La tormenta de nieve (28 page)

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Authors: Johan Theorin

Tags: #Terror y Sobrenatural

BOOK: La tormenta de nieve
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Porque, a esas alturas, los golpes sordos y rítmicos que este había empezado a oír en el apartamento eran ya insoportables; como un grifo que gotea y no se puede cerrar.

Al principio, estaba seguro de que procedían de la lámpara robada, y después de tres fatigosas noches de repiqueteos y crujidos la guardó en el coche. A la mañana siguiente, condujo dando un rodeo hasta la costa este y dejó la lámpara en el cobertizo.

Pero los golpes continuaron la noche siguiente, esa vez procedentes del recibidor, aunque no siempre de la misma pared: detrás del papel pintado el ruido se desplazaba lentamente.

Si no se trataba de la lámpara, tenía que ser alguna otra cosa que hubiera traído del bosque, o del jodido subterráneo donde se había refugiado.

A no ser que algo se hubiera introducido en el apartamento a través de la güija de los hermanos. Todas las veces que habían estado sentados a la mesa observando cómo se movía el vaso bajo el dedo de Tommy, a Henrik le pareció que había algo invisible en la cocina.

Fuera lo que fuese, lo sacaba de quicio. Todas las noches paseaba de aquí para allá; del dormitorio a la cocina, con miedo a irse a la cama y apagar la luz.

En un ataque de desesperación, había llamado a Camilla, su ex novia. No se hablaban desde hacía varios meses, pero pareció contenta de oírlo. Charlaron durante casi una hora.

Cuando tres días después llamaron a la puerta, Henrik estaba con los nervios de punta, y no le relajó descubrir a Freddy y a Tommy en el descansillo.

Este último llevaba gafas de sol y le temblaban las manos. No sonrió.

–Déjanos pasar.

No se trataba de una reunión amistosa. Henrik quería dinero de los hermanos Serelius, pero estos no tenían: aún no habían vendido ninguna de las mercancías robadas. Sabía que querían ir más al norte de la isla, pero él no estaba dispuesto a acompañarlos.

Sin embargo, no deseaba tratar el tema esa noche, pues tenía visita.

–Ahora no podemos hablar –dijo.

–Sí.

–No.

–¿Quién es? –preguntó Camilla desde el sofá.

Los dos hermanos alargaron el cuello con curiosidad para ver a quién pertenecía la voz.

–Son solo… dos amigos –contestó Henrik por encima del hombro–. De Kalmar. Pero enseguida se marcharán.

Tommy se quitó las gafas de sol y clavó en Henrik una mirada elocuente. Este no tuvo más remedio que salir al descansillo y cerrar la puerta tras sí.

–Felicidades –dijo Tommy–. ¿Es una nueva adquisición o de hace tiempo?

–Es mi ex novia –respondió él en voz baja–. Camilla.

–Joder… ¿y te ha aceptado de nuevo?

–La llamé –explicó Henrik–. Pero fue ella quien quiso verme.

–Qué bien –dijo Tommy sin sonreír–. Y ahora ¿qué vamos a hacer?

–¿Con qué?

–Con nuestra colaboración.

–Se ha terminado –contestó él–. Aparte del dinero.

–No.

–Sí.

Se miraron fijamente. Luego Henrik suspiró.

–No podemos hablar aquí, en el descansillo –dijo en voz baja–. Puede pasar uno.

Al fin, Freddy regresó a la furgoneta y Henrik entró con Tommy a la cocina y cerró la puerta. Bajó la voz:

–Arreglemos esto de una vez y luego os podéis marchar.

Pero el otro estaba más interesado en Camilla, y preguntó con voz alta y clara:

–Entonces, ¿se ha vuelto a mudar aquí? ¿Por eso pareces tan hecho polvo, capullo?

Henrik negó con la cabeza.

–No es eso –dijo–. Duermo mal.

–Seguramente te remuerde la conciencia –se burló Tommy–. Pero el viejo sobrevivirá; lo remendarán de nuevo.

–¿Quién coño le golpeó? –le espetó Henrik–. ¿No lo recuerdas?

–Fuiste tú –replicó Tommy–. Tú lo pateaste.

–¿Yo? ¡Pero si yo estaba detrás de ti, en el recibidor!

–Tú le pisaste la mano al viejo de mierda y se la rompiste, Henke. Si nos pillan, irás a la cárcel.

–¡Nos meterán en el talego a todos, joder! –Lanzó una mirada a la puerta y bajó la voz de nuevo–. Ahora no puedo hablar más.

–Querrás el dinero, ¿no? –preguntó Tommy.

–Tengo dinero –le espetó Henrik–. Tengo un trabajo por las mañanas, joder.

–Pero necesitas más –replicó el otro, y señaló con la cabeza hacia el interior del apartamento–. Sale caro mantenerlas.

Henrik suspiró.

–El dinero no es el problema, sino toda esa mercancía robada que hay en el cobertizo. Tenemos que vender las cosas.

–Las venderemos –contestó Tommy–. Pero primero haremos un viaje más…, el último viaje al norte. A la casa.

–¿Qué casa?

–Esa casa con todos esos cuadros, la que nos indicó Aleister.

–Åludden –dijo Henrik en voz baja.

–Esa, sí. ¿Qué noche vamos?

–Espera un poco, estuve allí el verano pasado. Fui a casi todas partes, y no vi un puto cuadro. Y, además…

–¿Qué?

Henrik no dijo nada más. Recordó las habitaciones de Åludden y sus pasillos llenos de ecos. Le había gustado trabajar para Katrine Westin, la mujer que vivía allí con sus dos hijos pequeños. Pero la casa en sí, ya en agosto le había parecido sombría, a pesar de que la familia Westin había limpiado y empezado a restaurarla de arriba abajo. ¿Cómo estaría ahora, en diciembre?

–Nada –dijo–. Que no vi ningún cuadro.

–Entonces estarán escondidos –replicó Tommy.

Se oyeron unos golpecitos.

Henrik se sobresaltó, pero luego comprendió que alguien llamaba a la puerta de la cocina. Se acercó y abrió.

Era Camilla. Y no parecía nada contenta.

–¿Os falta mucho? Si no es así, me marcho a casa, Henrik.

–Ya hemos terminado –respondió él.

La joven era menuda y delgada, los muchachos le sacaban casi dos cabezas. Tommy esbozó una amable sonrisa y le tendió la mano.

–Hola…, soy Tommy –dijo con una voz suave y cortés que Henrik nunca le había oído con anterioridad.

–Camilla.

Se estrecharon la mano y las hebillas de la chaqueta de Tommy tintinearon. Luego hizo un gesto con la cabeza hacia Henrik y se encaminó a la puerta.

–Entonces quedamos en eso –dijo–. Te llamaré por teléfono.

Cuando Tommy hubo salido, Henrik cerró la puerta y luego fue a sentarse junto a Camilla. Permanecieron en silencio y acabaron la película que estaban viendo cuando aparecieran los hermanos.

–Henrik, ¿quieres que me quede? –preguntó ella media hora más tarde, cuando eran casi las once.

–Si quieres –dijo–. Me encantaría.

Pasada la medianoche, estaban tumbados en el pequeño dormitorio, y Henrik sentía como si de repente hubiera retrocedido un año en el tiempo. Como si todo fuera como debía ser. Era maravilloso que Camilla hubiera regresado, y ahora su única preocupación consistía en librarse de los obstinados Serelius.

Y olvidarse de los golpes.

Aguzó el oído, pero solo oyó la tenue respiración de Camilla, que se había dormido tranquilamente.

Silencio. Ningún ruido en las paredes.

Ahora no quería pensar en eso. Ni en la visita de los hermanos. Ni en Åludden.

Camilla había regresado, pero Henrik no se atrevió a preguntar qué clase de relación tenían en realidad. En todo caso, ya no vivían juntos.

Al día siguiente, por la mañana temprano, él se fue a trabajar a Marnäs y ella se quedó en el apartamento; pero cuando regresó, la casa estaba desierta. No obtuvo respuesta cuando la llamó por teléfono.

Por la noche volvió a dormir solo en la cama, y al apagar la luz comenzaron a oírse los golpes en el recibidor. Procedían del interior de la pared, y eran débiles pero persistentes.

Henrik levantó la cabeza de la almohada.

–¡Silencio, joder! –gritó.

Los golpes cesaron unos minutos, pero luego continuaron.

Invierno de 1959

Último invierno de los años cincuenta: ahí comienza mi propia historia. La historia de Mirja en la finca de Åludden, y de Torun y sus cuadros de tormentas de nieve
.

Cuando llegué a los faros tenía dieciséis años y era huérfana de padre. Pero tenía a Torun. Me había enseñado una cosa que todas las chicas deberían aprender: a no depender nunca de los hombres
.

MIRJA RAMBE

Los dos hombres que mi artística madre odiaba más eran Stalin y Hitler. Había nacido un par de años antes de la Primera Guerra Mundial y creció en Bondegatan, Estocolmo, pero era inquieta por naturaleza y quería conocer mundo. Le gustaba pintar, y a comienzos de los años treinta se fue, primero a la escuela de arte de Gotemburgo, y luego a París, donde la gente, según ella, la confundía constantemente con Greta Garbo. Sus cuadros despertaron cierto interés, pero al estallar la guerra quiso regresar a Suecia, y lo hizo vía Copenhague. Allí conoció a un artista danés, con quien tuvo tiempo de vivir un rápido idilio antes de que los soldados de Hitler irrumpieran en las calles de la ciudad.

Al llegar a Suecia, Torun descubrió que estaba embarazada. Según me contó le envió varias cartas al futuro padre, mi papá danés. Quizá fuera cierto. Fuera como fuese él nunca dio señales de vida.

Nací el invierno de 1941, cuando el miedo se extendía por el mundo. En aquella época, Torun vivía en un Estocolmo a oscuras, donde todo estaba racionado. Se mudaba de un alojamiento para madres solteras a otro, cuchitriles que alquilaban por poco dinero estrictas señoras, y se mantenía limpiando casas de postín de Östermalm. No tenía tiempo ni dinero para pintar.

No debió de ser fácil. Sé que no lo fue.

Cuando empecé a oír susurrar a los muertos en el establo de Åludden no me asusté. Había pasado por cosas peores en Estocolmo.

Un día de verano, después de la guerra, cuando tengo siete u ocho años, me cuesta orinar. Siento un dolor terrible. Torun dice que me he bañado demasiado y me lleva a la consulta de un médico barbudo en una de las calles más anchas de Estocolmo. Es una buena persona, dice mamá. Atiende a los niños casi gratis.

El médico me saluda amablemente. Es viejo, por lo menos debe de tener cincuenta años, y lleva una bata arrugada. Huele a licor.

Tengo que entrar y tumbarme de espaldas en un cuarto especial de la consulta, en el que también flota un penetrante olor a alcohol, y el médico cierra la puerta.

–Desabróchate la falda –dice–. Levántatela y relájate.

Estoy sola con él, que se demora tocándome, hasta que al final consigue satisfacerse.

–Si se lo cuentas a alguien, te internarán –dice, y me acaricia la cabeza.

Se vuelve a abrochar la bata. Luego me da una reluciente moneda de una corona y salimos a la sala de espera, donde está Torun: me tiemblan las piernas y me siento aún más enferma, pero el médico dice que no me pasa nada preocupante. Soy una niña muy buena y me recetará la medicina adecuada.

Mamá se enfada cuando me niego a tomar las pastillas que nos da.

A comienzos de los años cincuenta, Torun me lleva a Öland. Es uno de sus raptos de inspiración. No creo que tuviera ningún lazo con la isla, pero al igual que cuando viajó a París, busca un entorno artístico. Öland es conocida por su luz, y por los pintores que han conseguido captarla. Mamá parlotea sobre Nils Kreuger, Gottfrid Kallstenius y Per Ekström.

Yo me alegro de abandonar la ciudad donde vive el viejo médico.

Llegamos a Borgholm en ferry. Llevamos todas nuestras pertenencias en tres maletas, además de un paquete con los lienzos y pinturas de Torun. Borgholm es una ciudad pequeña y bonita, pero mamá no se siente a gusto allí. La gente le parece estirada y arrogante. Además, es mucho más barato vivir en el campo, así que, después de un año, nos volvemos a mudar, a una casa roja en Rörby, donde tenemos que dormir con tres mantas, pues siempre hace frío y hay corrientes de aire.

Empiezo a ir a la escuela. Allí a todos los niños les parece que hablo el afectado lenguaje de la capital. Yo no les digo lo que pienso de su dialecto, pero tampoco hago amigos.

Al poco de mudarnos al campo, comienzo a pintar de verdad, dibujo figuras blancas con bocas rojas y Torun cree que son ángeles, pero yo sé que es el médico y su boca babosa.

Cuando nací, Hitler era el mayor canalla, pero crezco aterrorizada por Stalin y la Unión Soviética. Si los rusos quisieran, podrían conquistar Suecia con sus aviones en solo cuatro horas, me cuenta mamá. Primero ocuparían Gotland y Öland, luego el resto del país.

Pero para mí, que soy pequeña, cuatro horas es mucho tiempo, y no paro de darle vueltas a lo que haría durante esas últimas horas de libertad. Si llegara la noticia de que los aviones soviéticos estaban en camino, saldría disparada a la tienda de Rörby y me comería todo el chocolate que pudiera, vaciaría el almacén, y luego cogería ceras, papel y acuarelas y volvería corriendo a casa. Después de eso, podría soportar vivir como comunista el resto de mi vida, siempre que me dejaran seguir pintando.

Vamos de un lado a otro, alquilamos habitaciones en diferentes granjas, y todas las habitaciones en las que nos alojamos apestan a óleo y trementina. Torun se gana la vida limpiando, pero pinta cuadros durante su tiempo libre: sale con su caballete y pinta y pinta.

El otoño de 1959 volvemos a mudarnos, a un lugar todavía más barato. Está junto a una casa de más de cien años de antigüedad en Åludden. Nuestro alojamiento es una cabaña de piedra caliza y paredes encaladas. Fresca y agradable durante los cálidos días del verano, pero gélida el resto del año.

Al enterarme de que vamos a vivir cerca de un faro, la cabeza se me llena de imágenes mágicas. Oscuras noches de tormenta, barcos en peligro en el mar y heroicos fareros.

Torun y yo nos mudamos un día gris de octubre y yo siento un rechazo inmediato. Åludden es un sitio frío y ventoso. Pasear ante la gran casa de madera es como caminar por el patio de un castillo abandonado.

Los sueños no se hacen realidad. Los fareros han abandonado Åludden y solo vienen de visita un par de veces al año; el faro es eléctrico desde después de la guerra y fue automatizado diez años después. Hay un viejo encargado. Se llama Ragnar Davidsson, y se pasea por allí como si fuera el dueño.

Un par de meses después de habernos mudado, asisto a mi primera tormenta de nieve; y al mismo tiempo estoy a punto de quedarme huérfana.

Estamos a mediados de diciembre, y al volver a casa del colegio Torun no está. Tampoco encuentro uno de sus caballetes ni el maletín de las pinturas. Anochece, empieza a nevar y el viento del mar arrecia.

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