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Authors: Graham Joyce

Tags: #Intriga

La tierra silenciada (6 page)

BOOK: La tierra silenciada
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Luego se desplomaron otra vez en la cama y por fin los venció el sueño.

—¡Despierta!

Jake la miró con un parpadeo. Ya era de día. Zoe se quitó el gorro de lana y se desabrochó la chaqueta de esquí. Venía de la calle, de la farmacia, a donde había ido a por unas gotas para sus ojos enrojecidos.

—¿Has salido?

—Te he traído esto. Echa la cabeza atrás y abre los ojos. Oye, qué irritados los tienes, parecen dos meaderos en medio de la nieve. —Dejó caer tres gotas en cada ojo y volvió a enroscar el cuentagotas en el frasco.

—¿Hay alguien fuera?

—No.

—¿Qué hora es?

—No muy tarde.

Jake apartó la sábana.

—No deberías haberme dejado dormir.

—He pensado que lo necesitabas. Me da la impresión de que sigues en estado de shock.

—No es verdad.

—Yo creo que sí. Te comportas de una manera distinta.

—¿En qué sentido?

Zoe enarcó una ceja.

Jake se levantó.

—Tenemos que poner otra vez ese coche en la carretera y marcharnos de aquí.

—De acuerdo —convino Zoe—. Te he traído de la cocina algo para desayunar.

Había una bandeja en la mesa: café, zumo y huevos revueltos con pan tostado bajo una tapa de plata abovedada.

—¿Sabes una cosa? Si no fuera porque hay que escapar, uno acabaría encontrándole el gusto a esto —comentó Jake.

Desayunó sin pérdida de tiempo, se puso la ropa interior térmica, los pantalones de esquí y la chaqueta, y fueron los dos a echar un vistazo al coche. Aún nevaba, pero muy poco. Pequeños copos flotaban en el aire, apenas aumentando la gruesa y blanda capa que cubría la calle y la acera. Asomaban en el cielo numerosos retazos de color azul entre las bajas nubes grises. Manteniéndose en el centro de la calzada, avanzaron laboriosamente por la densa nieve.

Al cabo de veinte minutos, encontraron el coche patrulla y Zoe ahogó una exclamación, como si acabara de recibir un puñetazo en el estómago.

—¡Cielo santo!

Jake se limitó a parpadear.

La rueda del coche en el lado del conductor se hallaba suspendida en el espacio, sobre una lisa pared de granito cortada a pico de unos quince metros de altura. Unos centímetros más, y el vehículo se habría estrellado contra las rocas al pie del precipicio, y desde allí habría seguido rodando por una escarpada pendiente salpicada de árboles. Quizá habría chocado frontalmente contra un tronco o quizá no. Un saliente redondeado de piedra caliza manchada de ámbar sobresalía de la nieve ante la rueda del lado del acompañante, y era eso lo que había impedido al coche continuar avanzando. La roca que frenaba la rueda parecía una lápida labrada, pero sus nombres no estaban cincelados en ella, porque había sido su salvación.

Zoe se arrodilló en la nieve y se tapó los oídos con las manos.

—No me lo puedo creer.

—Pues más vale que te lo creas.

—Debe de haber un ángel velando por nosotros. En serio.

—En fin, yo no creo en los ángeles. Pero tienes razón.

Zoe volvió a ponerse de pie y cogió a Jake del brazo. Contemplaron el coche, y el precipicio, sin pronunciar una sola palabra.

Jake se planteó si sería posible echar marcha atrás para devolver el coche patrulla a la carretera. La rueda delantera del lado del acompañante estaba firmemente trabada, eso desde luego, pero el vehículo apuntaba hacia abajo y parecía a punto de resbalar lateralmente. La idea de subirse al coche, ponerlo en marcha e intentar retroceder le resultó aterradora.

Vio a Zoe dar la vuelta en dirección a la puerta del conductor.

—No —ordenó.

—Quizá sea posible.

—Ni se te ocurra.

Regresaron a pie al pueblo estudiando las alternativas. Podían buscar otro vehículo. Era muy probable que hubiera otras llaves colgadas en alguna de las muchas tiendas que seguían abiertas. O podían marcharse a pie, sin más, y seguir la carretera a través de la montaña.

Había coches aparcados cerca del hotel. Los comprobaron todos. Todos estaban cerrados con llave. Sabían que las probabilidades de encontrar un coche abierto con las llaves en el contacto eran escasas, pero no nulas.

Aun así, al cabo de veinte minutos encontraron un coche con las llaves destellando en el contacto. Jake se sentó al volante y accionó la llave, pero no quedaba batería. Trataron de arrancar el coche en una pequeña cuesta, pero no lo consiguieron. Lo abandonaron al pie de la pendiente y reanudaron la búsqueda.

Jake dejó escapar una exclamación cuando se tropezaron con un aparcamiento en el que había dieciocho motonieves idénticas.

—¡He aquí nuestra escapatoria! —vociferó—. Elige la que quieras, parecen todas iguales.

Pero su entusiasmo fue prematuro. Las dieciocho motonieves estaban inmovilizadas por una gruesa cadena y un descomunal candado. No encontraron ni las llaves de las motonieves ni la del candado. En plena búsqueda se plantearon por un momento usar una cizalla, pero descartaron la idea al caer en la cuenta de que aun si encontraban una cizalla, seguirían sin tener las llaves de encendido.

Transcurridas tres horas, estaban dispuestos a admitir la derrota, al menos por ese día.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Zoe.

—¿Hacer? Volveremos a la habitación del hotel a pasar otra noche. Beberemos un poco más de ese puto vino, extraordinario pero sin sabor, y mañana nos levantaremos muy temprano y nos marcharemos de aquí a pie de una vez por todas siguiendo la carretera.

Entrelazaron los brazos y, sumidos en una especie de trance neurasténico, regresaron cansinamente al hotel.

Volvieron a entrar en calor en la sauna y luego nadaron en la piscina del spa. En ausencia de los demás huéspedes, el chapoteo en el agua sonaba a hueco; en los vestuarios reverberaba un eco extraño; las pisadas de sus pies descalzos en las baldosas producían un sonido solitario.

Después pasaron una hora ante los ordenadores del hotel con la idea de acceder a internet. No lograron conectarse. Mientras Zoe perseveraba en sus intentos, Jake volvió a probar la serie completa de números telefónicos. Una tras otra, las líneas sonaron y sonaron y nadie atendió. Nadie atendió en ninguna parte.

—Eso es por la centralita local. La culpa tiene que ser de la centralita —comentó Jake—. Debe de estar fuera de servicio, o si no, alguien contestaría.

No tuvieron más suerte con los móviles.

Esa noche Jake buscó el gorro de cocinero que Zoe había tirado al suelo y volvió a preparar la cena. Descongeló pollo y descubrió especias para improvisar un salteado agridulce. Encontró un reproductor de cedé y subió el volumen al máximo. A continuación, para animarse, empezó a golpear ollas y sartenes y a dar coscorrones en las cabezas imaginarias de pobres pinches de cocina. En el aparato había ya puesto un cedé de ópera, en el que una diva, una mezzosoprano, elevando gradualmente la voz, vocalizaba bellos versos que él no entendía. Encendió los quemadores de la cocina y dejó llamear el aceite en la sartén como si todo fuera puro teatro.

En la encimera de acero inoxidable seguían la carne magra cortada y las verduras troceadas, allí dispuestas desde el día anterior. Todo ofrecía un aspecto y un olor tan fresco como si acabara de prepararse minutos antes, pero Jake no tocó nada de eso y despejó una encimera al otro lado de la cocina.

Zoe se había sentado a una mesa del restaurante; la mesa estaba puesta, con el mantel y las servilletas bien planchados y los cubiertos de plata en su sitio. Tenía las manos cruzadas bajo la barbilla. Había encontrado una botella de champán.

—No preguntes el precio. Esconderemos la botella vacía. Nadie se enterará nunca.

Con los cantos operísticos flotando en el aire sobre su mesa iluminada por una vela y la oscuridad cada vez más densa en el exterior, iniciaron su segunda cena en el restaurante vacío. La música, de una belleza fantasmagórica, se abatía entre las hileras de mesas vacías. Sin pronunciar palabra, Zoe se levantó y la cambió, muy intencionadamente, por animadas melodías de los Pixies.

—¿Por qué no ha venido nadie a buscarnos? —preguntó.

—No lo sé. No lo sé.

A Zoe se le subió el champán a la cabeza. Lo apuraron en un santiamén, y ella fue a por una segunda botella.

—Disfrútalo —dijo, sirviendo una generosa copa a Jake—, porque estas dos botellas cuestan poco más o menos lo mismo que nuestras vacaciones completas.

—¿No lo dirás en serio?

—Pues sí. Están incluidas en lo que llaman la «carta de reservas».

—¿Qué es la «carta de reservas»?

—Verás, por un lado está la carta de vinos y por otro la carta de reservas. Esta es para las ocasiones especiales. Si no encuentras algo lo bastante caro en la carta de vinos, pides la carta de reservas. Es para las personas especiales con un paladar exigente y un culo grande.

—¿Eres consciente de que nos lo endosarán en la cuenta?

—No nos lo endosarán. Lo negaremos todo. Y te diré otra cosa. Durante estas dos noches he tenido la sensación de que tú y yo somos las dos únicas personas en el mundo. Te tengo para mí sola, sin que te distraiga siquiera una camarera. Y una parte perversa de mí lo ha disfrutado de verdad. Mañana esto se habrá acabado y me quedarán cosas que desearía haberte dicho cuando te tenía para mí sola.

—¿Como por ejemplo?

—Como, por ejemplo: ¿cuánto hace desde el alud?

—¿Qué? Ah, fue ayer por la mañana. Parece increíble.

—Exacto. Ayer por la mañana. Y da la impresión de que ha pasado muchísimo tiempo.

—Tienes razón, sí. Así es.

—De que ha pasado mucho tiempo desde que casi nos perdimos el uno al otro. Estuvimos a punto de morir, Jake, y cada segundo desde entonces parece haberse dilatado, y eso es porque estamos solos tú… —levantó la copa, con un ademán un poco vacilante, para chocarla con la de él—… y yo. —Echó una ojeada al restaurante vacío—. Los demás nos roban tiempo. Casi podría quedarme aquí unos días más, por pura obstinación.

—¿Crees que estamos en una carta de reservas?

—¿Cómo dices?

—La carta de reservas de Dios. La carta de reservas de la naturaleza. O sea, que todos los demás están en la carta normal y a nosotros nos han dejado aquí porque estamos en la carta de reservas.

—¡Pero qué ideas son esas!

Jake le dirigió una media sonrisa.

—Los demás pronto volverán.

—Lo sé. Y nosotros nos marcharemos mañana a primera hora. Venga, vámonos a la cama.

—Estás borracha.

—Con lo cara que es la botella, trae lo que queda.

Ciertamente estaba borracha. Cuando las puertas del ascensor se abrieron, obligó a entrar a Jake de un empujón y se abalanzó hacia él. Con las puertas del ascensor cerradas, le echó los brazos al cuello y le mordió el labio, a la vez que forcejeaba torpemente con su cinturón y le bajaba los pantalones. Dejándose caer de rodillas, empezó a hacerle una felación. Jake, sin querer, tocó los botones del ascensor con el codo y se abrieron las puertas.

Se quedó helado.

—Disculpe, caballero —dijo—, mi mujer terminará enseguida.

Zoe se interrumpió y alzó la vista como si medio esperara ver a un huésped conmocionado en el vestíbulo. Echó un trago de champán burbujeante de la botella y volvió a meterse la polla en la boca.

La campanilla del ascensor tintineó y la puerta volvió a cerrarse.

—Despierta.

Zoe gimió. Tenía la cabeza como si se la hubieran partido de un golpe de piolet. Jake estaba de pie a su lado, ya vestido, sosteniéndole bajo la nariz un tazón de café humeante.

—¿Qué hora es?

—Hora de irse.

—¿En serio?

—Vuelve a nevar. No nos conviene marcharnos muy tarde. Tendremos que caminar quizá unas cuatro horas hasta llegar al próximo pueblo. Nieva mucho, y con la cantidad de nieve que está cayendo, cuanto más tiempo pasemos aquí, mayor es el riesgo de alud. Te ruego, pues, que muevas ese culo lustroso y encantador y salgas de la cama.

—Ese champán barato se me subió a la cabeza —se quejó ella mientras se arrastraba hacia la ducha.

Para el desayuno, Jake había subido tostadas y bollos con queso y embutidos. Tenía ya preparada una mochila. Mientras ella dormía, él había ido a buscar a una tienda la mochila, una linterna y una brújula.

Antes de marcharse, Zoe lo obligó a sentarse y echar atrás la cabeza para aplicarle el colirio.

—Todavía pareces un zombi. Rojo por fuera, azul en medio y negro por dentro. Como una diana para el tiro con arco.

—Una diana para el tiro con arco no es así.

—Bah, calla. Ahora ponme tú a mí.

A las siete y media de la mañana estaban ya en la carretera. La nieve se había espesado. En el cielo las nubes parecían acero alabeado y los copos, aunque ligeros, caían profusamente, acompañados de una tenue neblina.

Siguieron la carretera. Pronto dejaron atrás el coche patrulla con la rueda suspendida sobre el precipicio. La nieve había formado una gruesa costra en el parabrisas y el capó. Jake se detuvo y miró el vehículo con expresión melancólica. La neblina era cada vez más densa, y Zoe le advirtió que ni se lo planteara.

La carretera era una empinada cuesta. Después de ascender durante otra media hora por la montaña, la combinación de nieve y neblina les resultaba ya impenetrable. Presentaba la misma tonalidad gris nacarada de dos días antes, con destellos iridiscentes allí donde se reflejaba la luz. Avanzaron con paso uniforme, pero no veían hacia dónde iban.

Jake se salió de la carretera y se torció el tobillo.

—Esto no me gusta —comentó Zoe—. Vamos a ciegas.

—No pasa nada. Estoy bien. Solo tenemos que seguir el asfalto.

—Ni siquiera veo el asfalto. Ni lo noto bajo los pies.

Jake sacó la brújula de la mochila. Se acuclilló y se la colocó en la rodilla.

—El norte está por ahí, y nosotros queremos ir hacia el oeste. Vamos bien. Sigamos.

Su voz traslucía seguridad, pero Zoe no la compartía ni le inspiraba mucha confianza. Jake era muy distinto de ella. Lo habían criado enseñándole a simular aplomo cuando en el fondo no lo sentía, y Zoe sabía ver la diferencia. Por su parte, había aprendido a confiar en la intuición y a dejarse guiar por ella. Pensaba que su sistema era tan certero o falible como el de él.

Avanzaron despacio, cogidos de la mano, a veces ciñéndose a la curva exterior del asfalto. Era una carretera muy tortuosa, un continuo zigzag por la montaña, y la seguían casi a ciegas, a paso de tortuga. De pronto Zoe debió de pisar fuera de la calzada, porque la pierna se le hundió en la nieve hasta el muslo.

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