La carretera giraba hacia el oeste y desembocaba en el puente. A Joakim le gustaba atravesarlo, conducir por el arco que unía la isla al continente, sobre el agua del estrecho. Esa mañana era difícil ver su superficie allá abajo; aún reinaba la penumbra. Al salir del puente y coger la carretera de la costa hacia Estocolmo el sol comenzó a elevarse sobre el mar Báltico. Pudo sentir su calor a través de las ventanillas.
Puso un canal de radio con música rock, pisó el acelerador y mantuvo una buena velocidad en dirección norte, pasando de largo los pequeños pueblos que bordeaban la costa. La serpenteante carretera era bonita incluso en un día frío y nublado. Discurría a través de poblados bosques de pinos y amplias arboledas junto al mar, calas y arroyos que desembocaban y desaparecían en el agua.
Poco a poco, la carretera torcía hacia el oeste y se alejaba de la costa para enfilar hacia Norrköping. Nada más dejar esta ciudad, Joakim se detuvo a comer un par de sándwiches en un desierto restaurante de hotel. En la nevera, podía elegir entre siete botellas distintas de agua mineral, sueca, noruega, italiana y francesa: comprendió que había regresado a la civilización, pero decidió tomar agua del grifo.
Después de comer, continuó su camino; primero pasó por Södertälje y más tarde llegó a Estocolmo. A la una y media, alcanzó los altos edificios de los suburbios del sudoeste, y su Volvo con remolque se convirtió en uno de los muchos vehículos, grandes y pequeños, que rodaban por los carriles hacia el centro. Pasó de largo interminables hileras de almacenes, edificios de viviendas y estaciones de tren de cercanías.
La bella Estocolmo se perfilaba en la lejanía, una gran ciudad junto al Báltico, construida sobre islas de diferentes tamaños. Pero Joakim, en realidad, no se sentía contento de regresar al lugar de su infancia. Solo pensaba en las aglomeraciones, las colas y la lucha por ser el primero. En la ciudad siempre había problemas de espacio; insuficientes viviendas, escasas zonas donde aparcar, pocas plazas de guardería. Faltaban incluso tumbas. Joakim había leído en el periódico que, actualmente, se recomendaba a la gente que incinerara a sus muertos para que así ocuparan menos espacio en los cementerios.
Ya echaba de menos Åludden.
La autopista se bifurcaba constantemente en un infinito laberinto de puentes y cruces. Joakim eligió una de las salidas, giró y descendió a la cuadrícula de la ciudad, con sus señales de tráfico, ruido de motores y calles en obras. En un cruce, se encontró encajonado entre un autobús y un camión de la basura y vio a una mujer que cruzaba la calle empujando un cochecito. El niño le preguntó algo, pero la madre mantenía la mirada al frente, con expresión enfadada.
Joakim tenía un par de cosas que hacer en la capital. La primera, visitar una pequeña galería de arte en Östermaln y recoger un óleo, un paisaje, una herencia de la que él, en realidad, no quería responsabilizarse.
El dueño no estaba, pero sí la madre de este, que reconoció a Joakim. Después de que él firmara el recibo ella desapareció en el interior del local para abrir una puerta de seguridad y sacar el cuadro de Rambe. Este se encontraba dentro de una caja de madera atornillada.
–Lo estuvimos admirando ayer antes de guardarlo –comentó la mujer–. Es una maravilla.
–Sí, lo hemos echado de menos –contestó Joakim, a pesar de que no era cierto.
–¿Hay alguno más en Öland?
–No lo sé. La familia real tiene uno, me parece, pero no creo que lo tengan colgado en Solliden.
Con el cuadro guardado en el portaequipajes, Joakim condujo hacia el oeste, hacia las casas de Bromma. A las dos y media, la hora punta aún no había empezado del todo, y tardó apenas un cuarto de hora en salir de la ciudad y llegar a la manzana donde se encontraba Äppelvillan.
Se acercó a su viejo hogar con más nostalgia de la que había sentido por Estocolmo. La casa estaba a solo cien metros del lago, dentro de un gran jardín rodeado por una valla y espesos setos de lilas. En la misma calle había otras cinco grandes casas, pero entre los árboles solo se vislumbraba una.
Äppelvillan era una alta y amplia casa de madera construida para un director de banco a principios del siglo
XX
. Pero antes de que Joakim y Katrine la compraran, estuvo habitada durante muchos años por un colectivo New-Age, jóvenes familiares de los propietarios que se habían dedicado a alquilar habitaciones y que, al parecer, se preocupaban más por meditar que por hacer trabajos de carpintería y pintura.
Ningún integrante del colectivo se había implicado o había mostrado el más mínimo respeto por el edificio, y los vecinos de las casas adyacentes lucharon durante años por echarlos de allí. Cuando finalmente la adquirieron Joakim y Katrine, la casa estaba en ruinas y el jardín cubierto de maleza. Ambos se aplicaron a la reforma de Äppelvillan con la misma energía con la que arreglaron su primer apartamento en Rörstrandsgatan, donde antes de ellos había vivido una vieja loca de ochenta y dos años con siete gatos.
Joakim trabajaba como profesor de manualidades y se ocupaba de restaurar Äppelvillan por las tardes y durante los fines de semana; Katrine aún conservaba su puesto de media jornada como profesora de dibujo y dedicaba el resto del tiempo a la casa.
Celebraron el segundo cumpleaños de Livia con Ethel e Ingrid en medio de una confusión de suelos levantados, botes de pintura, rollos de papel de pared y lijadoras. Solo tenían agua fría, pues el calentador se había estropeado ese mismo fin de semana.
Sin embargo, cuando Livia cumplió tres años pudieron celebrar una tradicional fiesta infantil con suelos recién acuchillados, paredes pulidas y empapeladas y escaleras y barandillas reparadas y enceradas. Y en el primer cumpleaños de Gabriel, la casa estaba prácticamente reformada.
En la actualidad la casa parecía de nuevo una mansión de fin de siglo, y podían entregarla en buen estado, a no ser por las hojas del jardín y el césped sin cortar. Sus nuevos propietarios iban a ser los Stenberg: una pareja en la treintena, sin hijos, que trabajaban en Estocolmo, pero no querían vivir en el centro.
Joakim detuvo el coche en la entrada de grava y dio marcha atrás de forma que el remolque quedara junto al garaje. Se apeó y miró alrededor.
Toda la manzana estaba en silencio. Los únicos vecinos cuya casa quedaba a la vista eran los Hesslin. Lisa y Michael Hesslin se habían hecho buenos amigos de Katrine y Joakim; pero esa tarde sus coches no estaban en la entrada. Habían pintado la fachada el verano anterior, en esa ocasión de amarillo. Cuando la revista
Vackra villor
hizo un reportaje sobre ella la tenían pintada de blanco.
Joakim volvió la cabeza y miró hacia la valla de madera y la entrada de grava de Äppelvillan.
Pensó sin querer en Ethel. Había pasado casi un año, pero aún recordaba sus gritos.
Junto a la valla, un estrecho sendero conducía a una arboleda. Aquella noche, nadie vio a Ethel recorrerlo, aunque fuera el camino más corto para llegar al lago.
Se encaminó hacia la casa y levantó la vista hacia la blanca fachada. El color aún conservaba su lustre, y Joakim recordó todos y cada uno de los largos brochazos que había dado cuando la pintara, con finas capas de aceite de linaza, hacía dos veranos.
Introdujo la llave en la cerradura, abrió y entró. Al cerrar tras de sí, permaneció inmóvil.
Tras la mudanza había limpiado, y el suelo aún aparecía libre de polvo. Todos los muebles, alfombras y cuadros habían desparecido del recibidor y de los salones: pero permanecían los recuerdos. Eran muchos. Durante más de tres años, Katrine y él se habían dejado la piel en aquella casa.
Las habitaciones que lo rodeaban estaban en completo silencio, pero en su interior él podía oír el eco de los martillazos y sierras. Se quitó los zapatos y entró en el recibidor. Aún flotaba en el aire un ligero olor a productos de limpieza.
Recorrió las habitaciones, quizá fuera la última vez que lo hacía. En el piso de arriba, en uno de los dos cuartos de invitados, se detuvo en el umbral durante unos segundos. Una pequeña habitación con una sola ventana. Papel pintado blanco brillante y el suelo desnudo. Allí había dormido Ethel mientras vivió con ellos.
En el sótano aún quedaban unas cuantas cosas, las que no habían cabido en el camión de la mudanza. Joakim bajó la empinada y estrecha escalera y comenzó a recogerlas: un sillón, unas cuantas sillas, un par de colchones, una pequeña escalera y una jaula polvorienta, recuerdo de William el periquito, muerto hacía unos años. No habían tenido tiempo de limpiar allí, pero encontró la aspiradora. La encendió y la pasó rápidamente por el suelo de cemento pintado y luego, con una bayeta, quitó el polvo de armarios y molduras.
De esta manera, la casa quedó casi vacía e impecable.
A continuación reunió todos los utensilios de limpieza –aspiradora, cubos, productos varios y bayetas– y los dejó al pie de la escalera del sótano.
En el cuarto de carpintería, a la izquierda, aún colgaban de la pared muchas de sus herramientas de reserva. Joakim empezó a colocarlas en una caja de mudanza. Martillo, limas, alicates, taladradoras, escuadras, destornilladores. Quizá los destornilladores modernos fueran mejores, pero no eran tan sólidos como los antiguos.
Pinceles, serruchos de punta, nivel, metro… Sostenía un cepillo en la mano cuando de pronto oyó que se abría la puerta principal en el piso de arriba. Enderezó la espalda y aguzó el oído.
–¿Hola? –dijo una voz de mujer–. ¿Kim?
Era Katrine, y parecía preocupada. Oyó cómo cerraba la puerta de la calle tras sí y entraba en el recibidor.
–¡Aquí abajo! –gritó–. En el sótano.
Volvió a aguzar el oído, pero no obtuvo respuesta.
Avanzó hacia la escalera del sótano y siguió escuchando. Al ver que arriba todo permanecía en silencio, subió apresuradamente al tiempo que comprendía lo improbable que sería ver a Katrine en el recibidor.
No había nadie. El lugar estaba tan desierto como a su llegada, hacía media hora. Y la puerta de la calle seguía cerrada.
Se acercó a ella e hizo un intento de abrirla. No estaba cerrada con llave.
–¿Hola? –gritó hacia el interior de la casa.
Ninguna respuesta.
Durante los siguientes diez minutos Joakim recorrió la vivienda habitación por habitación, a pesar de saber que no encontraría a Katrine por ninguna parte. Era imposible, su esposa se encontraba en Öland.
¿Por qué habría cogido el coche y conducido tras él hasta Estocolmo, sin ni siquiera llamar antes?
Había oído mal. Tenía que haber oído mal.
Miró el reloj. Las cuatro y diez. Casi había anochecido al otro lado de la ventana.
Sacó su móvil y marcó el número de Åludden. Katrine ya debería haber regresado a casa después de recoger a Livia y Gabriel.
Sonaron seis señales, luego siete y ocho. No hubo respuesta.
La llamó al móvil. No obtuvo respuesta.
Intentó no preocuparse mientras recogía las últimas herramientas y muebles y lo cargaba todo en el remolque. Pero cuando acabó, apagó las luces de la casa y cerró con llave, cogió de nuevo el teléfono y marcó un número local.
–Westin.
Su madre siempre sonaba preocupada al responder, pensó Joakim.
–Hola, mamá, soy yo.
–Hombre, Joakim. ¿Estás en Estocolmo?
–Sí, pero…
–¿Cuándo vendrás?
Percibió su alegría al oír que era él, e igual de clara su desilusión cuando le dijo que no podría pasar a visitarla esa noche.
–¿No puedes? ¿Ha ocurrido algo?
–No, qué va –contestó enseguida–. Pero creo que es mejor que regrese a Öland hoy. Tengo el cuadro de Ramble en el portaequipajes y muchas herramientas en el remolque. No quiero dejarlo en la calle durante la noche.
–Vaya –dijo Ingrid en voz baja.
–Mamá…, ¿te ha llamado Katrine hoy?
–¿Hoy? No.
–Bien –dijo enseguida–. Solo era curiosidad.
–¿Cuándo tienes previsto volver por aquí?
–No lo sé –respondió–. Ahora vivimos en Öland, mamá.
Nada más colgar, llamó de nuevo a Åludden.
Ninguna respuesta aún. Eran las cuatro y media. Arrancó el coche y salió a la calle.
Lo último que Joakim hizo antes de conducir hacia el sur fue entregar las llaves de Äppelvillan a la inmobiliaria. Ahora Katrine y él carecían de toda propiedad en Estocolmo.
Cuando se incorporó a la autopista, la salida hacia los suburbios de las afueras se encontraba en plena hora punta, y tardó cuarenta y cinco minutos en dejar la capital. Cuando el tráfico finalmente se volvió más fluido eran las seis menos cuarto, y Joakim se detuvo en un aparcamiento cerca de Södertälje para llamar a Katrine de nuevo.
Sonaron cuatro señales, después descolgaron el auricular.
–Tilda Davidsson.
Era la voz de una mujer, aunque el nombre le resultó desconocido.
–¿Hola? –dijo Joakim.
Tenía que haberse equivocado de número.
–¿Quién es? –preguntó la mujer.
–Soy Joakim Westin –contestó lentamente–. Vivo en la finca de Åludden.
–Comprendo.
Ella no dijo nada más.
–¿Están mi mujer y mis hijos ahí? –preguntó entonces.
Una pausa al teléfono.
–No.
–¿Y tú quién eres?
–Soy policía –contestó Tilda Davidsson–. Quisiera que…
–¿Dónde está mi mujer? –la interrumpió él.
De nuevo una pausa.
–¿Dónde se encuentra usted, Joakim? ¿Está aquí, en la isla?
La agente tenía una voz joven y algo tensa, y no le inspiró gran confianza.
–Estoy en Estocolmo –dijo–. O saliendo de allí, me encuentro a las afueras de Södertälje.
–¿Así que viene de camino hacia Öland?
–Sí –contestó–. He ido a recoger las últimas cosas de nuestra casa de Estocolmo. –Quería parecer lúcido y conseguir que la mujer respondiera a sus preguntas–. ¿Me puede decir que ha ocurrido? ¿Le ha pasado…?
–No –lo interrumpió ella–. No puedo decirle nada. Pero lo mejor será que venga lo antes posible.
–¿Le ha…?
–No sobrepase el límite de velocidad –le recomendó la policía, y colgó.
Joakim permaneció sentado, con el móvil en silencio pegado a la oreja y mirando fijamente el aparcamiento desierto. Coches con las luces encendidas y conductores solitarios pasaban zumbando por la autopista.
Puso la primera, salió a la carretera y continuó hacia el sur, conduciendo veinte kilómetros por encima del límite de velocidad. Pero empezó a ver imágenes de Katrine y los niños diciéndole adiós con la mano frente a la casa de Åludden, y salió de la carretera y detuvo de nuevo el coche.