35Mb size Format: txt, pdf, ePub

Travis se quedó exactamente donde estaba.
El rostro del enemigo
, pensó. Le devolvió la mirada a los alienígenas intentando aparentar que no tenía miedo. Confió en que diese resultado. Quiso que su gesto fuese desafiante.

Aquellos ojos carmesíes ni siquiera repararon en él.

—Prisioneros terrícolas. —La voz de los alienígenas llevaba la sangre y el invierno de un mundo sin sol impresos en ella—. Yo, Shurion, del linaje de Tyrion de los cosechadores, soy el comandante de esta nave.

Antony abrió la boca para decir algo, pero luego se lo pensó mejor.

—Obedeceréis implícita e inmediatamente las órdenes que os demos tanto yo como los miembros de mi tripulación o seréis castigados. A bordo de esta nave solo hay un castigo para la desobediencia, y es la muerte.

—Ay Dios, ay Dios, ay Dios, ay Dios. —Travis oyó gemir de forma entrecortada a Simon. Comprendió cómo se sentía.

—Hijos de la Tierra, sabed esto. Vuestras antiguas vidas han terminado. Vuestro planeta y vuestros padres os han sido arrebatados. Los seguirán vuestros nombres, vuestras identidades, hasta vuestro sentido de la individualidad, pues a partir de ahora no tendréis otro valor que el que otorguemos por vuestras cabezas y no tendréis otra razón de ser que la de servir. Asumid esta realidad o vuestro sufrimiento será prolongado y duro. Sabed, Hijos de la Tierra, que para vosotros «libertad» es ahora una palabra carente de significado. A partir de este momento pertenecéis a los cosechadores. Sois de nuestra propiedad. Sabed además que somos esclavistas y que de este día en adelante hasta el último superviviente de la enfermedad, todo niño de la Tierra, es nuestro esclavo.

3

Esclavos. Travis tuvo que hacer un esfuerzo para asumir lo que implicaban las palabras del comandante Shurion. Eran esclavos. No iban encadenados, apiñados bajo la cubierta de un barco esclavista, fétido y podrido, que los condujese a través del vasto océano a una lejana tierra extranjera, sino que estaban encerrados en celdas plateadas, abducidos de su mundo natal, prisioneros y condenados a un viaje sin retorno a través de las insondables profundidades del espacio. Los detalles cambiaban; los hechos seguían siendo igual de bárbaros.

En el interior de la celda, un quejido colectivo empezó a tomar forma, un sonido que había reverberado por los siglos, provocado por las atrocidades perpetradas por el hombre cada vez que una raza o nación subyugaba o explotaba a otra, una cacofonía de desesperación que trascendía el tiempo y el idioma. Espartaco lo hubiese reconocido como respuesta al látigo romano, al igual que los africanos de las plantaciones de algodón o en las junglas de Haití. Era una expresión de desaliento más amarga que la propia muerte.

—Trav. —Era Tilo. Tenía la mirada desencajada por la desesperanza; la mirada de un animal enjaulado—. Travis, ¿qué vamos a hacer?

—No lo sé. —¿Qué podían hacer?—. Algo. No te rindas, Tilo. No te rindas nunca.

—Ahora seréis procesados —anunció el comandante Shurion—. Debemos determinar si sois lo bastante fuertes a nivel físico, emocional y psicológico para sobrevivir al destino que os aguarda. El procesamiento tendrá lugar de inmediato. Lo diré una vez más: obedeced las instrucciones sin dilación o este será el último día de vuestras vidas.

La imagen de Shurion se desvaneció. Las pantallas volvieron a tomar el aspecto de las paredes de la celda.

Los niños pequeños no podían dejar de llorar. Tilo tuvo que soltar a Travis para consolar a Enebrina y a los demás pequeños a su cargo. Mel la sustituyó y lo abrazó. Un clamor de angustia e ira golpeó los muros como un puño, pero no tuvo ningún efecto. Leo Milton había vuelto a echarse sobre el suelo; estaba sentado con las piernas cruzadas y la cabeza apoyada en las manos. El rostro de Simon transmitía más terror del que hubiese podido expresar con palabras. Richie Coker, después de años jugando a ser el matón, pasó a convertirse en víctima. Antony, con Jessica a su lado, estaba gritando algo, intentando imponer algo de calma, algo de orden. En vano.

Solo cuando la voz de uno de los cosechadores cortó el aire como un cuchillo, quedó la mayoría en silencio. Tilo acalló a Enebrina, a Rosa y a Sauce, acariciándoles el pelo con sus manos temblorosas.

—Empieza el procesamiento —dijo aquella voz carente de entonación—. Se abrirán dos puertas. Los hombres pasarán por la de la izquierda. Las mujeres pasarán por la de la derecha.

—Travis. —Mel le estrechó la mano—. Dios mío.

—Eres fuerte, Mel —le dijo, recalcando sus palabras—. Sé fuerte para Jessie y Tilo.

—Lo seré. —Aunque en aquel momento, con las lágrimas manando de sus ojos, no se sentía fuerte.

—¡No pueden separarnos! ¡No pueden hacer eso! —Tilo se volvió hacia Travis, aterrorizada—. Tenemos que permanecer juntos.

—No podemos, Tilo. No podemos hacer otra cosa que obedecer a todo lo que nos digan. No me iré por mucho tiempo. Estaremos juntos de nuevo antes de lo que imaginas. Estoy convencido.

Ella lo abrazó con fuerza, posesiva, rodeada por sus brazos.

—No voy a dejar que te vayas. No, esta vez no.

Mel miró hacia Antony y Jessica. Bueno, en realidad, solo hacia Jessica. En cualquier caso, Antony estaba liado con un grupo de alumnos de Harrington presa del pánico. Extendió la mano y Jessie se la estrechó.

—Estaremos bien —le aseguró a la muchacha rubia—. No dejaré que te pase nada, Jess.

—Empieza el procesamiento. Se abrirán dos puertas. Los hombres pasarán por la de la izquierda. Las mujeres pasarán por la de la derecha.

En el muro opuesto al que había permitido a Travis y Antony acceder a la otra celda empezaron a aparecer dos aberturas, materializándose en el metal como de la nada. Se abrieron de par en par. Más allá, según parecía, más celdas.

—Parece que vamos a seguir juntos un rato más —le dijo Richie a Simon sin estar muy seguro de por qué. La única respuesta de Simon fue dejar caer la cabeza, desolado.

Los prisioneros no se movieron hacia ninguna de las dos puertas. De hecho, estaban alejándose de ellas.

Antony se acordó de un trabajo que hicieron sobre el Holocausto para la asignatura de Historia. Los hombres a la izquierda, las mujeres a la derecha. Cada fibra de su cuerpo pedía a gritos que se revelase contra las órdenes de los cosechadores, pero al mismo tiempo no tenía la menor duda de que las amenazas del comandante Shurion eran ciertas. No podían negarse a obedecer.

—¡Escuchad! ¡Escuchad todos! Tenemos que cruzar esas puertas. Tenemos que seguir vivos. Así que en marcha…

—¡Antony! —Jessica se zafó de los brazos de Mel para estrechar la mano de Antony. Mel se quedó mirando su mano abierta y vacía—. Ten cuidado. Cuídate. Por favor.

—Tú también —le dijo Antony—. Jessica. —El dolor que transmitían sus ojos le partió el corazón. Hasta entonces no se había dado cuenta de lo hermosos que eran.

—Cuidaré de ella —aseguró Mel.

Travis deslizó los dedos por el pelo de Tilo hasta acariciarle la mejilla, el cuello y los hombros.

—¿Ves? No estaremos muy lejos. Solo nos separará una pared. No nos va a pasar nada malo, pero tienes que ir con Jessie y con Mel.

—Lo sé. Lo sé. —Pero mientras decía esas palabras, negaba con la cabeza.

—También tienes que cuidar de Enebrina, Sauce y Rosa.

—Lo sé. Venid, pequeñas. —No esperaron a que lo dijera dos veces. Se aferraron a Tilo como se aferrarían a su propia madre.

—Yo me llevaré a Río y a Zorro. Chicos. —Los pequeños cogieron la mano de Travis entre sollozos—. Tilo, te veré pronto.

—Más te vale —dijo ella.

—Tilo, en marcha. —Mel parecía haber tomado el mando del pequeño grupo de chicas que formaban parte de la comunidad de Harrington—. Tenemos que… Nos vemos, Trav. —Y se dirigieron, a su pesar, hacia la puerta de la derecha.

—Travis, Antony, cuidaos —dijo Jessica.

No os volváis
, pensó Travis.
No nos deis la espalda
. Mientras pudiese verles las caras, las chicas estarían a salvo. Pero Tilo, Jessica y Mel se volvieron y se adentraron en la siguiente celda sin que Travis pudiese hacer nada al respecto.

—Travis, tenemos que ponernos en marcha —dijo Antony mientras señalaba la puerta de la izquierda.

Travis asintió. Le había prometido a Tilo que no tardaría en volver a verla y cumpliría su promesa, independientemente de lo que tuviese que hacer para ello… como, por ejemplo, adentrarse en aquella celda. Y cuando el último chico, que por azar resultó ser Leo Milton, hubo atravesado el umbral, la puerta se cerró tras ellos.

Había pocas chicas, así que su celda, idéntica a la que acababan de dejar atrás, ofrecía espacio de sobra. Los chicos tendrían que apretujarse un poco más.

—Muy bien, chicas. —Tilo se agachó para abrazar a las tres pequeñas a su cargo—. No ha sido tan malo, ¿a que no? No tenemos que preocuparnos, ¿verdad?

Jodie, una guitarrista que había abandonado su pueblo, Midvale, para unirse a Harrington, consoló a otro grupo de niñas pequeñas tal como lo hacía Tilo.

—Bueno, ¿y ahora qué? —preguntó Mel.

—Continúa el procesamiento —dijo una voz incorpórea.

—Tenías que preguntarlo —observó Jessica con una débil y valiente sonrisa.

—Todos los prisioneros se quitarán toda la ropa y la depositarán en el suelo. Deberán estar desnudos para la próxima etapa del procesamiento.

—¿Qué? ¿Quieren que nos desnudemos? —Tilo parecía más ofendida que asustada.

—Son hombres —murmuró Mel—. Por supuesto que sí.

—Sin embargo —observó Jessica—, no creo que hagan esto solo para deleitarse, como tampoco creo que tengamos nada que decir al respecto. —Y se quitó el jersey por la cabeza.

—Supongo que tienes razón —dijo Tilo mientras se desabotonaba la blusa—. Niñas, ¿os da vergüenza quitaros la ropa?

Las pequeñas empezaron a desvestirse, a regañadientes pero resignadas.

—Bueno, habrá que mirar el lado bueno —observó Mel con una sonrisa nerviosa intentando no mirar hacia Jessica, cuyos vaqueros, zapatillas y calcetines estaban ya apilados junto al jersey en un pequeño montón en el suelo—, por lo menos Travis y los demás no están aquí.

—Pues a mí sí me gustaría que estuviesen —dijo Tilo mientras se quitaba el sujetador—. Muy bien, Brina. Muy bien, Sauce. Sí, es gracioso que estemos sin ropa, ¿a que sí?

—Mel, ¿a qué esperas? —le preguntó Jessica con la ropa interior en la mano y el ceño fruncido hacia su amiga—. ¿Por qué no te desvistes?

—Ya voy, ya voy. —Y empezó a desabrocharse los botones—. Soy lenta, nada más.

—No tienes que avergonzarte —le dijo Jessica.

—Tú eres la que no tiene que avergonzarse —replicó Mel, nerviosa.

—Me pregunto si los chicos estarán pasando por lo mismo —dijo Tilo.

Y así era, y para algunos, desvestirse delante de otros era una experiencia de lo más desasosegante. La mayoría de estudiantes de Harrington, acostumbrados a las duchas comunes, se quitó la ropa con rapidez y pulcritud. Travis también, ya que no estaba tan preocupado por su ropa como por las fases posteriores del procesamiento o (y aquel era un pensamiento aún más desalentador) cuál sería el destino que los cosechadores reservarían a aquellos que no fuesen lo bastante fuertes a nivel físico, emocional o psicológico para superar la prueba.

Richie recuperó parte de su antigua fanfarronería. Estaba bastante orgulloso de su cuerpo comparado con el de los demás. Clive, el niño pijo, podía ser un poco imbécil pero tenía una buena definición, para ser honesto, así como unas buenas proporciones, posiblemente fruto del entrenamiento, pero los otros chicos eran unos blandengues. La pecosa constitución de Pelirrojo Milton no le auguraba ningún éxito con las chicas en el futuro. En cuanto a Naughton, podía resultar inspirador con sus palabras y sus ojos, pero la hippie o Morticia no estarían tan impresionadas con todo lo demás. No, Richie no tenía que preocuparse mucho por el físico: era más alto que los demás, más fuerte… y todo eso. Se dejó la gorra de béisbol puesta como prueba de su reencontrada confianza.

Pero Simon estaba sufriendo. Recordó una ocasión, para su vergüenza, en la que a la edad de seis o siete años algunos de sus compañeros del colegio lo inmovilizaron contra el suelo de la clase cuando la profesora se había marchado, sujetándolo y riendo, e iban a bajarle los pantalones y los calzoncillos para comprobar de una vez por todas si Simon Satchwell el Simplón era un chico hecho y derecho o, como ellos sospechaban, no. Si la profesora no hubiese vuelto a por algo que había olvidado, se hubiesen salido con la suya. Simon nunca olvidó aquella sensación de degradación y humillación que lo acompañó durante mucho tiempo. Y estaba sintiéndola una vez más. Desnudo, delgado, encogido y tembloroso aunque en la celda no hiciese frío, se tapó las vergüenzas con las manos mientras sus ojos abiertos de par en par no dejaban de llorar tras los cristales de sus gafas.

—Simon. —Travis andaba buscándolo, con los pequeños Río y Zorro siguiéndolo de cerca—. Intenta mantener la calma. Sé fuerte.

—¿Para qué? Ya estamos muertos. —La desolación en su voz era casi palpable.

—No, no lo estamos. Y tampoco lo estaremos si cumplimos sus normas. —Travis clavó su mirada en Simon, como si pudiese insuflarle coraje solo con su fuerza de voluntad—. El comandante Shurion dijo que querían esclavos. Podemos aferrarnos a eso. Los esclavos muertos no sirven para nada. Nos mantendrán con vida si no nos pasamos de la raya.

Other books

Hookah (Insanity Book 4) by Cameron Jace
A Puzzle in a Pear Tree by Parnell Hall
Erixitl de Palul by Douglas Niles
Running in the Family by Michael Ondaatje
04 Lowcountry Bordello by Boyer, Susan M.
Girl Power by Melody Carlson