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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La tierra moribunda (11 page)

BOOK: La tierra moribunda
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—Vi a Liane desvanecerse de la vista de los mortales…, excepto las retorcidas puntas rojas de sus sandalias. Todo lo demás era aire.

—¡Ja! —exclamó Liane—. ¡Piensa en ello! ¿Has visto alguna vez algo parecido?

—¿Tienes sal? —preguntó indiferentemente el hombre-twk—. Me gustaría un poco de sal.

Liane cortó en seco su excitación, miró desde más cerca al hombre-twk.

—¿Qué noticias me traes?

—Tres herbs mataron a Florejin el Constructor de Sueños e hicieron estallar todas sus burbujas. El aire sobre su casa estuvo coloreado durante varios minutos con los fragmentos.

—Un gramo.

—Lord Kandive el Dorado ha construido una gran barcaza de madera de motallada, de diez longitudes de alto, y ahora flota en el río Scaum para la regata, llena de tesoros.

—Dos gramos.

—Una bruja dorada llamada Lith ha venido a vivir al prado de Thamber. Es tranquila y muy hermosa.

—Tres gramos.

—Ya es suficiente —dijo el hombre-twk, y se inclinó hacia delante para observar mientras Liane pesaba la sal en una pequeña balanza. La guardó en pequeñas canastas que colgaban a cada lado del anillado tórax de la libélula, luego llevó el insecto a pleno aire y lo lanzó hacia adelante a través de la bóveda del bosque.

Liane probó una vez más su anillo de bronce, y esta vez lo llevó completamente más allá de sus pies, salió de él y entró el anillo en la oscuridad de su lado. ¡Qué maravilloso escondite! ¡Un agujero cuya abertura podía ocultarse dentro del propio agujero! Baja el anillo hasta tus pies, sal fuera, vuelve a entrar dentro, alza de nuevo su círculo por encima de tus hombros, y ya estás de vuelta en el bosque con un pequeño anillo de bronce en tus manos.

¡Jo! Y ahora vayamos al prado de Thamber a ver a la hermosa bruja dorada.

Su cabaña era una sencilla construcción de cañas entrelazadas…, un pequeño domo con dos ventanas redondas y una puerta baja. Vio a Lith en el estanque, con las piernas desnudas entre los brotes tiernos de las plantas acuáticas, atrapando ranas para su cena. Su blanca falda estaba subida y atada fuertemente en torno a sus caderas; permanecía completamente inmóvil, y los círculos concéntricos de la oscura agua se alejaban lentamente de sus esbeltas rodillas.

Era más hermosa de lo que Liane hubiera imaginado, como si una de las malgastadas burbujas de Florejin hubiera estallado allí sobre el agua. Su piel era como oro pálido diluido en crema, su pelo un oro más denso y brillante. Sus ojos eran parecidos a los de Liane, grandes órbitas doradas, aunque un poco más separados y ligeramente oblicuos.

Liane avanzó y se plantó en la orilla. Ella alzó la vista, sobresaltada, con su carnosa boca un poco entreabierta.

—Hola, bruja dorada, éste es Liane. Ha venido a darte la bienvenida a Thamber; y te ofrece su amistad, su amor…

Lith se inclinó, recogió con la mano un puñado de limo de la orilla y lo arrojó al rostro del hombre.

Lanzando las más violentas maldiciones, Liane se limpió los ojos, pero la puerta de la choza se había cerrado.

Liane se dirigió a grandes zancadas a la puerta y la golpeó con el puño.

—¡Abre y muestra tu rostro de bruja, o incendio la choza!

La puerta se abrió, y la muchacha se le quedó mirando, sonriente.

—¿Y ahora qué?

Liane entró en la choza e intentó atraer a la muchacha hacia sí, pero veinte delgados dardos brotaron de la nada y veinte puntas pincharon ligeramente su pecho. Se detuvo, las cejas alzadas, la boca fruncida.

—Abajo acero —dijo Lith. Las hojas desaparecieron de la vista con un pequeño restallido—. Así de fácil hubiera podido arrebatarte tu vitalidad —dijo Lith—, si hubiera querido.

Liane frunció el ceño y se frotó la mandíbula, como si estuviera pensando.

—¿Sabes? —dijo seriamente—, has hecho un tontería. Liane es temido por aquellos que temen el temor, amado por aquellos que aman el amor. Y tú… —sus ojos recorrieron la dorada gloria de su cuerpo—, tú eres madura como una dulce fruta, eres ansiosa, resplandeces y tiemblas con amor. Tú gustas a Liane, y él gastará mucha ternura contigo.

—No, no —dijo Lith, con una débil sonrisa—. Eres demasiado apresurado.

Liane la miró con sorpresa.

—¿De veras?

—Soy Lith —dijo la muchacha—. Y soy lo que dices que soy. Fermento, quemo, hiervo. Sin embargo no acepto otro amor que aquél que me ha servido. Debe ser valiente, rápido, astuto.

—Yo soy ése —dijo Liane. Se mordió el labio—. Pero las cosas no son normalmente así. Detesto esta indecisión. —Avanzó un paso—. Ven, vayamos…

Ella retrocedió.

—No, no. Tú olvidas. ¿Cómo me has servido, cómo te has ganado el derecho a mi amor?

—¡Absurdo! —restalló Liane—. ¡Mírame! Observa mi perfecta gracia, la belleza de mi forma y de mis rasgos, mis grandes ojos, tan dorados como los tuyos, mi manifiesta voluntad y poder… Eres tú quien debería servirme a mí. Así es como lo conseguiré. —Se dejó caer en un diván bajo—. Mujer, tráeme vino.

Ella agitó la cabeza.

—En mi pequeña choza en forma de domo no puedo ser forzada. Quizá fuera, en el prado de Thamber…, pero aquí dentro, entre mis borlas azules y rojas, con mis veinte hojas de acero listas a mi llamada, tú debes obedecerme… Así que escoge. O bien te levantas y te vas, para no regresar nunca, o bien aceptas servirme en una pequeña misión, y luego me tendrás a mí y a todo mi ardor.

Liane permanecía sentado derecho y rígido. Una extraña criatura, aquella bruja dorada. Pero, bien mirado, valía la pena dedicarle algún esfuerzo, y ya le haría pagar su osadía.

—Muy bien —dijo, condescendiente—. Te serviré. ¿Qué es lo que quieres? ¿Joyas? Puedo asfixiarte en perlas, cegarte con diamantes. Tengo dos esmeraldas del tamaño de tu puño, y son océanos verdes donde la mirada queda atrapada y vaga por siempre entre prismas verdes verticales…

—No, no joyas…

—Un enemigo, quizá. Oh, es tan simple. Liane matará diez hombres por ti. Dos pasos adelante, un golpe…
¡ya está! —
hizo el gesto—. Y las almas partirán estremecidas como burbujas en una jarra de aguamiel.

—No. No quiero muertes.

Se sentó hacia atrás, frunciendo el ceño.

—¿Qué, entonces?

Ella se dirigió a la parte de atrás de la estancia y apartó una cortina. Se corrió a un lado, mostrando un tapiz dorado. La escena era un valle limitado por dos empinadas montañas, un amplio valle donde corría un plácido río, más allá de un tranquilo pueblo y un bosque. El río era dorado, doradas eran las montañas, dorados los árboles…, unos dorados tan variados, tan intensos, tan sutiles, que el efecto era como el de un paisaje multicolor. Pero el tapiz había sido brutalmente partido por la mitad.

Liane se sintió sumido en un trance.

—Exquisito, exquisito…

—Es el valle mágico de Ariveta —dijo Lith—. La otra mitad me ha sido robada, y su recuperación es el servicio que te pido.

—¿Dónde está esa otra mitad? —quiso saber Liane—. ¿Quién es el bastardo?

Se acercó para examinarlo más de cerca.

—¿Has oído hablar alguna vez de Chun? ¿De Chun el Inevitable?

Liane pensó.

—No.

—El robó la mitad de mi tapiz y lo colgó en un salón de mármol, y su salón se halla en las ruinas al norte de Kaiin.

—¡Ja! —murmuró Liane.

—El salón está junto al Lugar de los Suspiros, y está señalado por una columna inclinada con un medallón negro de un fénix y un reptil con dos cabezas.

—Iré —dijo Liane. Se puso en pie—. Un día hasta Kaiin, un día para robar el tapiz, un día de vuelta. Tres días.

Lith lo siguió hasta la puerta.

—Ve con cuidado con Chun el Inevitable —susurró.

Y Liane se alejó silbando, con la roja pluma oscilando sobre su sombrero verde. Lith lo observó alejarse, luego se volvió y se acercó lentamente al dorado tapiz.

—Mi Ariventa dorado —murmuró—, mi corazón llora y sangra con mi anhelo de ti…

El Derna es un río más rápido y menos caudaloso que el Scaum, su hinchado hermano del sur. Y mientras el Scaum serpentea en medio de un amplio valle, lleno de flores púrpuras, sembrado del blanco y gris de los desmoronados castillos, el Derna está encajonado en un pronunciado cañón, bordeado por boscosos farallones.

Una antigua carretera de pedernal seguía desde hacía tiempo el curso del Derna, pero ahora la exageración de los meandros había cortado en algunos trechos el pavimento, de modo que Liane, siguiendo el camino a Kaiin, se vio obligado ocasionalmente a abandonar la carretera y desviarse por extensiones de espinos y hierba-tubo que silbaba suavemente en la brisa.

El rojo sol, cruzando el universo como un viejo arrastrándose a su lecho de muerte, colgaba bajo en el horizonte cuando Liane llegó frente a la Cicatriz de Porfirio y miró hacia el blanco valle de Kalin y la bahía azul de Sanreale más allá.

Directamente debajo estaba la plaza del mercado, una mezcla de puestos de venta de fruta, trozos de carne pálida, moluscos de las lodosas orillas, oscuros botellones de vino. Y la tranquila gente de Kaiin se movía por entre los puestos, comprando su subsistencia, llevándose lo adquirido a sus habitaciones de piedra.

Más allá de la plaza del mercado se alzaba una hilera de arruinadas columnas, como dientes rotos…, las piernas de la arena construida a sesenta metros del suelo por el Rey Loco Shin; más allá, en un bosquecillo de laurel, era visible el lustroso domo del palacio donde Kandive el Dorado gobernaba Kaiin y tanto de Ascolais como uno podía ver desde el ventajoso punto de observación de la Cicatriz de Porfirio.

El Derna, que ya no era una corriente de agua clara, se derramaba a través de una red de canales y tubos subterráneos, y finalmente rezumaba más allá de los semipodridos muelles a la bahía de Sanreale.

Una cama para pasar la noche, pensó Liane; luego a su negocio por la mañana.

Bajó los escalones en zig-zag —adelante, atrás, adelante, atrás—, y llegó a la plaza del mercado. Y ahora se enfrentó a un grave problema. Liane el Caminante no era un desconocido en Kaiin, y muchos le tenían suficiente inquina como para intentar hacerle algún daño.

Avanzó pausadamente a la sombra del Muro Pannone, giró hacia una estrecha calle empedrada, bordeada por viejas casas de madera que resplandecían con el intenso marrón de las viejas canalizaciones para el agua a los rayos del sol poniente, y así llegó a una pequeña plaza y a la alta fachada de piedra de la Posada de los Magos.

El posadero, un hombre bajo y gordo, de ojos tristes, con una pequeña nariz bulbosa de idéntica forma que su cuerpo, estaba rascando las cenizas de la chimenea. Enderezó su espalda y se apresuró a acudir detrás del mostrador del pequeño nicho donde estaba situada la recepción.

—Una habitación bien aireada, y una cena de setas, vino y ostras —dijo Liane.

El posadero asintió humildemente con la cabeza.

—Por supuesto, señor… ¿Y cuánto pagarás por todo esto?

Liane arrojó sobre el mostrador un saquito de piel, cogido aquella misma mañana. El posadero alzó las cejas, complacido ante su fragancia.

—Los tallos subterráneos del arbusto spase, traídos de un lejano país —dijo Liane.

—Excelente, excelente… Tu habitación, señor, y tu cena. Inmediatamente.

Mientras Liane comía, aparecieron otros huéspedes de la casa y se sentaron ante el fuego con sendas jarras de vino, y la conversación se generalizó, y derivó hacia los magos del pasado y los grandes días de la magia.

—El gran Phandaal poseía un saber hoy perdido —dijo un viejo con el pelo teñido de naranja—. Ató cuerdas blancas y negras a las patas de gorriones y los envió en esta dirección. Y allá donde tejieron su tela mágica, aparecieron grandes árboles, campos con flores, frutos, nueces o bulbos con raros licores. Se dice que así tejió el Gran Bosque Da en las orillas de Sanra Water.

—Ja —dijo un hombre hosco vestido de azul oscuro, marrón y negro—. Esto puedo hacerlo yo. —Extrajo un trozo de cuerda, lo agitó, lo anudó, pronunció una suave palabra, y la vitalidad del conjuro fundió la cuerda en una lengua de fuego rojo y amarillo, que danzó, se enroscó y se agitó a uno y otro lado sobre la mesa, hasta que el hombre hosco la mató con un gesto.

—Yo puedo hacer esto —dijo una figura encapuchada con una capa negra salpicada de círculos plateados. Extrajo una pequeña bandeja, la depositó sobre la mesa y la espolvoreó con un puñado de cenizas tomadas de la chimenea. Sacó un silbato y lanzó un claro pitido, y de la bandeja se elevaron resplandecientes motas que llamearon con colores prismáticos, rojo, azul, verde, amarillo. Flotaron hasta unos treinta centímetros de altura y estallaron en fulgores de brillante color, cada una en un esquema hermosamente estrellado, y cada estallido sonó como una pequeña repetición del tono original…, el sonido más claro y puro del mundo. Las motas disminuyeron de número, el mago hizo sonar un tono distinto, y de nuevo flotaron las motas para estallar en gloriosas lentejuelas ornamentales. Otra vez…, otro enjambre de motas. Finalmente el mago volvió a guardar su silbato, limpió la bandeja, la metió en su capa y permaneció en silencio el resto de la velada.

Ahora fue el turno de los demás magos, y pronto el aire encima de la mesa hormigueó con visiones, se estremeció con conjuros. Uno mostró al grupo nueve nuevos colores de inefable encanto y radiación; otro hizo que se formara una polilla en la frente del posadero y vilipendiara a los reunidos, con gran azaramiento del posadero, puesto que tenía su misma voz. Otro desplegó una botella verde de cristal desde la que un rostro demoníaco miraba y hacía muecas; otro una bola de puro cristal que rodaba adelante y atrás a voluntad del mago que la poseía, y que afirmaba que era un pendiente del legendario maestro Sankaferrin.

Liane había estado observándolo atentamente todo, murmurando con deleite ante el demonio embotellado, e intentando engañar al obediente cristal para que le obedeciera a él y no a su dueño, sin éxito.

Y Liane se volvió irritable, quejándose de que el mundo estaba lleno de hombres con el corazón más duro que una piedra, pero el mago con el pendiente de cristal permaneció indiferente, e incluso cuando Liane extendió doce saquitos de raras especies se negó a marcharse sin su juguete.

—Mi único deseo es complacer a la bruja Lith —se quejó Liane.

—Complácela con especias, entonces.

—De hecho —dijo Liane sinceramente—, tan sólo tiene un deseo, un trozo de tapiz que debo robarle a Chun el Inevitable.

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