A pesar de que casi era la hora de ir a buscar a Livia y a Gabriel, salió deprisa al jardín, se apartó unos pasos y contó las ventanitas del piso de arriba. Una, dos, tres, cuatro, cinco. Luego subió de nuevo al altillo.
Allí había solo cuatro ventanas, debajo del tejado. La última debía de estar al otro lado de la pared.
No vio ninguna puerta ni trampilla. Apretó unos cuantos tablones, pero ninguno de ellos cedió.
Hola, Karin:
Esta es una carta de alguien que no te desea ningún mal, sino solo abrirte los ojos. En fin, el asunto es el siguiente: Martin te ha estado engañando durante mucho tiempo. Hace más de tres años, en la Escuela Superior de Policía de Växjö, dio clases a un grupo en el que había una alumna diez años más joven que él. Tras celebrar el final del primer curso, Martin inició una relación con ella que ha continuado hasta ahora.
Y que acabó hace apenas unos días.
Lo sé con toda seguridad, pues yo soy esa mujer. Al final no pude aguantar más sus mentiras, y espero que ahora que sabes la verdad, tú hagas lo mismo.
¿Necesitas alguna prueba para estar completamente segura? No entraré en intimidades, pero puedo describir, por ejemplo, la cicatriz de cinco centímetros en su ingle derecha, resultado de una operación de hernia hace algunos años. La tenía desde que movió unas piedras en vuestra casa de campo de Orrefors, ¿no es cierto?
Y estarás de acuerdo conmigo en que ya que es tan vanidoso y se siente tan orgulloso de poseer un cuerpo tan en forma, debería depilarse de vez en cuando la espalda, que tiene tan peluda como el culo.
Como ya te he dicho, no quiero hacerle daño a nadie, aunque entiendo que puede resultarte doloroso saber la verdad. Hay tantas mentiras en este mundo y tantos pérfidos mentirosos. Pero juntas, tú y yo podemos acabar, por lo menos, con uno de ellos.
Saludos,
«La otra»
Tilda se recostó en la silla y releyó la carta en la pantalla del ordenador por última vez.
Eran las ocho menos cuarto de la mañana. Había llegado a la comisaría a las siete para pasar a limpio el borrador que había garabateado en un papel la noche anterior. La oficina estaba desierta: Hans Majner, naturalmente, nunca llegaba temprano. Si aparecía, lo hacía sobre las diez.
Tilda solo había visto una vez a Karin Ahlquist. Fue un día en que Martin se vio obligado a tener a su hijo Anton unas horas en la Escuela de Policía, hasta que ella pudiera pasar a recogerlo. Llegó a las cuatro de la tarde al lugar donde realizaban unos ejercicios de tráfico. Le sacaba a Tilda una cabeza y tenía el pelo negro y rizado. Recordó cómo había sonreído a su marido, orgullosa y enamorada, al despedirse de él ese día.
Miró la calle desierta a través de la ventana de la comisaría.
¿Se encontraba mejor ahora? ¿Realmente le satisfacía vengarse de Martin?
Sí.
Estaba cansada, aunque quizá algo menos ahora que la carta estaba lista. Imprimió enseguida una copia.
Mientras cogía un sobre blanco sin distintivos, volvió a sentirse insegura. Martin le había dicho que Karin trabajaba en la oficina de medio ambiente del ayuntamiento, y Tilda había pensado enviar allí la carta, para que no acabara en manos de él. Pero el correo del ayuntamiento solía abrirse y catalogarse, así que optó por escribir en el sobre la dirección particular, con una esmerada letra mayúscula que creyó que Martin no reconocería. Sin remitente.
Guardó el sobre en el bolso de tela con la grabadora, se puso la chaqueta y la gorra del uniforme y salió de la comisaría.
Había un buzón amarillo junto al coche de policía. Tilda se detuvo delante, pero no echó la carta.
No la había cerrado ni tenía sello, y aún no estaba segura del todo de querer enviarla.
Ese día, le tocaba impartir clase de ciudadanía a tres grupos de la escuela después del almuerzo, pero antes tenía tiempo para darse una vuelta con el coche, controlar el tráfico y llamar a algunas puertas en el campo.
Edla Gustafsson vivía cerca de Altorp, en una casita roja con vistas al lapiaz. En su jardín escaseaban los árboles, y la carretera nacional pasaba justo delante de su casa.
Parecía que allí el tiempo se hubiese detenido. Así era como debería vivir todo el mundo, pensó Tilda, en plena naturaleza, lejos de todos los hombres.
Cogió la mochila y llamó a la puerta. La abrió una mujer robusta.
–Hola, me llamo Tilda…
–Sí, sí, está bien –la interrumpió–. Gerlof me dijo que vendrías a verme. Pasa, pasa.
Dos gatos negros desaparecieron en la cocina, pero en cambio Edla Gustafsson parecía contenta con la visita de una pariente de Gerlof. Era una mujer alegre y enérgica, y apenas escuchó la explicación que le dio Tilda sobre el motivo de su visita. Preparó enseguida café y sacó unas pastitas de la despensa. De mermelada, de azúcar cande, de chocolate; en total, diez clases diferentes en una fuente de plata, que sirvió en el pequeño salón. Al sentarse, Tilda miró de hito en hito la mesa del café.
–Nunca había visto tantas pastas juntas.
–¿No? –preguntó Edla sorprendida–. ¿Nunca has estado en una pastelería?
–Sí, claro que sí…
Miró una fotografía de boda, en blanco y negro, colgada de la pared y pensó en la carta que le había escrito a la mujer de Martin. Había decidido enviarla esa misma tarde. Así Karin Ahlquist la recibiría a los pocos días y tendría todo el fin de semana para echar al marido de casa.
Carraspeó.
–Tengo unas preguntas que hacerle, Edla. No sé si habrá leído el periódico, pero ha habido un robo con violencia en Hagelby y la policía necesita un poco de ayuda.
–A mí también me han robado –contestó la mujer–. Entraron en el garaje y se llevaron un bidón de gasolina.
–Vaya. –Tilda sacó su libreta–. ¿Cuándo ocurrió?
–El otoño del setenta y tres.
–Ah…
–Lo recuerdo, porque mi marido aún vivía y teníamos coche.
–De acuerdo, pero ahora nos estamos ocupando de robos más recientes, cometidos en los últimos meses. –Hizo una pausa–. Así que me gustaría hacerle algunas preguntas sobre coches desconocidos… Gerlof me ha contado que controla el tráfico de la carretera.
–Por la ventana, sí. Siempre lo he hecho, los oigo acercarse. Pero ahora pasan tantos.
–En invierno pasan muchos menos, ¿verdad?
–Sí. En esta época del año es más fácil que cuando llegan los veraneantes…, pero ya no anoto las matrículas, no me da tiempo. Pasan muy deprisa. Y yo soy muy mala con las marcas de coches.
–Pero en estos últimos días, ¿ha visto algún coche que no le fuera familiar? Por la noche, a última hora… el viernes, por ejemplo.
Edla recapacitó.
–¿Coches grandes?
–Es posible. En varias ocasiones han robado bastantes cosas, así que habrán necesitado un coche con bastante espacio para cargar.
–Pasan camiones con frecuencia. También camiones de la basura, y tractores.
–No creo que se trate de un camión –apuntó Tilda.
–El jueves pasó un gran coche negro. Se dirigía al norte.
–¿Una furgoneta? ¿Fue por la noche?
–Sí, justo antes de las doce. La vi después de haber apagado la luz arriba, en el dormitorio –dijo Edla–. Era una furgoneta negra.
–Bien…, ¿era nueva o vieja?
–No muy nueva. Y en el lateral tenía un anuncio, «Kalmar», y algo sobre fontanería.
Tilda escribió.
–Muy bien. Muchas gracias por la ayuda.
–¿Me darán alguna recompensa si los atrapan?
Tilda bajó la vista a la libreta e hizo un gesto negativo y triste con la cabeza.
Tras la visita a Edla, condujo hacia el norte. Al llegar al sur de Marnäs, giró hacia la carretera de la costa. Pasó por Åludden, aunque no se dirigía allí. Quería echarle un rápido vistazo a la vieja casa del abuelo Ragnar en Saltfjärden antes de regresar a la comisaría.
«CAMINO PARTICULAR
», indicaba un trozo de madera junto a la cuneta. Un sendero helado y lleno de vegetación llevaba hacia el mar. El coche patrulla de Tilda avanzó a trompicones por las profundas rodadas.
El camino pasaba junto a una antigua tumba prehistórica cubierta de piedras redondas y finalizaba ante una verja cerrada frente a una casa blanca. Al fondo se vislumbraba el mar entre un pinar.
Tilda aparcó junto a la verja y entró en la parcela cubierta de hierba silvestre. Sus recuerdos eran vagos y todo le parecía mucho más pequeño que cuando había estado allí con su padre, hacía quince años. En aquel tiempo, Ragnar llevaba muerto muchos años y la abuela de Tilda estaba en el hospital. La parcela estaba a la venta. Apenas tenía una vaga reminiscencia de olor a alquitrán y la imagen de varias nasas en el jardín. Ahora no estaban.
–¿Hola? –gritó al viento susurrante.
No hubo respuesta.
La casa principal era pequeña, aunque en la parcela había varias construcciones más. Un cobertizo con las contraventanas cerradas, una leñera, un establo y algo que podía haber sido una sauna. La ubicación junto a la playa era fantástica, aunque todos los edificios requerían una mano de pintura y en general reinaba un ambiente sombrío y de abandono.
Llamó a la puerta de la casa y tampoco obtuvo respuesta, como era de esperar. Probablemente ahora fuera una residencia de verano, como le había dicho Gerlof. Todo rastro de la familia Davidsson había desaparecido.
Desde allí no se veía Åludden, pero cuando Tilda fue más allá de los pinos y salió a la pradera de la playa, vio los restos de un antiguo naufragio a un centenar de metros, y al sur los dos faros elevándose en el horizonte.
Se acercó al agua, una gran ave reposaba en una piedra y alzó el vuelo despacio, con pesados aleteos. Un ave rapaz.
En la linde del bosque, vio que había una casa más, y frente ella, sobre el césped, una silla donde alguien había dejado una pila de mantas.
En ese instante, las mantas se movieron. Apareció una cabeza y Tilda comprendió que había una persona envuelta en ellas. Se acercó y vio que se trataba de un anciano de barba blanca y con un gorro de lana; a su lado había un termo, y sujetaba unos largos prismáticos verde oscuro.
–Has asustado a mi
Haliaeetus albicilla
–gritó el hombre.
Tilda se acercó a él.
–¿Disculpe?
–El águila marina –explicó el hombre–. ¿No la has visto?
–Sí –contestó Tilda.
Un observador de aves. Los había a lo largo de la costa durante todas las estaciones del año.
–Acechaba a unos patos –prosiguió el ornitólogo. Dirigió los prismáticos hacia el mar, donde una docena de aves blancas y negras se dejaban mecer por las olas–. Nadan por aquí todo el año y se juntan para esquivar a las rapaces. Son unos pillines.
–Qué emocionante –dijo Tilda.
–¿Verdad que sí? –El hombre envuelto en las mantas miró su uniforme y añadió–: Es la primera vez que un policía pasa por aquí.
–Sí, esto parece muy tranquilo.
–Bueno. Por lo menos durante el invierno. Solo pasan cargueros, y a veces alguna embarcación de motor.
–¿A estas alturas del año?
–Este invierno no he visto ninguna –respondió el hombre–. Pero las he oído por la costa.
Tilda tuvo un sobresalto.
–¿Se refiere a los alrededores de Åludden?
–Sí, y algo más al sur. Si el viento sopla en la dirección apropiada, se oyen los motores a varios kilómetros de distancia.
–Una mujer se ahogó junto a los faros de Åludden hace unas semanas –dijo Tilda–. ¿Estaba usted por aquí entonces?
–Creo que sí.
Ella lo miró con semblante serio.
–¿Se acuerda del accidente?
–Leí algo en el periódico…, aunque no vi nada. No se puede ver el cabo a causa del pinar.
–¿Recuerda si oyó el ruido de un motor ese día?
El ornitólogo recapacitó.
–Quizá –respondió.
–Si un barco se dirigiera hacia el sur por la ensenada, ¿lo habría visto usted?
–Es posible. Suelo venir por aquí.
Era un testimonio vago. Edla Gustafsson vigilaba la carretera nacional mucho mejor que aquel observador de aves el mar Báltico.
Agradeció su ayuda y empezó a irse hacia el coche.
–Quizá podríamos mantener el contacto.
Tilda se volvió.
–¿Disculpe?
–Esto es algo solitario –dijo él, y sonrió–. Bonito pero solitario. Quizá te gustaría volver a pasar por aquí.
Ella negó con la cabeza.
–Lo siento –replicó–. Tendrá que buscarse la compañía de un cisne cantor.
Tras el almuerzo, Tilda fue a la escuela para hablarles de ciudadanía a los alumnos durante casi tres horas. Al regresar a la comisaría, estuvo ocupada con unos cuantos informes de tráfico, pero no logró quitarse de la cabeza el accidente en Åludden.
Al cabo de un rato, descolgó el teléfono y llamó a la casa de Åludden.
Joakim Westin respondió después de tres señales. Tilda oyó ruido de botes de pelota y alegres gritos de niños de fondo, una buena señal. Pero el hombre sonaba cansado y distante al responder. No parecía enfadado, más bien como si no tuviera fuerzas.
Fue directa al grano.
–Tengo que preguntarle una cosa –dijo–. ¿Conocía su mujer a alguien que tuviera una barca en Öland? ¿El dueño de una barca que viviera cerca de su casa?
–No conozco a nadie que tenga ninguna embarcación –contestó él–. Y Katrine…, tampoco habló nunca de nadie que tuviera una.
–¿Qué hacía ella durante las semanas que usted pasó en Estocolmo? ¿Se lo contó?
–Reformaba y amueblaba la casa, y se ocupaba de los niños. Estaba muy atareada.
–¿Recibió alguna visita?
–Por lo que sé, solo la mía.
–Gracias –dijo Tilda–. Ya le llamaré…
–Yo también tengo una pregunta –la interrumpió Westin.
–¿Sí?
–Cuando estuvo aquí la última vez, dijo algo sobre un pariente suyo que conocía Åludden…, alguien de la Asociación Local de Marnäs.
–Sí, Gerlof –respondió ella–. Es mi tío abuelo. Ha escrito bastantes artículos para el libro anual de la asociación.
–Me gustaría hablar con él un rato.
–¿Sobre la casa?
–Sobre la historia de la misma…, y sobre una leyenda de Åludden en particular.
–¿Una leyenda?
–Una leyenda sobre los muertos –añadió.
–Vaya. No sé cuánto sabrá sobre leyendas populares –contestó Tilda–, pero puedo preguntarle. A Gerlof le gusta contar historias.
–Dígale que será bienvenido.