Y otra vez se sintió pequeño y humilde. Em, de algún modo, había atendido sus ruegos. Se sentía ahora tranquilo, con una nueva seguridad y una nueva confianza. Sí, no debía haber dudado.
Tomó la mano de Em.
—No tengas miedo —le dijo, sin pensar que en aquel consejo había algo de irónico—. Tienes razón. Tienes razón. No tendré otra vez esos pensamientos. Son absurdos, lo sé. Pero la muerte es algo terrible a veces, y la enfermedad debilita. No lo olvides. No soy todavía yo mismo.
De pronto, Em lo besó, con el rostro bañado en lágrimas, y dejó el cuarto. Había recobrado sus fuerzas. Todos se apoyarían otra vez en ella. ¡Oh madre de naciones!
También él se recobraba, quizás ayudado por las palabras de Em. Joey se ha ido, pensó. No volverá más. Nunca más se acercará a mí corriendo, con los ojos brillantes de curiosidad. Pero el porvenir está ahí aún. Tengo canas, sí, pero me quedan Em y los otros. Aún puedo ser feliz. El futuro no será como lo había imaginado. Pero haré lo que pueda.
Se sentía abrumado por su propia pequeñez. Todas las fuerzas de la naturaleza parecían aliarse contra él, único hombre vivo capaz de imaginar y preparar el futuro. Había tratado de dominarlas, y ellas lo habían arrollado. Sí, aun con ayuda de Joey, no hubiera podido vencerlas. Modificaría sus planes, los haría más sutiles. Se trazaría objetivos menos ambiciosos y más prácticos. Imitaría al zorro, y no al león.
Lo más urgente era recuperar la salud. Tardaría dos o tres semanas. Pero antes de fin de año volvería al trabajo.
Sintió que su mente funcionaba otra vez. Podía contar con ella. Era un excelente instrumento de trabajo, una máquina un poco usada, pero útil aún.
Sin embargo, se sentía todavía muy débil, y se durmió en medio de sus meditaciones.
Quizá los seres humanos, los sistemas filosóficos y los libros eran demasiado numerosos. Quizá los cursos del pensamiento eran demasiado profundos, y los restos del pasado se amontonaban como basuras o viejas ropas. ¿Por qué no se alegraría el filósofo si todo desapareciese de pronto? Los hombres empezarían otra vez, a partir de cero, y el juego tendría nuevas reglas. Las pérdidas no serían quizá mayores que las ganancias.
Durante las semanas de la epidemia, las pocas personas sanas no pudieron hacer otra cosa que enterrar precipitadamente a los muertos. Cuando todos curaron, George, Maurine y Molly plantearon la cuestión de los funerales.
A Ish y a Em no les parecían necesarios. Sin embargo, Ish comprendió que los otros encontrarían en la ceremonia algún consuelo. Los oficios religiosos señalarían además el fin de aquel período de peligro, miedo y duelo, y la vuelta a la vida normal. En cuanto a él, Ish, sentiría otra vez el dolor de la muerte de Joey; pero luego miraría resueltamente el futuro, y pondría en marcha sus modestos proyectos.
Puso, pues, como condición que cuando acabaran los oficios todos volverían a la vida normal. Aunque no había pensado en la reanudación de las clases, los otros lo entendieron así, e Ish aceptó.
Eligieron a Ezra para que celebrase la ceremonia y éste decidió que comenzaría al alba.
Como en casi todos los lugares donde no hay luz eléctrica, los miembros de la Tribu se levantaban con el día. Antes de salir el sol, todos estaban ya junto a la pequeña hilera de montículos. El cielo era claro pero en el oeste las tinieblas cubrían aún las faldas de las lomas, y los pinos no arrojaban todavía sus sombras sobre las tumbas.
La estación estaba muy avanzada, y ya no había flores, pero los niños, dirigidos por Ezra, habían cortado ramas de pino para cubrir los montículos. No había más que cinco tumbas, pero la pérdida era catastrófica. Para la Tribu, cinco muertes eran más que cien mil en una vieja ciudad de un millón de habitantes.
Estaban allí todos los sobrevivientes; los bebés en brazos de sus madres; los niños y niñas de la mano de sus padres.
Ish tenía el martillo en la mano derecha; la cabeza colgaba pesadamente. Había dejado la casa con las manos vacías, pero Josey, creyendo que era un olvido, le recordó la herramienta. El martillo señalaba para los jóvenes la trascendencia del acto. Algunos meses antes, Ish no hubiese cedido y hubiera hablado de los peligros de la superstición. Pero ahora había traído el martillo. En realidad, debía confesárselo, él mismo se sentía mejor. Los acontecimientos recientes lo habían hecho más humilde. Si la Tribu necesitaba un emblema de fuerza y unidad, y el martillo los hacía felices, ¿por qué negarse en nombre del racionalismo? Quizás el racionalismo era un lujo de la civilización.
Formaban ahora un semicírculo irregular, de cara a las tumbas, en grupos de familias. Ish, en el centro, miraba a un lado y a otro. George vestía un traje gris oscuro, adecuado a las circunstancias, quizás el mismo que acostumbraba ponerse en los funerales de los viejos días, o uno parecido. Maurine, toda de negro, llevaba un velo oscuro. Mientras estos dos vivieran, sobrevivirían las viejas normas. Los otros se habían puesto las ropas que les habían parecido más cómodas. Los hombres y los muchachos llevaban pantalones de lona azul, camisas deportivas y chaquetas livianas para protegerse del frío del alba. Las niñas sólo se diferenciaban de sus hermanos por los cabellos, más largos. Pero las mujeres y las muchachas, fieles a las tradiciones de la coquetería femenina, llevaban faldas, blusas y bufandas de vivos colores.
Ezra se separó del grupo y se preparó a hablar. Una luz dorada asomaba sobre el perfil de las lomas. La naturaleza parecía retener el aliento. Ish sintió un nudo en la garganta. La ceremonia le parecía sin sentido y opinaba que ante la muerte todos los discursos eran impertinentes. Sin embargo, esos ritos fúnebres respondían a una de las más viejas necesidades del corazón humano, y quizás éstos encontraran un eco en el futuro. Pasarían miles de años, y un antropólogo estudiaría las costumbres de los sobrevivientes del Gran Desastre. “Poco se sabe de su modo de vivir”, escribiría. “Algunas tumbas descubiertas recientemente indican que practicaban la inhumación.”
Ish temía el discurso de Ezra. El tema era peligroso y era fácil caer en alguna torpeza. Pero desde las primeras palabras, se reprochó su falta de confianza. Ezra no repetía las viejas fórmulas. No hablaba de la vida eterna. Esa promesa no hubiera consolado a nadie, salvo a George, Maurine, y quizá Molly. Sobre las tradiciones religiosas del pasado pesaba la negra sombra del Gran Desastre.
Ezra, que conocía tan bien el corazón humano, se contentó con evocar el recuerdo de los niños muertos. Contó una anécdota curiosa de cada uno de ellos, una aventura aún fresca en el recuerdo de todos.
Cuando hacia el fin del discurso pronunció el nombre de Joey, Ish sintió que se le doblaban las piernas. Ezra no habló de la brillante inteligencia del niño. No recordó que un año llevaba su nombre. Narró solamente los incidentes de un juego.
Mientras Ezra hablaba de Joey, Ish advirtió que los niños lo miraban de reojo. Nadie ignoraba que Joey era su hijo preferido. Se preguntaban si él, Ish, no realizaría algún milagro; él, el antiguo, el americano, que sabía tantas cosas extrañas, avanzaría quizás al terminar la ceremonia, blandiendo el martillo, para declarar que Joey no se había ido, que Joey vivía aún, que Joey volvería. Y se abrirían las tumbas...
Pero los niños se limitaron a lanzar aquellas miradas furtivas, sin hablar. E Ish sabía muy bien que no podía resucitar a los muertos.
Cuando Ezra acabó de hablar de Joey, hizo aún algunas consideraciones generales. ¿Por qué no se detenía? Era una falta de tacto prolongar inútilmente la ceremonia.
Luego Ezra se detuvo, bruscamente, y al mismo tiempo el mundo se llenó de luz. ¡Sobre las lomas asomaba el primer rayo de sol!
Ish no sabía si alegrarse o disgustarse. Bien planeado, pensó, pero un truco teatral. Miró a su alrededor y vio que todos sonreían. Se sintió más animado.
¡La resurrección del sol! Un símbolo viejo como el mundo. Ezra era demasiado sincero como para prometer la inmortalidad, pero había elegido el momento y afortunadamente no había nubes en el cielo. Allí estaba el símbolo: tanto podía aplicárselo a la resurrección de los muertos como a la supervivencia de la raza humana.
Ahora los dorados senderos de la luz solar corrían entre las altas sombras de los árboles.
Somos realmente hombres, los que honramos a los muertos. No siempre fue así. Antes, cuando moría uno de nosotros, quedaba tendido a la entrada de la caverna, tan baja que no podíamos entrar en ella sin agacharnos. Ahora no necesitamos agacharnos, y honramos a los muertos.
Ahora, cuando un hombre muere no lo dejamos en el lugar donde ha caído, no lo tomamos por las piernas para arrastrarlo hasta el bosque y que sirva de pasto a los zorros y las ratas. No lo arrojamos al agua para que lo arrastre la corriente.
No, lo acostamos con cuidado en una fosa, y lo cubrimos con hojas y ramas. Vuelve así a la tierra, madre de todas las criaturas.
O lo colgamos de las ramas de un árbol, y lo confiamos a los vientos del cielo. Y si algunos pájaros lo picotean, está bien, pues los pájaros son criaturas del cielo y el aire.
O lo entregamos al fuego purificador. Luego retomamos nuestra vida, y pronto olvidamos, como las bestias. Pero hemos honrado a los muertos, y cuando dejemos de hacerlo, no seremos hombres.
Después de la ceremonia, volvieron a San Lupo envueltos en la luz del amanecer. Ish deseaba estar solo, pero pensaba que debía quedarse junto a Em. Ella se adelantó entonces a sus deseos:
—Sal un rato —dijo—. Un paseo te hará bien. Necesitas estar solo.
Ish aceptó. Como lo había temido, la ceremonia lo había trastornado. Hay gente que busca compañía en los momentos de dolor, pero él prefería la soledad; Em no lo inquietaba; era más fuerte que él.
No llevó nada de comer; no tenía hambre y siempre podía entrar en algún almacén y tomar algunas latas de conserva. Tampoco se llevó el revólver, aunque nadie se alejaba de San Lupo sin ir armado. En el último momento, sin embargo, tras algún titubeo, tomó el martillo de encima de la chimenea.
No dejó de sentir ciertos escrúpulos. ¿Por qué ese martillo ocupaba tanto sus pensamientos? No era, al fin y al cabo, el más viejo de sus bienes. En la casa había muchas cosas que tenía desde la infancia. Pero ninguna era como el martillo; quizá porque éste le recordaba los primeros días que habían seguido al desastre. Aunque no era para él ni un fetiche ni un símbolo.
Se alejó de la casa y marchó sin rumbo, con el único deseo de quedarse solo. El martillo era un estorbo, le pesaba en la mano. No pudo impedir un movimiento de impaciencia. Terminaría por ser tan supersticioso como los niños.
Bueno, ¿por qué no dejarlo caer simplemente y recogerlo a la vuelta? Pero no lo hizo.
Lo más irritante no era el peso del martillo. Aquella herramienta se había transformado en una idea fija. Decidió desprenderse de ella. No permitiría que lo obsesionara. Descendería hasta el puerto y desde el muelle la arrojaría a las aguas. El martillo se hundiría, y no se hablaría más de él. Siguió caminando. Luego recordó a Joey y olvidó su proyecto.
Al cabo de un rato, salió de su tristeza y sintió otra vez el martillo en la mano. Advirtió también que no caminaba hacia el puerto. Iba hacia el sur, y no hacia el oeste.
La distancia es muy larga, se dijo, y me siento aún bastante débil. No es necesario que vaya tan lejos para desembarazarme de este viejo martillo. Basta que lo eche en algún matorral, y pronto lo olvidaré.
Y comprendió en seguida que se engañaba a sí mismo. Y que aunque arrojara el martillo a alguna cañada no olvidaría el lugar. Renunció a las escapatorias. No, no quería librarse de aquel objeto que tenía ahora tanta importancia en su vida. Al mismo tiempo comprendió por qué iba hacia el sur. Seguía la larga avenida que llevaba a la universidad. No estaba allí desde hacía tiempo. Sentía aún aquella pena, pero con menos fuerza, como si la decisión de aguantar el martillo lo hubiera aliviado.
Una vez más se distrajo observando la acción destructiva del tiempo. El terremoto había afectado particularmente a aquel barrio. Una enorme grieta cortaba en dos la calzada, y el agua de las lluvias la había transformado en un estanque donde flotaban hojas de árboles y arbustos. Balanceando el martillo, Ish tomó impulso y saltó el foso de más de un metro de ancho, comprobando con alegría que a pesar de la enfermedad no tenía las piernas muy débiles.
A ambos lados de la avenida las casas no eran más que montones de ruinas, cubiertas por plantas trepadoras. Los árboles habían invadido los porches.
En todas partes las plantas del país estaban matando las plantas exóticas, en otro tiempo orgullo de los jardineros.
Notó al pasar las especies que habían sobrevivido. En vez de glicinas y camelias había muchos rosales trepadores. Un cedro del Himalaya extendía sus ramas vigorosas, pero al pie del árbol no había ningún retoño. En cambio, bajo un eucalipto australiano, unos jóvenes tallos crecían en un suelo de humus y hojas muertas donde no hubiese podido brotar ninguna otra cosa.
A la entrada del parque universitario había un bosquecillo de pinos. No se veía allí la confusión común en los jardines. Los árboles formaban una bóveda espesa y la sombra no favorecía el crecimiento de plantas y hierbas.
Al pie de un pino, una serpiente de cascabel dormitaba al sol. Parecía atontada, como si no se hubiese recobrado aún del fresco de la noche. Ish se detuvo un momento. Podía matarla fácilmente. Titubeó, y siguió adelante.
No; lo habían mordido una vez y recordaba aún aquel horror. Pero no odiaba la raza de los crótalos. En realidad, era posible que la mordedura le hubiese salvado la vida. Hasta podía sentirse agradecido y elegir a la serpiente de cascabel como tótem de la Tribu. Pero no. Sería neutral.
Por otra parte, su tolerancia no alcanzaba sólo a las serpientes de cascabel. Y los niños lo imitaban. En los tiempos de la civilización, los hombres se sentían realmente amos del universo. Elegían a sus amigos y enemigos. Y mataban a las serpientes de cascabel. Pero ahora la naturaleza había recuperado su independencia. No aceptaba dictadores. Matar una serpiente de cascabel era un trabajo inútil, pues no había posibilidad de exterminarlas, ni siquiera de reducir sensiblemente su número. Si un reptil se atrevía a acercarse a las casas, se lo aplastaba para proteger a los niños. Pero no se emprendía ninguna campaña contra las serpientes o los pumas.