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Authors: Jack Vance

Tags: #Ciencia ficción

La tierra moribunda (12 page)

BOOK: La tierra moribunda
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Y miró de rostro en rostro, todos ahora repentinamente serios y silenciosos.

—¿Qué causa una tan inmediata sobriedad? ¡Eh, posadero, más vino!

El mago con el pendiente dijo:

—Aunque el suelo estuviera lleno hasta la altura de los tobillos con vino…, ese fuerte vino rojo de Tanvilkat…, la huella dejada por este nombre seguiría flotando aún en el aire.

—Ja —rió Liane—. Dejad tan sólo que un poco del sabor de ese vino pase por vuestros labios, y los vapores borrarán todo recuerdo.

—Mirad sus ojos —llegó un susurro—. Grandes y dorados.

—Y rápidos en ver —dijo Liane—. Y estas piernas…, rápidas en correr, ágiles como la luz de las estrellas sobre las olas. Y este brazo…, rápido en golpear con el acero. Y mi magia…, que me enviará a un refugio que está más allá de toda localización. —Dio un sorbo de vino de una jarra—. Ahora ved esto. Es magia de los antiguos días. —Colocó la banda de bronce sobre su cabeza, la bajó, se sumergió en la oscuridad. Cuando creyó que ya había pasado suficiente tiempo, salió de nuevo.

El fuego resplandecía, el posadero permanecía en su nicho tras el mostrador, el vino de Liane estaba a mano. Pero de los magos reunidos no había la menor huella.

Liane miró desconcertado a su alrededor.

—¿Dónde están mis amigos de magia?

El posadero agitó la cabeza.

—Fueron a sus habitaciones; el nombre que pronunciaste pesaba sobre sus almas.

Y Lian bebió su vino en meditabundo silencio.

A la mañana siguiente abandonó la posada y tomó un camino que daba un rodeo hacia la Ciudad Vieja…, un gris amontonamiento de columnas caídas, bloques de piedra caliza maltratados por la intemperie, frontones desmoronados con inscripciones apenas legibles, terrazas enlosadas cubiertas de musgo color orín. Lagartos, serpientes, insectos, se arrastraban entre las ruinas; no se veía otra vida.

Abriéndose camino por entre los cascotes, casi tropezó con un cadáver…, el cuerpo de un joven, mirando al cielo con las cuencas vacías de lo que habían sido sus ojos.

Liane sintió una presencia. Saltó hacia atrás, con la espada preparada. Un encorvado viejo estaba inmóvil, observándole. Habló con voz débil y temblorosa:

—¿Y qué has venido a hacer a la Ciudad Vieja? Liane guardó su espada.

—Busco el Lugar de los Susurros. Quizá tú puedas orientarme.

El viejo lanzó un sonido croante que brotó de lo más profundo de su garganta.

—¿Otro? ¿Otro? ¿Cuándo pararán?… —Hizo un gesto hacia el cadáver—. Este vino ayer buscando el Lugar de los Susurros. Quería robarle a Chun el Inevitable. Míralo ahora. —Se volvió—. Ven conmigo. —Desapareció junto a un montón de rocas caídas.

Liane le siguió. El viejo se detuvo junto a otro cadáver, con los ojos arrancados y las órbitas sangrantes—. Este vino hace cuatro días, y se encontró con Chun el Inevitable… Y ahí detrás de ese arco está aún otro, un gran guerrero con su armadura. Y ahí…, y ahí… —señaló, señaló—. Y ahí…, y ahí…, como moscas aplastadas.

Volvió su acuosa mirada a Liane.

—Regresa, joven, regresa…, a menos que quieras que tu cuerpo yazca aquí envuelto en tu verde capa para pudrirse sobre estas piedras.

Liane extrajo su espada y la blandió. .

—Soy Liane el Caminante; dejemos que me causen miedo. ¿Y dónde está el Lugar de los Susurros?

—Si quieres saberlo —dijo el viejo—, está al otro lado de ese obelisco roto. Pero ve por tu cuenta y riesgo.

—Soy Liane el Caminante. El peligro va conmigo.

El viejo se mantuvo inmóvil, como una estatua carcomida por el tiempo, mientras Liane proseguía su camino.

Y Liane se preguntó: supongamos que este viejo era un agente de Chun, y que en este momento está yendo a avisarle… Será mejor tomar todas las precauciones. Saltó sobre un alto entablamiento y corrió agachado de vuelta hacia donde había dejado al anciano.

Allí estaba, murmurando para sí mismo, inclinado sobre su bastón. Liane dejó caer un bloque de granito tan grande como su cabeza. Un golpe, un crujido, un jadeo…, y Liane prosiguió su camino.

Rebasó el obelisco roto y se halló en un amplio patio…, el Lugar de los Susurros. Directamente opuesto a él había un amplio salón, marcado por una columna inclinada con un enorme medallón negro, el signo de un fénix y un lagarto de dos cabezas.

Liane se mezcló con las sombras de una pared y aguardó atisbando como un lobo, alerta a cualquier indicio de movimiento.

Todo estaba tranquilo. La luz del sol proporcionaba a las ruinas un melancólico esplendor. Desde todos lados, hasta tan lejos como el ojo podía alcanzar, no había más que piedras rotas, una enorme extensión de restos carcomidos por miles de lluvias, hasta el punto que cualquier sentido de la obra del hombre había desaparecido y la piedra había vuelto a unirse con la naturaleza.

El sol avanzaba cruzando el cielo azul oscuro. Liane abandonó su punto de observación y rodeó el gran salón. No se veía el menor signo de movimiento.

Se acercó al edificio por la parte de atrás y apretó el oído contra la piedra. Estaba muerta, sin vibración. Rodeó el lado…, observando arriba, abajo, a todas partes; una brecha en la pared. Liane miró dentro. Al fondo colgaba medio tapiz dorado. Por lo demás, la sala estaba vacía.

Liane miró hacia arriba, hacia abajo, a un lado, al otro. No había nada a la vista. Prosiguió rodeando el salón.

Llegó a otro lugar roto. Miró dentro. Al fondo colgaba el tapiz dorado. Nada más a derecha a izquierda, ningún sonido, nada visible.

Liane prosiguió hacia la parte frontal del salón y buscó bajo el alero; todo muerto como el polvo.

Tenía una clara vista de la estancia. Desnuda, yerma, excepto aquel trozo de tapiz dorado.

Liane entró, avanzando con largos pasos suaves. Se detuvo en mitad del salón. La luz llegaba hasta él desde todas partes excepto la pared del fondo. Había una docena de aberturas por las cuales huir, y ningún sonido excepto el apagado latir de su corazón.

Dio dos pasos hacia delante. El tapiz estaba casi al alcance de la yema de sus dedos.

Y detrás estaba Chun el Inevitable.

Liane gritó. Se volvió sobre piernas paralizadas, y eran de plomo, como las piernas de un sueño que se niegan a correr.

Chun se separó de la pared y avanzó. Sobre sus negros hombros relucientes llevaba una túnica de ojos engarzados con seda.

Liane estaba corriendo, a toda velocidad ahora. Saltaba, flotaba casi. Las puntas de sus pies apenas tocaban el suelo. Fuera de la sala, cruzando la plaza, atravesando la selva de estatuas rotas y columnas caídas. Y detrás estaba Chun, corriendo como un perro.

Liane aceleró a lo largo de la cresta de un muro y saltó una gran brecha hacia una fuente rota. Detrás de él llegó Chun.

Liane enfiló un estrecho callejón, trepó a una pila de escombros, a un tejado, bajó a un patio. Detrás llegó Chun.

Liane corrió a toda velocidad descendiendo una amplia avenida alineada con unos cuantos viejos cipreses atrofiados, y oyó a Chun muy cerca tras sus talones. Se volvió hacia el interior de una arcada, pasó su anillo de bronce por encima de su cabeza, lo bajó hasta sus pies. Saltó fuera, introdujo el anillo dentro de la oscuridad. Refugio. Estaba solo en un oscuro espacio mágico, desvanecido de la mirada y el conocimiento terrestres. Un cavilante silencio, un espacio muerto…

Sintió una agitación a sus espaldas, un suspiro del aire. Junto a su codo una voz dijo:

—Soy Chun el Inevitable.

Lith permanecía sentada en su camastro cerca de las velas, tejiendo un gorro de pieles de rana. La puerta de su choza estaba atrancada, las ventanas firmemente cerradas. Fuera, el prado de Thamber estaba sumido en la oscuridad.

Un rascar en su puerta, un crujido cuando el cierre fue probado. Lith se puso rígida y miró la puerta.

Una voz dijo:

—Esta noche, oh Lith, esta noche son dos largas y brillantes tiras para ti. Dos porque los ojos eran tan grandes, tan amplios, tan dorados…

Lith permaneció sentada, inmóvil. Aguardó una hora; luego, arrastrándose hasta la puerta, escuchó. La sensación de una presencia estaba ausente. Una rana croó cerca.

Abrió la puerta de par en par, encontró las tiras y cerró la puerta. Corrió hacia su tapiz dorado y encajó las tiras en la deshilachada urdimbre.

Y contempló el dorado valle, enferma de añoranza por Ariventa, y las lágrimas enturbiaron el pacífico río, el tranquilo bosque dorado.

—La tela crece poco a poco… Un día estará completa, y entonces volveré a casa…

5
Ulan Dhor

El príncipe Kandive el Dorado habló ansiosamente a su sobrino Ulan Dhor.

—Debe quedar bien claro que la expansión de la habilidad y el nuevo saber tienen que ser compartidos entre nosotros.

Ulan Dhor, un esbelto joven, pálido de piel, con el pelo, ojos y cejas más negros que jamás se hubieran visto, sonrió pesaroso.

—Pero soy yo quien viajó hasta el agua olvidada, yo quien debe vencer a los demonios del mar con mi remo.

Kandive se reclinó en sus almohadones y se palmeó la nariz con un casquillo de jade tallado.

—Y yo quien hace posible la aventura. Además, soy ya un mago experto; el incremento de saber aumentará simplemente mi habilidad. Tú, que ni siquiera eres un novicio, ganarás tal conocimiento que te permitirá alinearte entre los magos de Ascolais. Esto es mucho más que tu actual status inefectivo. Visto desde esta luz, mi ganancia es escasa, la tuya es grande.

Ulan Dhor hizo una mueca.

—Cierto, aunque no estoy de acuerdo con la palabra «inefectivo». Conozco la Crítica del Escalofrío de Phandaal, soy un reconocido maestro de la espada, me hallo catalogado entre los Ocho Delafasianos como…

—¡Puah! —se burló Kandive—. Los insípidos manerismos de la gente pálida, malgastando sus vidas. Melindrosas muertes, extravagantes libertinajes, mientras la Tierra transcurre sus últimas horas, y ninguno de vosotros se ha aventurado ni un kilómetro fuera de Kaiin.

Ulan Dhor contuvo su lengua, reflexionando que el príncipe Kandive el Dorado no era conocido precisamente por despreciar los placeres del vino, de la cama o de la mesa, y que su salida conocida más lejos del palacio en forma de domo lo había llevado hasta su tallada barcaza en el río Scaum.

Kandive, apaciguado por el silencio de Ulan Dhor, adelantó una caja de marfil.

—Bien, pues. Si estamos de acuerdo, te investiré con conocimiento.

Ulan Dhor asintió.

—Estamos de acuerdo.

—La misión te llevará hasta la ciudad perdida de Ampridatvir —dijo Kandive. Observó el rostro de Ulan Dhor con ojos entrecerrados; Ulan Dhor mantuvo una expresión hermética—. Nunca la he visto —prosiguió Kandive—. Porrina el Noveno la lista como la última de las ciudades de Olek'hnit, situada en una isla en el Melantine del Norte. —Abrió la caja—. Este relato, que encontré en un antiguo fajo de pergaminos…, es el testamento de un poeta que huyó de Ampridatvir tras la muerte de Rogol Domedonfors, su último gran líder, un mago de gran fuerza, mencionado cuarenta y tres veces en la Ciclopedia…

Kandive extrajo un crujiente rollo de pergamino y, abriéndolo, leyó:

—«Ampridatvir está perdida. Los míos han olvidado la doctrina de la fuerza y la disciplina y solamente se preocupan de la superstición y la teología. Las disputas son interminables: ¿Es Pansiu el excelente principio y Cazdal depravado, o es Cazdal el dios virtuoso y Pansiu el mal esencial?

»Esas cuestiones son debatidas con fuego y acero, y el recuerdo me enferma; ahora abandono Ampridatvir al declive que seguramente va a llegar, y me traslado al placentero valle de Mel-Palusas, donde acabaré esta fugaz vida mía.

»He conocido el Ampridatvir de los antiguos; he visto las torres resplandeciendo con una maravillosa luz, arrojando haces a la noche que desafiaban al propio sol. Y Ampridatvir era hermosa…, oh, mi corazón sangra cuando pienso en la vieja ciudad. Las viñas de Semir caían en cascada de un centenar de jardines colgantes, el agua corría azul como el cielo límpido en los tres canales. Los coches de metal rodaban incesantemente por las ciudades, los vehículos metálicos poblaban los cielos tan densamente como abejas en torno a una colmena…, porque, maravilla de maravillas, habíamos ideado tramas de escupiente fuego que anulaban el pesado poder de la Tierra… Pero nunca en mi vida vi el blanqueo del espíritu. Un exceso de miel entorpece la lengua, un exceso de vino embota el cerebro; así que un exceso de comodidad priva al hombre de su fuerza. Luz, calor, comida, agua, todo estaba al alcance de todos los hombres, y ganado con un mínimo de esfuerzo. Así la gente de Ampridatvir, liberada de trabajar, se dedicaba cada vez más a los caprichos, a la perversidad y a lo oculto.

»En todo lo que alcanza mi memoria, Rogol Domedonfors gobernaba la ciudad. Conocía la ciencia de todas las eras, los credos del fuego y de la luz, de la gravedad y la contragravedad, el conocimiento de la numeración superfísica, el metatasmo, la corolopsis. Pese a su profundidad, era poco práctico en su gobierno, y ciego al ablandamiento del espíritu ampridatviriano. Esa debilidad y letargía, tal como él la veía, la achacaba a una falta de educación, y en sus últimos años desarrolló una tremenda máquina para liberar a los hombres de todo trabajo y así permitirles un ocio total para la meditación y la disciplina ascética.

»Mientras Rogol Domedonfors completaba su gran obra, la ciudad se disolvía en la turbulencia… el resultado de una monstruosa histeria religiosa.

»Las sectas rivales de Pansiu y Cazdal habían existido desde hacía tiempo, pero poca gente aparte los sacerdotes sostenía la disputa. De pronto los cultos se pusieron de moda; la población se abocó a adorar a una u otra de las deidades. Los sacerdotes, celosos rivales desde hacía tiempo, se sintieron encantados con su nuevo poder, y exhortaron a los conversos a una cruzada de celo. Surgieron las fricciones, la emoción se desbocó, hubo tumultos y violencia. Y un malhadado día una piedra golpeó a Rogol Domedonfors y lo arrojó desde un balcón.

»Tullido y debilitado pero negándose a morir, Rogol Domedonfors completó su mecanismo subterráneo, instaló vestíbulos por toda la ciudad, y luego se postró en su lecho de muerte. Dio una instrucción a su nueva máquina, y cuando Ampridatvir despertó a la mañana siguiente, la gente descubrió que su ciudad carecía de energía y luz, las fábricas de comida estaban paradas, los canales desviados.

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