Ish se sintió a la vez aliviado y justificado. Ezra tenía gran experiencia en estas cuestiones. Si él adivinaba algún peligro, había que estar preparado. Su juicio en estos asuntos era infalible.
Vamos, se calmó Ish. No sabes qué piensa Ezra. Quizás está perturbado porque adivina tus temores. Y tú has perdido la cabeza. Temes, como un salvaje, que cualquier extranjero venga a imponerte sus ideas y sus dioses.
Los viajeros continuaban el entrecortado relato.
—Vestidos muy cómicos —decía Dick—. Como batas blancas y largas, y mangas anchas del mismo color. Hombres y mujeres vestían igual. Nos tiraron piedras y nos gritaron que éramos gente impura. «¡Somos los elegidos del Señor!», decían. No pudimos acercarnos.
Em lo interrumpió. Su voz grave y sonora pareció dominar los agudos chillidos de los niños. Cualquier otro hubiera debido golpear la mesa para que le prestaran atención. Todos callaron en seguida, aunque Em no levantó la voz y sólo dijo unas palabras triviales.
—Es tarde —dijo—. Hora de cenar. Los chicos tienen hambre...
Evie lanzó una de sus risitas tontas y calló también.
Em dijo que todos debían ir a sus casas y volver más tarde. Ish observó a Charlie y advirtió que Ezra hacía otro tanto. Los ojos de Charlie se detuvieron, excesivamente en Em. Luego su mirada se posó en los cabellos rubios de Evie, con una admiración no disimulada. Todos se incorporaron y se dispusieron a salir. Dick invitó a Charlie a cenar en casa de Ezra.
Sirvieron la comida, y cuando todos se sentaron a la mesa, hubo otra vez un tropel de preguntas. Ish calló, esperando a que Em calmara sus inquietudes de madre. ¿No habían enfermado? ¿Habían comido bien? ¿No habían tenido frío de noche?
Hablarían del viaje, decidieron, después de la cena, cuando volvieran los demás. A Ish no le parecía bien sondear a Bob a propósito de Charlie, pero no pudo contenerse. Bob habló sin reticencias.
—Oh —dijo—, ¿Charlie? Lo encontramos hace unos doce días, cerca de Los Ángeles. Hay allí algunos grupos como el nuestro, pero Charlie estaba solo.
—¿Le ofreciste subir al jeep o te lo pidió él?
Ish estudió el rostro de Bob. El muchacho no pareció perturbado.
—Oh, no me acuerdo. Yo no le dije nada. Quizá Dick.
Ish se hundió otra vez en sus reflexiones. Charlie tenía quizá sus razones para dejar Los Ángeles. Pero no se lo podía acusar sin permitirle que se defendiera.
—Cuenta historias muy divertidas. Es un hombre magnífico —continuó Bob.
Historias divertidas, sí, y de un género previsible. La Tribu llamaba a las cosas por su nombre, y la misma pobreza del vocabulario había hecho desaparecer el concepto de obscenidad, que había muerto quizá con el amor romántico. Pero Charlie conservaba un repertorio de buenas anécdotas. Ish no había sido nunca un mojigato, pero sintió que su desconfianza se transformaba en una especie de indignación virtuosa. Se repitió que no sabía nada de Charlie, salvo lo que decían los muchachos. Deploró amargamente la falta de agua que les había arrebatado la paz, trayéndoles a ese intruso.
Después de la cena, una hoguera encendida en la colina atrajo a toda la Tribu. Los más jóvenes cantaban y bromeaban. Era un día de fiesta.
En aquel concierto de gritos y risas, los muchachos terminaron su relato. En la carretera a Los Ángeles habían encontrado algunos obstáculos, pero el jeep los había salvado fácilmente. Los fanáticos de túnicas blancas, que se llamaban a sí mismos elegidos del Señor, vivían en Los Ángeles. Algún hombre enérgico, pensó Ish, les habría impuesto esas ideas. La Tribu, libre de esas influencias, se había desinteresado en cambio de toda cuestión sobrenatural.
Después de Los Ángeles, los muchachos habían tomado la ruta 66, como lo había hecho Ish en los días que siguieron al Gran Desastre, cuando no era mucho mayor que ellos. La carretera que atravesaba el desierto se conservaba en buen estado, aunque cubierta de arena en algunos lugares. El puente sobre el Colorado se movía un poco, pero se mantenía aún en pie.
Había otra comunidad cerca de Albuquerque. De acuerdo con la descripción de los muchachos, Ish concluyó que los miembros de esa colonia, aunque no fueran muy morenos, eran de raza india, pues cultivaban maíz y alubias, como lo habían hecho los pueblos indios durante siglos. Sólo unos pocos —los más viejos— hablaban inglés. Encerrados en sí mismos, miraban a los extranjeros con desconfianza. Tenían caballos, no usaban automóviles y se mantenían lejos de las ciudades.
Desde allí los muchachos habían ido hacia Denver, y luego habían atravesado las llanuras.
—Seguimos una carretera —explicó Bob— que comenzaba como 66.
Bob calló titubeando. Ish reflexionó un instante y comprendió que el muchacho hablaba de la ruta 6.
Bob había visto una cifra familiar en los pilones aún intactos, pero no conocía el nombre. Ish tuvo vergüenza de la ignorancia de su hijo.
La ruta 6 les había permitido llegar a los límites de Colorado y cruzar las planicies de Nebraska.
—Había muchas vacas —comentó Dick—. No se veía otra cosa.
—¿Visteis también esos toros con jorobas? —preguntó Ish.
—Sí, unos pocos —dijo Dick.
—¿Y la hierba? ¿Era derecha y alta, con espigas? Debía de ser tierna en el camino de ida, y dorada, con el grano duro cuando volvisteis.
—No, no vimos nada parecido.
—¿Y el maíz? Conocéis el maíz. Se cultivaba cerca de Río Grande.
—No, no vimos maíz.
A partir de entonces, los caminos estaban a menudo bloqueados. En aquellas regiones de otoños lluviosos e inviernos fríos, la humedad favorecía el crecimiento de las plantas. El cemento, agrietado y hendido, había sido invadido por las hierbas, los matorrales, y hasta los arbustos. Pero al fin, trabajosamente, habían logrado atravesar lo que había sido antes el Estado de Iowa.
—Llegamos al gran río —dijo Bob—. El mayor de todos. Pero el puente es sólido aún.
Al fin habían entrado en Chicago, un desierto de calles vacías. La ciudad, pensó Ish, era poco hospitalaria, sobre todo cuando los vientos de invierno se abatían sobre el lago Michigan. No era raro que las gentes, que podían elegir cualquier lugar del país, hubieran emigrado al sur. Chicago era ahora una ciudad de fantasmas.
Al salir de Chicago en un día nublado y gris, se habían perdido en el laberinto de carreteras que rodeaba la ciudad, y habían ido hacia el sur, en vez del este.
—Así que buscamos en una tienda una de esas máquinas que señalan la dirección —dijo Bob, y miró a Ish.
—Una brújula —dijo Ish.
—Bueno, la brújula nos ayudó a encontrar el camino y llegamos a orillas de un río que no pudimos atravesar.
El río Wabash, pensó Ish. Inundaciones sucesivas habían arrebatado los puentes, o quizás un solo huracán. No se podía pasar por el sur, y Bob y Dick habían vuelto a la ruta 6.
El viaje hacia el este fue una verdadera aventura. Las inundaciones, las tormentas y las heladas habían destrozado la carretera, y las arenas, las plantas y los árboles caídos apenas dejaban ver el cemento. El jeep se abrió paso entre matorrales o esquivando troncos. Pero muy a menudo los muchachos tenían que recurrir a la pala y el hacha, en una lucha agotadora. Además, empezaba a pesarles la soledad.
—Un día de mucho frío, con viento del norte —confesó Dick—, tuvimos miedo. Recordamos lo que nos habías dicho de la nieve y pensamos que no volveríamos a casa.
En alguna parte, probablemente cerca de Toledo, habían dado media vuelta. El agua de las lluvias había cubierto los caminos, y se preguntaban si la inundación no se habría llevado los puentes. En ese caso, nunca podrían reunirse con sus familias. En lugar de ir hacia el sur, como les había aconsejado Ish, habían regresado por el mismo camino. El viaje de vuelta no les había enseñado, pues, nada nuevo.
Ish no les hizo ningún reproche. Al contrario, elogió su energía y su inteligencia. La culpa debía recaer en él, que los había enviado a Chicago y Nueva York, las grandes ciudades de los viejos días. Hubiera sido preferible elegir la ruta meridional hacia Houston y Nueva Orleáns, lejos de los inhospitalarios inviernos del norte. Sin embargo, al este de Houston las inundaciones debían de haber sido catastróficas. Quizás Arkansas y Louisiana se habían transformado en selvas antes que Iowa e Illinois.
Los niños, con sus rondas y canciones, rodeaban el fuego. ¿No había en ese frenesí algo de primitivo y bárbaro? ¿O bien esa exuberancia era natural? Evie, mentalmente una niña, bailaba también, con los cabellos rubios al viento.
Ish miraba y pensaba. Los muchachos habían descubierto que el país volvía al estado salvaje. Pero no podía esperarse otra cosa. La expedición había tenido otra utilidad: el contacto con dos comunidades, si podía hablarse de contacto, ya que aquellos grupos rechazaban a todos los extraños. ¿Era un simple prejuicio, o un profundo instinto de conservación?
Sin embargo, la certidumbre de que había seres humanos cerca de Albuquerque aliviaba un poco la angustia de la soledad.
Dos pequeñas colonias descubiertas en un solo viaje. Podía suponerse que había muchas de ellas en todo el país. Ish recordó a los negros que había visto en Arkansas hacía muchos años. En aquella región fértil, sin inviernos rigurosos, esos tres negros habían sido quizás el núcleo de un grupo de hombres de distintas razas. Evidentemente, por sus costumbres y modo de pensar, aquella comunidad poco se parecería a las de California y Nuevo México. Estas diferencias plantearían nuevos problemas.
Pero el momento no era adecuado para las meditaciones filosóficas. Los bailes y los gritos de los niños se habían transformado en algo desenfrenado. Los muchachos mayores, incluso algunos casados, no habían podido resistirse, y se habían unido a la partida. Estaban jugando con un látigo, y el que era tocado debía saltar el fuego. De pronto, Ish se puso tenso. Charlie tomaba parte en el juego. Entre Dick y Evie, blandía el látigo. La presencia de una persona mayor entre ellos, y sobre todo de ese extraño, redoblaba la alegría de los niños.
Ish buscó argumentos que disiparan su desconfianza. ¿Por qué Charlie no había de unirse al baile? ¿No valgo más que esas gentes de Los Ángeles o Albuquerque que rechazan a los desconocidos? Creo, sin embargo, que me alegraría que este Charlie fuera distinto.
Pero a pesar de sus esfuerzos, Ish era incapaz de reprimir su antipatía. Consideraba ahora de otro modo el viaje de los muchachos. Aunque el descubrimiento de las nuevas colonias era todo un acontecimiento, nada le parecía más importante que la presencia de Charlie.
Se hacía tarde y las madres reunieron a sus hijos. La fiesta había terminado, pero la mayor parte de los adultos siguieron a Ish y Em para conversar un poco más con los dos muchachos y Charlie.
—Siéntese —le dijo Ezra a Charlie mostrándole el sillón junto a la chimenea.
Era el sitio de honor, y el más cómodo. Ezra tenía el arte de que la gente se sintiera cómoda, e Ish se reprochó no haber sabido cumplir sus deberes de dueño de casa. Charlie podía haber pensado que no era bien recibido. E Ish se preguntó si ése, precisamente, no había sido su deseo. La noche era fresca y Ezra pidió que encendieran la chimenea. Los muchachos trajeron leña y pronto el fuego crepitó alegremente difundiendo un agradable calor.
Charlaron, y Ezra como siempre llevó la voz cantante. Charlie dijo que tenía sed. Jack le trajo una botella de coñac. Vació varios vasos, sin que en apariencia le causaran ningún efecto.
—Decididamente, no termino de calentarme —señaló Ezra.
—¿No estarás enfermo? —preguntó Em.
Ish se estremeció. La enfermedad era algo tan raro en la Tribu que el menor malestar preocupaba a todos.
—No sé —respondió Ezra—. Si estuviésemos en los viejos días pensaría que me he resfriado. Pero no puede ser, por supuesto.
Trajeron más leña; el calor fue pronto insoportable. Ish se quitó el suéter y se quedó en mangas de camisa. Charlie se quitó también la chaqueta y se desabotonó el chaleco.
George, echado en el sofá, se durmió, pero su ausencia no hizo decaer la conversación. Charlie continuó con sus libaciones, y por efecto del fuego o del alcohol unas gotas de transpiración le perlaron la frente, aunque no perdió su lucidez.
Ish advirtió que Ezra trataba de que Charlie hablara de sí mismo. Pero el tacto de Ezra era innecesario. Charlie no ocultaba su pasado.
—Al fin ella murió —explicó—. Llevábamos muchos años juntos, diez o doce. Bueno, no quise quedarme allí un minuto más; como los muchachos me gustaron, me vine con ellos.
Ish sintió que cambiaba de opinión. Los muchachos, que habían pasado un tiempo con Charlie, lo apreciaban realmente. Quizás este hombre fuerte y alegre sería un elemento útil para la Tribu. Miró a Charlie y vio que la transpiración le bañaba la frente.
—Charlie —dijo—, se sentiría más cómodo sin el chaleco.
Charlie se sobresaltó, pero no dijo nada.
—Lo siento. No sé qué me pasa. Quizá sea mejor que me vaya y me acueste —dijo Ezra, pero no se movió.
—No puede ser un resfriado —dijo Em—. Nadie se ha resfriado nunca aquí.
Charlie aceptó alejarse del fuego con su botella de coñac, pero no se quitó el chaleco.
Los dos perros de la casa se acercaron a olfatearlo. Todo olor nuevo los excitaba. Al principio parecieron indiferentes, pero cuando Charlie les acarició el lomo y las orejas, se revolvieron alegremente, moviendo la cola.
Ish, que nunca se había sentido cómodo con gente desconocida, titubeaba. Unas veces, seducido por fuerza y la simpatía de Charlie, le parecía un hombre muy agradable; otras, esa misma fuerza y simpatía le desagradaban. Quizá temía ver amenazado su prestigio en la Tribu. Charlie se le aparecía entonces como la misma encarnación del mal.
Al fin George despertó, se desperezó pesadamente y anunció que se iba a acostar. Los otros se prepararon a partir con él. Ish advirtió que Ezra quería decirle algo y lo llevó a la cocina.
—¿Te sientes mal?
—¿Yo? —dijo Ezra—. Nunca estuve mejor en mi vida.
Sonrió e Ish empezó a entender.
—No tenías frío.
—Nunca tuve menos frío —replicó Ezra—. Quería ver si Charlie se sacaba el chaleco. Me hubiese asombrado, por otra parte. Es un hombre precavido, y confirmó mis sospechas. Ha agrandado un bolsillo del chaleco y lleva uno de esos juguetes que se hacían antes para las carteras de las mujeres. Sólo un juguete.