Sin embargo, de él, y sólo de él, dependía el futuro. Necesitaba crecer en edad y sabiduría... y vivir.
Entre el sueño y la realidad se interpone el azar. Un síncope detiene el corazón, un cuchillo hiere, un caballo tropieza, el cáncer roe las carnes, enemigos aún más sutiles atacan disimuladamente...
Entonces, sentados alrededor del fuego, a la entrada de la caverna, los sobrevivientes se preguntan: «¿Qué vamos a hacer? Ya no está aquí para guiarnos». O mientras doblan las campanas, se reúnen en la plaza y murmuran: «El destino ha sido cruel al llevárselo. ¿Quién nos aconsejará ahora?» O se encuentran en una esquina de la calle y suspiran: «Es una gran desgracia. Nadie merece ocupar su lugar».
Todo a lo largo de la historia esta misma queja: «Si esa enfermedad no hubiese atacado al joven rey... Si el príncipe viviese... Si el general no hubiese sido tan temerario... Si el presidente no se hubiese agotado...»
Entre los sueños y la realidad, la frágil barrera de una vida humana.
Las nieblas se disiparon otra vez, y volvió el calor. Cuántas veces, pensó Ish, ha desfilado ante mí el cortejo de los meses. He aquí otra vez el tiempo de la sequedad y la muerte. El dios Pan ha exhalado su último suspiro. Pronto caerán las lluvias y verdearán las lomas. Y una mañana veré desde el porche que el sol se pone muy lejos en el sur. Entonces todos dejaremos las casas y yo grabaré otros números en la roca. ¿Y cómo bautizaremos el año?
Dick y Bob volverían pronto. Los remordimientos atormentaban aún a Ish, y se reprochaba a menudo haber dejado partir a los muchachos. Aunque había tenido tiempo de acostumbrarse a su ausencia, y su ansiedad se había atenuado un poco. Además, otras inquietudes, otros remordimientos lo acosaban continuamente.
¡Los niños! ¡Sus supersticiones y sus ideas sobre la religión! No será difícil, había pensado Ish, restablecer la verdad. Pero ya había pasado el verano.
¿Tenía miedo de hablar? ¿Deseaba que los niños vieran en Joey a una especie de brujo? ¿No desearía, en lo más hondo de sí mismo, que pensaran en él, Ish, como un dios? Al fin y al cabo, no a todo el mundo se le ofrece esa tentadora oportunidad. Y si no era dios, podría ser al menos un semidiós, o un mago.
Desde el incidente del martillo, observaba con curiosidad cómo se conducían con él los pequeños. A veces dominaban el respeto y el temor. Había
mana
en él, más aún que en Joey. Podía realizar notables proezas. Conocía el sentido de las palabras más raras, y el secreto de los números. Por algún mágico poder, sabía cómo era el mundo del otro lado del horizonte, del otro lado de los puentes, y sabía también que había islas en el mar más allá de las rocas de los Farallones, que en los días claros se perfilaban contra el cielo.
Ish comprendió que aquellos niños eran más simples e ingenuos que cualquier criatura de los viejos días. Ninguno de ellos había visto a más de unas pocas docenas de seres humanos. Eran felices, pero con la felicidad de unas escasas y agradables experiencias, indefinidamente repetidas. No había para ellos cambios imprevistos, esos cambios que en otro tiempo alteraban los nervios de los pequeños, pero que a la vez les aguzaban la inteligencia.
No era raro que creyesen ver en él a un ser sobrenatural, que no pertenecía totalmente a la tierra, y que lo miraran a veces con un temor reverente.
Pero otras veces, más a menudo, sólo era para ellos el padre, o el abuelo, o el tío Ish que habían conocido toda la vida, y que en otro tiempo se había puesto a cuatro patas para jugar con ellos. No les inspiraba entonces mucho respeto. Y los mayores lo consideraban un viejo chocho, y aunque lo temiesen, se burlaban de él.
Ocho días después del incidente del martillo, le pusieron un clavo en la silla: la broma clásica de los escolares. Y otra vez dejaron la clase conteniendo la risa, e Ish descubrió que le habían prendido a la chaqueta una cinta blanca, que colgaba como una cola.
Ish aceptaba buenamente estas bromas, y no intentaba descubrir al culpable. La familiaridad de los niños lo divertía. Pero no podía dejar de sentirse algo molesto. Que lo tomen a uno por un héroe o un dios es siempre agradable. ¿Pero se le pone a un dios un clavo en la silla o se le prenden trapos a la espalda? Sin embargo, Ish reflexionó y comprendió que las dos actitudes no eran incompatibles y sin precedentes.
¡Es raro ser un dios! Los sacerdotes traen a tu altar un buey de dorados cuernos, y lo inmolan de un hachazo. El sacrificio te satisface. Pero luego separan la cabeza, los cuernos y la cola, envuelven en el cuero las entrañas, queman en el altar esas pestilencias y se regalan con los mejores trozos. El engaño no pasa inadvertido y excita tu ira divina. ¿Lanzas entonces tus rayos, juntas tus nubes más negras? No. Piensas: es mi pueblo, un pueblo de hombres gordos, orgullosos e insolentes. ¿Querrías que tu pueblo fuese flaco y humilde? El año próximo, si estalla una epidemia, los sacerdotes quemarán el buey entero... quizá varios bueyes. Y tú te contentas con un débil trueno, que se pierde en la gozosa algarabía del festín. «No soy estúpido» les dices a tus hijos, «pero hay momentos en que un dios debe parecer estúpido». Y te preguntas si haces bien en confesar un secreto. Quizás hubiera sido mejor aplastarlos contra una montaña. Esos dones que tienen a su alcance, son demasiado peligrosos...
Vosotras también, divinidades terribles, que exigís sacrificios humanos, de cuando en cuando cerráis los ojos. ¡Ah, es magnífico y horrible! Los gemidos de la víctima, los gritos de su mujer, y las hachas de los verdugos. Allí yace, cubierto de sangre, con la lengua afuera. Ha sufrido una muerte espantosa. Pero de pronto el muerto se levanta y baila con los otros, y su sudor lava la pintura roja de los muros. Entonces tú, el dios terrible, recurres a tu sabiduría y recuerdas sólo la fingida muerte; aunque hasta los tontos del pueblo se ríen de ti.
No, es inútil prosternarse en el barro y besar la tierra. Una ligera inclinación de cabeza es suficiente.
Sin embargo, no sin aprensión, Ish decidió intentar una experiencia. Quizás había dado demasiada importancia al incidente del martillo. Y bien, ya se vería.
Eligió con cuidado el momento, los últimos minutos de clase. Si ocurría algo embarazoso, podría batirse en retirada. Encauzó la conversación según sus planes, y al fin preguntó con tono indiferente:
—¿Y cómo crees que se hizo todo esto —e hizo un vago y amplio ademán—, el mundo entero?
La respuesta no se hizo esperar. Era Weston quien hablaba entonces, pero expresó la opinión de todos.
—Bueno, lo hicieron los
americanos
.
Ish contuvo la respiración. Sin embargo, comprendió, era fácil encontrar la raíz de la idea. Cuando un niño preguntaba quién había hecho las casas, las calles o las conservas, los padres le respondían siempre: los americanos. Hizo otra pregunta:
—¿Y qué sabes de los americanos?
—Oh, los americanos eran la gente antigua.
Esta vez Ish tardó en comprender. «La gente antigua» no era sólo gente vieja, sino también seres sobrenaturales, de otro mundo. Era el momento de aclarar el problema.
—Yo era... —empezó a decir, y se detuvo, pues no había razón para emplear el pasado—.
Yo soy un americano
.
Al pronunciar estas palabras tan simples, sintió un cierto orgullo, como si en ese momento las banderas flotasen al viento y se oyera el canto triunfal de las fanfarrias. En otro tiempo había sido un honor ser americano. No se trataba de amor propio, sino de un sentimiento de confianza, seguridad, y fraternidad con millones de otros hombres. Sin embargo, ahora había titubeado.
Siguió un silencio, e Ish sintió que todos los ojos se clavaban en él, y comprendió que su explicación había echado leña al fuego. Había querido decir, simplemente, que los americanos eran seres de carne y hueso. Había tratado de decir: Miradme, soy Ish, padre y abuelo de algunos de vosotros. Me he puesto a cuatro patas para jugar con vosotros. Me habéis tirado del pelo. Oh, soy simplemente Ish, y cuando digo que soy un americano, quiero decir que no había en ellos nada de sobrenatural. Eran sólo hombres.
Tal había sido su pensamiento, pero los niños habían interpretado mal sus palabras. Yo soy un americano, había dicho, y los niños habían inclinado la cabeza pensando: Sí, claro, eres un americano. Sabes cosas extraordinarias que nosotros humildes mortales no podemos conocer. Nos enseñas a leer y escribir. Nos describes el mundo. Juegas con los números. Llevas el martillo. Sí, es evidente. Otros seres como tú hicieron el mundo; eres el último sobreviviente de la vieja raza. Eres un viejo del otro mundo. Sí, es cierto,
eres
un americano.
Ish miró impotente a su alrededor. Reinaba un silencio de muerte. De pronto Joey le sonrió como diciéndole: Hay algo común entre los dos. Yo soy como un recuerdo de los viejos días. Sé leer. Entiendo los libros. Toco el martillo, y no me pasa nada.
Ish se alegró de haber hecho la pregunta poco antes de mediodía. Ya no habría más preguntas, ni respuestas.
—Es la hora —gritó—.
¡La clase ha terminado!
Un día, cuando ya caía la tarde, Ish conversaba con Joey, o mejor dicho, seguía instruyéndolo con algunos juegos. Había reunido unas monedas y le daba a Joey nociones de economía política. Joey admiraba las brillantes y sonoras monedas de níquel, con la figura de aquel raro animal jorobado. Como todos los niños de su edad en los viejos días, prefería las monedas a los billetes con la imagen del hombre barbudo, que se parecía un poco al tío George. Ish trataba de explicarle el sistema monetario antiguo.
Cuando parecía que Joey ya había entendido, Ish oyó un sonido insólito y sin embargo familiar. Alzó la cabeza y escuchó. El sonido se oyó otra vez, más cerca. Era la bocina de un coche.
—¡Em! —gritó Ish—.
¡Han vuelto!
Se incorporó de un salto y las monedas rodaron por el porche.
Em y los niños salieron tropezándose. El jeep apareció en la esquina y los perros lo saludaron con un concierto de ladridos. Los miembros de la Tribu corrieron a recibirlo. El coche estaba sucio y abollado, y mostraba las huellas del largo viaje. Ish contuvo el aliento unos segundos. En seguida los muchachos saltaron a tierra, gritando alegremente. Ish suspiró aliviado y comprendió que desde el día de la partida no había disfrutado de un minuto de verdadera tranquilidad.
Allí estaban los muchachos, rodeados de una cohorte de niños vocingleros. Ish se quedó aparte, un poco embarazado. Luego, un movimiento en el jeep atrajo su atención. ¿Otro viajero? Sí, y ahora iba a salir. Ish tuvo un mal presentimiento, y observó con inquietud la aparición del intruso.
Primero asomó la cabeza: un cráneo calvo, una barba castaña, abundante, pero sucia y descuidada. El hombre descendió y se enderezó lentamente.
Con temor, casi con pánico, Ish lo examinó. Era un hombre de elevada estatura, corpulento y pesado. Parecía fuerte, pero se movía dificultosamente, como si padeciese algún mal. En la cara de luna, los ojos apenas se veían. Ojos de cerdo, pensó Ish.
El hombre estaba ahora rodeado de niños. Alzó la cabeza, se encontró con la mirada de Ish, y sonrió. Los ojos del hombre eran de un azul pálido.
Ish hizo un esfuerzo para responder a la sonrisa. Yo tenía que haberle sonreído antes, pensó. Es un huésped y se supone que debo darle la bienvenida.
Para terminar con aquella situación embarazosa, Ish se adelantó y le dio la mano a Bob, aunque no podía olvidar al desconocido.
Aproximadamente de mi edad, pensó.
Bob hizo las presentaciones.
—Nuestro amigo Charlie —dijo simplemente, y le palmoteó la espalda.
—Encantado —alcanzó a articular Ish.
La trivial fórmula de cortesía se le había quedado en la garganta. Miró fijamente los diminutos ojos azules. ¿Ojos de cerdo? No, de jabalí. Aquel infantil color azul disimulaba la fuerza y la ferocidad. Los dos hombres se estrecharon la mano. Ish sintió que el otro era más fuerte.
Bob arrastraba ya a Charlie para presentárselo a los otros. Ish se sintió todavía más molesto. Estemos alertas, pensó.
Había imaginado aquel regreso como una fiesta. Y ahora ese Charlie lo estropeaba todo.
Hombre agradable, en su género. Y buen compañero, a juzgar por el afecto que le mostraban los muchachos. Pero Charlie era un hombre sucio. Sólo eso justificaba su antipatía. Charlie era un hombre sucio, y esa suciedad, pensaba Ish, no se limitaba sólo a su exterior.
Ish, como todos, se había habituado ya a la suciedad, la eterna suciedad de la tierra. Pero no era eso lo que molestaba en Charlie. Quizá la causa fuesen aquellas ropas. Charlie vestía un traje de los viejos días, que ya no se usaba. Hasta llevaba chaleco, quizá porque el tiempo era fresco y las nubes bajas presagiaban lluvia. Pero el traje estaba cubierto de manchas de grasa y otras que uno hubiera creído de huevo, si las gallinas no hubiesen desaparecido hacía años.
La pequeña multitud fue hacia la casa, e Ish atrás. La sala estaba repleta. Los dos muchachos y Charlie en el centro. Los niños miraban maravillados a los viajeros que volvían de una lejana expedición, y observaban asombrados a Charlie. No estaban acostumbrados a ver gente extraña. Nunca habían disfrutado de una fiesta parecida. Era el momento de descorchar una botella de champaña, pensó Ish; pero no había hielo. En seguida se preguntó por qué esta idea le parecía risible.
—¿Llegasteis al otro lado? —gritaban todos—. ¿Hasta dónde fuisteis? ¿Visteis la ciudad grande?
Ish no se dejaba arrastrar por la alegría general. Miraba de reojo la barba grasienta y el chaleco manchado, y sentía crecer su antipatía.
Cuidado, pensó. Pareces un aldeano que no confía en ningún desconocido. Decías que la Tribu necesitaba el estimulante de nuevas ideas, y cuando se te presenta un extraño, piensas que su alma debe de ser tan sucia como su chaleco.
—No —dijo Bob—, no llegamos a Nueva York. Pero sí a la otra gran ciudad... Chicago. Luego los caminos estaban cada vez más malos, y tropezábamos con troncos caídos y montones de tierra. Además no había puentes y debíamos hacer largos rodeos.
Alguien hizo otra pregunta antes que Bob terminara la frase. Todos hablaban a la vez y los viajeros no sabían a quién contestar. En ese alboroto, Ish se encontró con la mirada de Ezra, y comprendió que su amigo compartía sus inquietudes y también desconfiaba de Charlie.