Jake puso el freno de mano, salió del coche y se encaminó hacia Zoe. Esta permanecía en medio de la carretera, ya de pie, frotándose las rodillas despellejadas, con los copos arremolinándose alrededor, posándose en su gorro, en su bufanda.
—¿Y ahora qué?
De espaldas a la carretera que subía desde el pueblo, Jake se plantó en el cruce y miró al este y al oeste. Esta vez al menos distinguían la carretera. Tenían muchas posibilidades de recorrerla sin despeñarse. Todo se reducía a decidir en qué dirección ir. Sacó la brújula, se acuclilló y la puso en el suelo. Al cabo de un momento se la guardó cuidadosamente en el bolsillo.
—¡Vaya mierda! —musitó, enrojecido.
Zoe sintió que se le encogía el corazón de pena por Jake: el pobre allí con su brújula inútil.
—Tú decides.
—No —contestó él—. Tú tienes mejor sentido de la orientación. Siempre lo has tenido.
—Vale. Pero nada de reproches si me equivoco, eh. Yo digo que… por ahí.
Entrelazaron los brazos y enfilaron la carretera. Ni siquiera se molestaron en volver la vista atrás para echar una última ojeada al vehículo de la policía abandonado. Este se quedó medio atravesado en la carretera, con la puerta del conductor abierta, como la secuela de un secuestro.
Transcurrida poco más de una hora, estaban de vuelta en Saint-Bernard. El familiar campanario de la iglesia lo confirmó mucho antes de que llegaran al centro.
—Lo siento —dijo Zoe, aún en la carretera.
—No —respondió él—, no lo sientas. Yo también habría elegido esa dirección.
Poco después a Zoe se le ocurrió otra idea.
—Sígueme.
—Tengo la impresión de que cada vez que te sigo acabamos en apuros.
Sin hacerle el menor caso, Zoe lo llevó de regreso al hotel y entraron en el cuarto guardaesquís: un vestuario revestido de madera de pino en una de cuyas paredes colgaba un enorme mapa de pistas protegido por una lámina de plexiglás. Mostraba que Saint-Bernard se hallaba enclavado en un valle con pistas de esquí a ambos lados del pueblo, tanto al norte como al sur del valle. El lado sur era el menos frecuentado porque el sol fundía la nieve a primera hora, pero después de la reciente nevada, las pistas estarían en buenas condiciones en todas partes. El plan de Zoe consistía en apropiarse de unos esquís, ascender por la pendiente sur del valle y bajar esquiando por el otro lado hasta la estación más cercana.
Señaló el recorrido en el mapa.
—El telesilla llega hasta arriba. Sabemos que aún hay suministro eléctrico, así que podemos subir en telesilla. Al otro lado existe al menos una pista marcada, con un gran telearrastre para volver a subir. Aquí estamos a mil novecientos metros de altura, ¿no es así? Hay otra estación al otro lado a mil seiscientos metros, y solo a unos kilómetros de aquí cruzando la montaña. Más allá de esa zona no se ve ninguna pista trazada, pero podemos atravesar en diagonal. La nieve está bien.
Jake soltó un resoplido.
—Eso podría no estar al alcance de nuestras aptitudes como esquiadores. No conoces el terreno. No sabes si hay rocas, árboles, nieve profunda. No conoces la inclinación. No sabes nada, de hecho.
—Tú eres buen esquiador. Yo soy buena esquiadora.
—¿Y por qué no lo intentamos otra vez a pie? ¿Por qué no seguimos la carretera de la montaña? —propuso Jake—. Es mucho más sencillo.
—Sí, es una posibilidad. Pero… y se trata de un pero muy grande… como tú mismo has dicho, es una caminata de cuatro o cinco horas. Se ha hecho ya demasiado tarde con todo lo que ha pasado. Otra vez se nos echaría la noche encima. Si vamos a marcharnos de aquí a pie, tenemos que pasar otra noche en el hotel y salir mañana a primera hora. O la otra posibilidad es coger unos esquís, subir por la montaña y desde lo alto descender hasta ese pueblo a mil seiscientos metros de altitud, en… ¿cuánto tiempo? ¿Veinte minutos?
—¿Veinte minutos? Imposible.
—Media hora como mucho para recorrer esa distancia en bajada con unos esquís. No más. Media hora, Jake.
—No sé. No me entusiasma la idea. ¿Crees que nos queda luz de día suficiente?
—Nos quedará si nos dejamos de charla y nos ponemos en marcha de inmediato. ¿De verdad quieres pasar aquí otra noche?
—No.
—Vamos allá, pues.
—Mírate. ¿En serio te crees que es tan fácil?
Zoe se frotó las manos, como para mostrarle lo fácil que sería.
Entraron en una tienda de material de esquí y se dispusieron a elegir un buen par de esquís para cada uno entre los expuestos en el soporte. Se dijeron que ya los devolverían, y que, dadas las circunstancias, nadie les reprocharía que se llevaran «prestados» unos esquís, aunque Jake bromeó acerca de sus crecientes gastos hipotéticos.
—Siempre he querido unos como estos —señaló Zoe—. Naranja fuego. De lo más espectaculares.
—Muy propio. ¿Quieres unas botas nuevas?
—Claro. ¿Qué tal estas?
—Coloca aquí tus esquís, pues, y pásame una de tus botas.
Mientras Jake ajustaba las fijaciones, Zoe echó un vistazo a la tienda. Los dueños se habían marchado a toda prisa. Un reproductor de cedé seguía encendido y había un tazón de café medio lleno. Alguien incluso había dejado un billetero bajo el mostrador. Lo abrió. Contenía tarjetas de crédito y un fajo de billetes.
Lo agitó en dirección a Jake.
—Mira.
—Déjalo ahí.
—Claro que voy a dejarlo. ¿Te has pensado que iba a robarlo?
—Yo solo digo que lo dejes todo tal como estaba, excepto lo que tengamos que llevarnos por fuerza.
—¿Como si yo fuera a hacer otra cosa?
—Yo solo lo digo.
—Pues no lo digas. No tenía intención de afanar unos pocos euros de una cartera ajena, maldita sea. —Dejó el billetero donde lo había encontrado y, para mayor seguridad, lo escondió bajo un par de guantes de esquí viejos abandonados en el mostrador—. Se marcharon deprisa. Mejor dicho, muy, muy deprisa.
—Eso es lo que me preocupa. Toma, estos esquís ya están listos. Coge un buen par de bastones y vámonos.
Con sus esquís nuevos al hombro, caminaron dificultosamente por la nieve hasta llegar a la iglesia, en lo alto de la cuesta. Como no habían retirado la nieve de las calles desde la evacuación, una vez allí encajaron los pies en las fijaciones y, sin mayor problema, se deslizaron por la calle principal, atravesando el pueblo en dirección a los telesillas de las pistas orientadas al sur. Al final del pueblo tuvieron que recorrer a pie unos cien metros para llegar a la estación del remonte.
En la estación reinaba un silencio absoluto, ahogado todo sonido por la reciente nevada. Incluso en ese momento, pese a que la ventisca había amainado hacía rato, caían en torno a ellos copos pequeños, sumándose a las anteriores capas de nieve depositadas en el tejado de la cabina. Jake sacó los pies de las fijaciones y abrió la puerta.
Estaba atascada a causa del hielo. Empujó con el hombro y la puerta se abrió de par en par. Dentro el aire seguía caldeado, como si hubieran dejado encendida la calefacción. Junto a la ventana manchada, en una consola sucia, brillaban levemente varios pilotos verdes y rojos, al lado de una serie de interruptores. Alguien había dejado un paquete de tabaco y un encendedor de plástico en la mesa de la consola.
—¿Sabes ponerlo en marcha? —preguntó Zoe.
—Se parece mucho al equipo del telearrastre. Allí había un botón enorme, pero aquí no lo veo.
Jake salió de la cabina y entró en el cobertizo de pino donde las gigantescas poleas y los cables de acero relucían por efecto de la grasa negra. Miró fijamente la hilera inmóvil de sombrías sillas que aguardaban para iniciar su movimiento bajo la tenue luz en su recorrido sin fin. Mientras rodeaba la maquinaria, vio lo que buscaba: una fila de botones y un gran interruptor para el apagado de emergencia. Esperanzado, pulsó los botones, pero fue en vano. Cuando uno de los botones desencadenó el sonido de arranque de un motor y el inmediato tableteo de piezas móviles, se sobresaltó. Aun así, el telesilla no se movió. Con el estridente zumbido del motor en los oídos, buscó la manera de enviar las sillas montaña arriba. Descubrió el freno que las retenía y lo soltó. A continuación vio una palanca que accionaba la enorme polea sobre él. Cuando la polea empezó a girar, las sillas se movieron.
Zoe había salido de la cabina del operario y volvía a ponerse los esquís. Jake quería esperar a que las sillas diesen una vuelta completa, para asegurarse de que no corrían peligro. Ella tenía menos paciencia. Él propuso entonces que subieran a sillas distintas.
—¿Y eso por qué?
—Porque si el remonte se detiene —respondió él con toda calma— y hay entre nosotros una distancia prudencial, al menos uno de los dos podrá bajar y hacer algo para ayudar al otro. Mientras que si nos quedamos los dos atrapados ahí arriba, meciéndonos en el viento, no podremos hacer nada.
—No veo la lógica. O sea, si por casualidad el telesilla se para ya cerca del final y los dos conseguimos bajarnos, estaremos en mejor situación que si uno está a salvo y el otro queda aislado en el aire.
—Eso es absurdo.
—No más absurdo que tu idea. Es pura cuestión de azar. Azar juntos o azar por separado. En cualquier caso estaremos sujetos al azar. Preferiría que afrontáramos juntos ese azar.
Nada menos que allí, en aquel pueblo abandonado, con el motor del telesilla zumbando encima de ellos y las sillas vacías, heladas y cubiertas de nieve subiendo una por una montaña arriba, no se les ocurría otra cosa que discutir sobre el azar.
—Después de todo lo que nos ha pasado, preferiría que subiéramos en la misma silla —insistió Zoe—. ¡Joder, no entiendo que estemos discutiendo por esto!
Jake suspiró y, lentamente, fue a calzarse los esquís. Permanecieron uno al lado del otro esperando la siguiente silla, con capacidad para seis personas, y tan pronto como les tocó las corvas, se dejaron caer hacia atrás para quedar en posición. Jake agarró la barra de seguridad y la bajó.
Ascendieron en silencio.
Era un recorrido largo, y los dos, para sus adentros, se preguntaban qué harían exactamente si la silla se detenía. En la mayor parte del trayecto se hallaban a quince metros del suelo. El mecanismo del cable emitía un uniforme piñoneo y el viento producía silbidos y espectrales lamentos en torno a las pilonas dispuestas a intervalos regulares. Las sillas que regresaban al otro lado de las pilonas, tras permanecer a la intemperie en la ladera de la montaña sin que nadie las utilizara, estaban tapadas de nieve y colgaban de ellas carámbanos de hielo: lúgubres y siniestros carros de guerra, pensó Zoe, que volvían después de depositar su carga en un lugar de muerte.
Mientras ascendían, de vez en cuando la nieve acumulada en la rama de un pino rebasaba su límite y se producía una repentina caída de nieve debajo de ellos. Aparte de eso, no se percibía allí el menor movimiento.
—Qué silencio —comentó Zoe, aunque solo fuera para sobrellevar el funesto murmullo del viento en las pilonas.
Cuando se aproximaban a la penúltima pilona, la silla se sacudió y se ladeó para iniciar el descenso. Jake levantó la barra de seguridad. Adelantaron el trasero en el asiento y prepararon los esquís para apearse al llegar a la terminal del remonte. Al bajarse, cayeron en nieve profunda y quedaron clavados en ella. Normalmente el lugar de apeo estaba bien apisonado y mantenido por los operarios del telesilla.
—En la pista habrá nieve muy profunda —comentó Jake.
—Nos lo tomaremos con calma. ¿Vas a parar el telesilla?
—Lo dejaré en marcha.
—¿Por qué?
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Vas a contradecirme cada vez que hable? —protestó Jake, pero al menos ahora sonreía—. ¿Por qué he de aguantar una vida entera oyendo por qué, por qué, por qué?
—Es solo que me parece… un derroche de energía. Deberíamos pararlo.
—Quiero que siga en marcha. Quiero que la gente sepa que estamos aquí, ¿vale? Deja ya de creerte la reina del mambo, ¿quieres?
—Eres tú el que va de rey del mambo.
—¡Ahí tienes! Ese es un comentario típico de reina del mambo. ¿Lo ves?
—¿Podemos consultar el mapa, por favor? —dijo Zoe. Jake se acercó a ella, que examinaba ya su plano. Sin alzar la vista, añadió—: No es muy complicado. Bajamos hasta media pista, luego atajamos por este sendero del bosque. Al cabo de un rato deberíamos toparnos con una carretera muy tortuosa, probablemente una vía de arrastre para el transporte de madera, que atraviesa el bosque, y si la seguimos, nos llevará hasta el próximo pueblo. No tendremos que preocuparnos por el tráfico.
Jake se ajustó las dragoneras de los bastones en las muñecas.
—Espera, Jake —dijo Zoe—. Quedémonos un momento a contemplar el paisaje. La gente pagaría lo que fuera por estar aquí, con toda esta nieve virgen y sin nadie alrededor. En realidad, no tiene precio. Nadie podría pagarlo. Fíjate: es una maravilla.
Jake soltó un resoplido. En fin, cómo eran las cosas: allí estaban, intentando salir con vida de aquel lugar, y sin embargo ella tenía razón. No se veía una sola marca en la nieve ligera y en polvo. Los colmados nubarrones pendían amenazadores sobre ellos, pero en el cielo, aquí y allá, asomaban manchurrones azules. Una fuerza transformadora había echado su aliento sobre la tierra y la había convertido en una tarta nupcial perfecta, y ahora ellos dos se hallaban encaramados en lo alto, como novios de mazapán.
—Bésame —dijo Zoe.
Jake tenía los labios fríos, pero ella deseó deshelárselos con su beso. No quería apartarse, pero al final fue Jake quien se retiró. Ella lo miró con un parpadeo. Por un momento le pareció advertir algo extraño reflejado en el cristal negro de sus pupilas.
—¿Qué pasa?
—Nada. Vamos. Es una pista negra, pero no parece muy escarpada —comentó Zoe—. Eso sí, asegúrate de no saltarte el desvío.
—Sospecho que una vez más tendré que ir detrás de ti, condenada reina del mambo.
Se lanzaron pendiente abajo. En la pista sin preparar, la nieve estaba espesa y crujía, pero no representaba el menor desafío a las aptitudes de ambos. Se deslizaban un poco más despacio, pero la nieve se apartaba de las hojas de los esquís con un susurro suave y sensual. En la pendiente desierta, era posible trazar curvas amplias y veloces, dejando surcos paralelos perfectos a sus espaldas. En cuestión de un par de minutos cubrieron la mitad del descenso. Zoe se detuvo a un lado de la pista.