Gerlof se inclinó hacia el micrófono y la corrigió con voz clara:
–Mi hermano Ragnar no vivía en Marnäs. Vivía junto al mar, a las afueras de Rörby, al sur de Marnäs.
–En efecto, Gerlof… ¿Qué recuerdos guardas de Ragnar?
Él dudó unos segundos.
–Muchos buenos recuerdos –dijo por fin–. Durante los años veinte, pasamos la infancia juntos en Stenvik, pero después elegimos oficios completamente distintos…, Regnar se compró una pequeña casa y se convirtió en campesino y pescador, y yo me mudé a Borgholm y me casé. Y compré mi primer barco.
–¿Os veías con frecuencia?
–Bueno, cuando regresaba a casa después de una temporada en el mar, un par de veces al año. En Navidad y en alguna ocasión durante el verano. Generalmente, Ragnar venía a la ciudad para visitarnos.
–¿Entonces celebrabais una fiesta?
–Sí, sobre todo en Navidad.
–¿Cómo era?
–Éramos muchos, pero era divertido. Comíamos muchísimo. Arenques, patatas, jamón, pies de cerdo y
kroppkakor
. Y Ragnar, por supuesto, siempre traía anguilas, ahumadas y encurtidas, y grandes cantidades de bacalao remojado…
Cuanto más hablaba, más se relajaba. Y Tilda también.
Siguieron charlando durante media hora. Pero tras contar una larga historia sobre un incendio en un molino de Stenvik, Gerlof alzó la mano hacia ella y la agitó débilmente. Tilda comprendió que estaba cansado y apagó enseguida la grabadora.
–Muy bien –dijo–. Te acuerdas de muchísimas cosas, Gerlof.
–Sí, aún recuerdo las historias familiares, las he oído tantas veces. Contar historias es bueno para la memoria. –Miró la grabadora–. ¿Crees que se ha grabado algo?
–Sí, claro.
Tilda rebobinó y pulsó el botón de
play
. La voz grabada de Gerlof sonaba apagada, un poco temblorosa y monótona, pero se oía claramente.
–Bien –dijo él–. Será algo que los investigadores de la cultura popular podrán escuchar.
–Es sobre todo para mí –replicó Tilda–. Yo no había nacido cuando el abuelo se ahogó, y a papá no se le daba bien contar historias de la familia. Así que siento curiosidad.
–Eso pasa con los años. Cuando uno tiene más pasado a sus espaldas empieza a interesarse más por sus raíces –dijo Gerlof–. Lo he notado también en mis hijas… ¿Cuántos años tienes?
–Veintisiete.
–¿Y ahora vas a trabajar en Öland?
–Sí. Mi año de prácticas ha terminado.
–¿Cuánto tiempo te quedarás?
–Ya veremos. Por lo menos hasta el próximo verano.
–Fantástico. Está bien que los jóvenes vengan aquí y encuentren trabajo. ¿Y vives aquí, en Marnäs?
–Tengo un estudio en un edificio de la plaza. Desde él se divisa la costa sur…, casi puedo ver la casa del abuelo.
–Ahora es propiedad de otra familia –dijo Gerlof–, pero podemos ir a visitarla. Y también mi casa de Stenvik, claro.
Tilda abandonó la residencia de Marnäs a las cuatro y media pasadas, con la grabadora en la mochila.
Después de que se hubiese abrochado la chaqueta y hubiese entrado en el camino que conducía al centro de Marnäs, pasó un joven con una ruidosa motocicleta azul claro. Tilda negó con la cabeza, mirándolo, para mostrarle lo que pensaba de la gente que conducía demasiado rápido, pero él ni la miró. Se había alejado en menos de veinte segundos.
En otro tiempo, Tilda creía que los quinceañeros con moto eran el no va más. Hoy día le parecían mosquitos: pequeños e irritantes.
Se ajustó la mochila y emprendió el camino a Marnäs. Pensó pasar por el trabajo, aunque en realidad no empezaba hasta el día siguiente, y luego continuar hasta su apartamento y seguir desembalando. Y llamar a Martin.
El petardeo del motor no se había apagado del todo tras ella, y ahora volvía a aumentar. El joven motociclista había dado la vuelta en algún lugar junto a la iglesia y regresaba al pueblo.
Esta vez, se vio obligado a adelantar a Tilda por la acera. Redujo un poco la velocidad, pero luego aceleró al máximo e intentó pasarla. Ella clavó la mirada en él y se interpuso en su camino. La motocicleta se detuvo.
–¿Qué pasa? –la increpó el muchacho por encima del estruendo del motor.
–No se puede circular en moto por la acera –contestó ella alzando también la voz–. Es conducción indebida.
–Sí, claro. –El muchacho asintió–. Pero se va más deprisa por aquí.
–Y también puedes atropellar a alguien.
–Vaya –respondió el chico, y le lanzó una mirada de hastío–. ¿Vas a llamar a la policía?
Tilda negó con la cabeza.
–No, no lo voy a hacer, pero…
–Hace tiempo que aquí no hay policía –la interrumpió él dando gas–. Cerraron hace dos años. No hay un solo policía en el norte de Öland.
Ella se cansó de intentar hablar por encima del ruido del motor. Se inclinó hacia delante y tiró del cable de la bujía. La moto se silenció al punto.
–Ahora sí lo hay –dijo en voz baja y tono calmado–. Yo soy policía.
–¿Tú?
–Hoy es mi primer día.
El muchacho la miró fijamente. Tilda sacó su cartera del bolsillo de la chaqueta, la abrió y mostró su carnet. Él lo miró un buen rato, y luego le dirigió una mirada respetuosa.
La gente siempre miraba de manera diferente a una persona si sabía que era policía. Cuando Tilda vestía de uniforme, hasta ella misma se veía distinta.
–¿Cómo te llamas?
–Stefan.
–Qué más.
–Stefan Ekström.
Ella sacó su cuaderno del bolso y anotó el nombre.
–Esta vez será solo un aviso, pero la próxima habrá multa –anunció–. Tu moto está trucada. ¿Has limado la culata?
Él asintió.
–Entonces tendrás que bajarte y empujarla hasta casa –ordenó Tilda–. Luego tendrás que arreglar el motor para que sea legal.
Stefan se apeó.
Caminaron en silencio hacia la plaza.
–Diles a tus amigos que la policía ha regresado a Marnäs –dijo Tilda–. La próxima moto trucada será multada y confiscada.
El chico asintió de nuevo. Ahora que lo habían pillado, parecía verlo como una especie de mérito.
–Tienes un arma, ¿verdad? –preguntó al llegar al pueblo.
–Sí –respondió ella–. Guardada bajo llave.
–¿Qué modelo?
–Una Sig Sauer.
–¿Le has disparado a alguien?
–No –dijo Tilda–. Y no pienso usarla aquí.
–Vale.
Stefan pareció decepcionado.
Había quedado con Martin en que llamaría a las seis, antes de que él regresara a casa. Hasta entonces, tenía tiempo para pasar por su nuevo lugar de trabajo.
La nueva comisaría se encontraba en una calle lateral, a un par de manzanas de la plaza, con el escudo de la policía encima de la puerta aún recubierto de plástico blanco.
Tilda se sacó las llaves de la oficina del bolsillo de la chaqueta. Las había recogido el día anterior en la comisaría de Borgholm, pero cuando fue a abrir, vio que no estaba cerrado. Oyó voces masculinas al otro lado de la puerta.
La comisaría constaba de una sola estancia sin recepción. Tilda recordaba vagamente, de cuando de pequeña visitó Marnäs, que allí había una tienda de caramelos. Las paredes estaban desnudas, las ventanas no tenían cortinas y el suelo de madera carecía de alfombras.
Dentro había dos hombres de mediana edad, con chaquetas y zapatos de calle. Uno de ellos vestía un uniforme azul oscuro, el otro iba de civil y llevaba un anorak verde. Guardaron silencio y volvieron lentamente la cabeza hacia Tilda, como si los hubiera interrumpido en medio de un chiste inoportuno.
Ella había visto antes a uno de ellos, el que vestía de civil: era el comisario Göte Holmblad, el jefe de la policía de proximidad. Llevaba el pelo gris muy corto y esbozaba una permanente sonrisa; pareció reconocerla.
–Hola, hola –dijo–. Bienvenida al nuevo distrito.
–Gracias. –Le tendió la mano a su jefe y se volvió hacia el otro hombre, de pelo negro ralo, cejas pobladas y unos cincuenta años–. Tilda Davidsson.
–Hans Majner. –El apretón de manos de Hans fue duro, seco y corto–. Supongo que tendremos que trabajar aquí juntos.
No sonaba muy convencido de que fuera a ir bien, pensó ella. Abrió la boca para contestar, pero Majner continuó:
–Al principio yo no estaré mucho por aquí. Pasaré de vez en cuando, pero trabajaré sobre todo desde Borgholm. Mantendré mi despacho allí –concluyó, y sonrió al jefe de la policía de proximidad.
–Vaya –dijo Tilda, y comprendió de repente que iba a ser la única policía del norte de Öland–. ¿En un proyecto especial?
–Sí, se puede llamar así –respondió Majner, y miró por la ventana hacia la calle, como si viera algo sospechoso allí fuera–. Se trata de drogas, claro. Esa mierda llega a la isla al igual que a todas partes.
–Esta será tu mesa, Tilda –dijo Holmblad, que se había acercado a la ventana–. También se instalarán ordenadores, fax…, y allí una unidad de radio móvil. De momento tendréis que apañaros con el teléfono.
–De acuerdo.
–Además no estarás mucho aquí, en la oficina, al contrario –añadió Holmblad–. Esa es la idea de la reforma de la policía local: tenéis que salir y ser vistos. Os dedicaréis a las infracciones de tráfico, vandalismo, hurtos y robos. Investigaciones sencillas. Y delincuencia juvenil, claro.
–Eso se me da bien –dijo Tilda–. He parado una moto trucada de camino.
–Bien, bien. –El jefe de policía asintió–. Entonces ya has mostrado que aquí hay policía de nuevo. La semana próxima será la inauguración. La prensa está invitada. Periódicos, radio local… ¿Podrás asistir, verdad?
–Sí, claro.
–Bien, bien. Luego había pensado que sería…, bueno, sé que antes estuviste en Växjö, pero aquí en la isla el trabajo será un poco más independiente. Para bien y para mal. Tendrás más libertad para organizar tu jornada de trabajo como prefieras, pero también más responsabilidad… Se tarda media hora desde Borgholm y la comisaría de allí no está siempre abierta. Así que si ocurre algo puede pasar un tiempo antes de que recibas ayuda.
Ella asintió.
–En la Escuela Superior de Policía practicábamos con frecuencia situaciones con refuerzos retrasados. Mis profesores tenían mucho cuidado…
Majner sonrió desde su mesa.
–Los profesores de la Escuela Superior no están muy al día –dijo–. Hace tiempo que no trabajan en la calle.
–En Växjö eran muy competentes –replicó Tilda enseguida.
Se sentía como cuando iba en la fila de atrás de la furgoneta antidisturbios; se esperaba de ella que cerrara la boca y dejara hablar a los mayores. Odiaba eso.
Holmblad la miró y dijo:
–Es importante que tengas en cuenta las largas distancias que hay en la isla antes de decidir enfrentarte sola a una situación de peligro.
Ella asintió.
–Espero poder afrontar todos los problemas.
El jefe de policía abrió de nuevo la boca, quizá para continuar con su sermón; pero entonces sonó el teléfono que colgaba de la pared.
–Yo contesto –dijo, y dio unos pasos hacia la mesa–. Puede ser de Kalmar.
Cogió el auricular.
–Comisaría de Marnäs, Holmblad.
Luego escuchó.
–¿Qué? –preguntó.
Volvió a guardar silencio.
–Vaya –dijo por fin–. Tendremos que ir a echar un vistazo.
Colgó el auricular.
–Era de Borgholm. La central de emergencias ha recibido aviso de un accidente mortal en el norte de Öland.
Majner se levantó de su mesa vacía.
–¿Cerca de aquí?
–En los faros de Åludden –contestó Holmblad–. ¿Sabéis dónde quedan?
–Åludden está al sur –respondió Majner–. A unos siete u ocho kilómetros de aquí.
–Entonces tendremos que coger el coche –dijo el jefe de policía–. La ambulancia está en camino… Al parecer, se trata de un ahogado.
Invierno de 1868
Con la construcción de los faros, Åludden se volvió segura, tanto para los barcos como para las personas. Por lo menos, eso es lo que creyeron los hombres que los construyeron; estaban convencidos de que en el futuro la vida en la costa no entrañaría peligro. Las mujeres sabían que no siempre sería así
.
En esa época la muerte estaba más próxima, entraba en las casas
.
En el desván del granero hay un nombre de mujer grabado apresuradamente: «
QUERIDA CAROLINA
1868». Carolina lleva muerta más de ciento veinte años, pero a través de las paredes me ha susurrado cómo era la vida en Åludden: eso que a veces se llama los buenos viejos tiempos
.
MIRJA RAMBE
La casa es grande, tan grande… Kerstin corre de una habitación a otra buscando a Carolina, pero hay tantos lugares en los que mirar. Demasiados sitios, demasiadas habitaciones en Åludden.
Y la tormenta de nieve se aproxima, fuera se siente el aire pesado, Kerstin sabe que no queda mucho tiempo.
La casa está bien construida y la tormenta no le hará nada; la cuestión es cómo afectará a las personas. Cada tormenta de nieve los reúne alrededor de las estufas como pájaros extraviados, esperando a que amaine.
A un verano difícil, con malas cosechas en la isla, le ha seguido un invierno severo. Es la primera semana de febrero y en la costa hace un frío tan glacial que nadie sale si puede evitarlo. Solo se ve a los fareros y sus ayudantes, que tienen que ocupar su sitio de guardia en las torres. Pero ese día, todos los hombres sanos menos Karlsson, el farero jefe, se encuentran en el cabo, preparando los faros para la tormenta.
Las mujeres se han quedado en la casa, pero Carolina no aparece por ninguna parte. Kerstin ha mirado en todas las habitaciones de las dos plantas, incluso bajo las vigas del desván. No puede hablar con las otras sirvientas ni con las mujeres de los fareros, ya que nadie conoce el estado de Carolina. Quizá lo intuyan, pero no están seguras.
Carolina tiene dieciocho años, dos menos que Kerstin. Ambas son sirvientas de Sven Karlsson. Kerstin se considera una persona reflexiva y prudente. Carolina es más extrovertida y confía más en la gente; por eso a veces tiene problemas. Últimamente, los problemas se han multiplicado, y solo se lo ha contado a Kerstin.
Si ha abandonado la casa para adentrarse en el bosque o en la ciénaga, Kerstin no podrá encontrarla. Carolina sabía que la tormenta de nieve se aproximaba: ¿tan desesperada está?
Kerstin sale fuera. El viento azota el patio cubierto de nieve y el viento se arremolina alrededor de la casa como si no pudiese alejarse de allí. La tormenta se aproxima, eso es solo un aviso.