En unos de los viejos armarios había una caja de hojalata que les había dejado el agente inmobiliario, con documentos sobre la historia de la finca. Y también un antiguo llavero: una anilla de hierro con una docena de llaves, algunas de ellas, las más grandes y pesadas que había visto nunca.
Gabriel prefería quedarse en el interior caldeado, quería ver una película de Pingu el pingüino. Joakim encendió el reproductor de vídeo.
–Ahora volvemos –anunció.
El niño apenas asintió, cautivado por las imágenes.
Joakim cogió el tintineante llavero y salió de nuevo al frío de fuera con Livia.
–¿Cuál prefieres?
Ella recapacitó y dijo, señalando:
–Ese. El faro de mamá.
Joakim observó la torre norte. Era la que no alumbraba, aunque creía haberla visto iluminada una vez, el amanecer del mismo día en que Katrine fue al rompeolas.
–De acuerdo –contestó–. Iremos allí.
Así que se dirigieron al mar por el camino de piedras, y en la bifurcación se desviaron a la izquierda.
Llegaron al pequeño islote. Frente a la puerta de hierro, había una roca plana de piedra caliza, tan grande que padre e hija podrían ponerse de pie sobre ella.
–Veamos si podemos entrar, Livia…
Joakim estudió la cerradura y eligió una de las llaves. Cogió la que parecía encajar, pero resultó ser demasiado grande. Pudo meter la segunda llave elegida, pero una vez dentro, no giró.
La tercera también encajó, y con esfuerzo, Joakim consiguió hacerla girar, aunque la cerradura se resistió chirriando.
Tiró del picaporte con todas sus fuerzas y la puerta se abrió despacio sobre sus oxidados goznes, pero se quedó atascada tras desplazarse quince o veinte centímetros.
Era por culpa de la piedra pulida. Las olas invernales y el hielo –o quizá la hierba que había crecido alrededor– habían hecho que la piedra se elevara con el paso de los años, y ahora la parte inferior de la puerta chocaba con ella.
Joakim tiró hacia arriba de la parte superior de la puerta de acero, logrando que esta se elevara unos centímetros, pero aun así no llegó a abrirse.
Echó un vistazo por la rendija entreabierta con la sensación de estar mirando dentro de una oscura grieta en la roca.
–¿Qué hay dentro? –preguntó Livia tras él.
–¡Huy! –exclamó–. ¡Hay un esqueleto en el suelo!
–¿Qué?
Volvió la cabeza y sonrió hacia su hija, que tenía los ojos abiertos como platos.
–Es una broma. No se ve gran cosa…, está muy oscuro.
Se apartó y dejó que Livia mirara.
–Veo una escalera –dijo.
–Sí, es la que lleva a lo alto de la torre.
–Está doblada –comentó la niña–. Da la vuelta… y sube.
–Hasta arriba del todo –asintió Joakim, y añadió–: Espera aquí.
Abajo, junto al agua, había visto un bloque de piedra alargado, y fue a buscarlo. La colocó en la abertura de la puerta, con lo que logró forzarla un poco más y abrir un espacio por el que colarse.
–¿Puedes retroceder un poco, Livia? –dijo–. Voy a intentar entrar y tirar de la puerta desde dentro.
–¡Yo también quiero entrar!
–Déjame a mí primero –contestó él.
Se situó sobre la piedra alargada, apretó la puerta todo lo que pudo y se escurrió por la abertura. Lo consiguió. En ese momento, se alegró de no tener una barriga cervecera.
Dentro del faro estaba oscuro, y no soplaba el viento del mar. Joakim vio un suelo de cemento plano y palpó unas sólidas paredes de piedra.
Poco a poco se acostumbró a la penumbra y miró a su alrededor. ¿Cuánto tiempo haría que nadie entraba en el faro? Quizá diez o veinte años. El aire era seco, como en todos los edificios de piedra caliza, y las superficies estaban recubiertas de una capa de polvo ceniciento.
La escalera de piedra que Livia había visto comenzaba casi a sus pies y ascendía en espiral entre la pared exterior y el grueso pilar central de la torre. Desaparecía en la penumbra, pero allí arriba, en alguna parte, se adivinaba una débil luz que con seguridad debía de proceder de las pequeñas ventanas de la torre.
Alguien había dejado algunos objetos en el suelo. Un par de botellas de cerveza vacías, una pila de periódicos, un bidón rojo y blanco en que se leía «
CALTEX
».
Junto a la escalera, había una pequeña puerta. Al entreabrirla, Joakim vio aún más chatarra: viejas cajas de madera apiladas, botellas vacías y redes de pescar verde oscuro colgadas en las paredes. Incluso había una especie de viejo rodillo.
Alguien había utilizado el faro como trastero.
–¿Papá?
Livia lo llamaba.
–¿Sí? –contestó él, y el eco de su voz reverberó en la escalera de caracol.
El rostro de la niña apareció por la rendija de la puerta.
–¿Puedo entrar yo también?
–Podemos intentarlo… Si te subes a la piedra, tiraré de ti.
Pero tan pronto como su hija empezó a empujar para introducirse por la rendija, Joakim comprendió que no podría tirar de la puerta y de ella al mismo tiempo. Corría el riesgo de que la niña se quedara atascada.
–No creo que sea posible, Livia.
–Pero ¡yo quiero!
–Tendremos que ir al faro sur –dijo–, y quizá podamos…
De repente, oyó un ruido procedente de lo alto de la torre. Volvió la cabeza y aguzó el oído.
Pasos. Sonaba como el eco de unos pasos en la parte superior de la escalera de caracol.
El sonido procedía de la torre. Serían imaginaciones suyas, pero sonaban como pasos pesados, y parecía que descendieran despacio pero sin parar por la escalera.
No se trataba de Katrine, eran de alguien diferente.
Pasos pesados…, como de hombre.
–¿Livia? –llamó.
–¿Sí?
Ella seguía allí fuera, Joakim pensó lo cerca que estaba del agua. Si daba un paso atrás y se caía… Y Gabriel, Gabriel estaba solo en la casa. ¿Cómo había podido dejarlo solo?
–¡Livia! –llamó de nuevo–. Quédate ahí, ahora mismo salgo.
Se subió a la piedra y apretó con ambas manos. Parecía que la puerta de acero quisiera retenerlo, pero él se esforzó por pasar a través de la abertura. La escena recordaba una comedia, la parodia de un parto, pero el corazón de Joakim latía con fuerza y Livia, desde fuera, lo miraba con el miedo reflejado en los ojos.
Lo logró al fin, y respiró la fresca y fría brisa marina.
–Bueno –dijo, cerrando rápidamente la puerta de la torre–. Ahora tenemos que volver con Gabriel. Ya iremos al faro otro día.
Esperó protestas mientras colocaba el candado a toda prisa y cerraba, pero Livia no dijo nada. Le cogió la mano en silencio y regresaron a tierra. Casi había anochecido.
Joakim pensó en los sonidos del faro.
Seguramente se trataba del viento del mar, que soplaba alrededor de la torre, o del pico de una gaviota que golpeteaba el cristal del faro. No eran pasos.
Invierno de 1916
Los muertos intentan ponerse en contacto con nosotros, Katrine. Quieren hablarnos, quieren que los escuchemos
.
¿
Qué desean contarnos? Quizá que no deberíamos buscar la muerte demasiado pronto
.
En el desván del establo hay una fecha de la Primera Guerra Mundial grabada en la pared: 7 de diciembre de 1916. Después, hay una cruz y el comienzo de un nombre: †
GEOR
.
MIRJA RAMBE
Alma Ljunggren, la esposa del farero jefe, está sentada al telar en una habitación de la parte trasera del edificio. Detrás de ella, se oye el tictac del reloj de pared. Alma no puede ver el mar desde allí, pero no le importa. No desea ver lo que hacen su marido Georg y el resto de los fareros en la playa.
No se oyen voces en la casa; las demás mujeres están asimismo en la playa. Alma sabe que ella debería estar también alentando a los hombres, pero no se atreve. No tiene fuerzas para darles ningún apoyo, apenas se atreve a respirar.
El reloj de pared sigue con su tictac.
Esa mañana de invierno, un monstruo marino ha sido arrastrado a la orilla en Åludden, están en el tercer año de la Gran Guerra. El monstruo apareció tras una noche de fuerte tormenta de nieve: es negro, con afilados pinchos de acero por todo su cuerpo redondo.
Suecia es neutral en la guerra que asola el continente, pero aun así se ve afectada por ella.
El monstruo de la playa es una mina. Rusa, con toda seguridad, colocada el año anterior para detener el tráfico de minerales por el Báltico. Por supuesto, el país de procedencia no importa; sigue siendo igual de peligrosa.
El tictac de la sala se detiene de pronto.
Alma vuelve la cabeza.
El reloj de pared se ha parado, y el péndulo cuelga inmóvil.
Alma coge unas tijeras de esquilar que hay en un cesto junto al telar, se levanta y sale de la habitación. Se coloca un chal sobre los hombros y se dirige al porche, en la parte delantera del edificio. Aún se niega a mirar hacia la playa.
Las olas levantadas por la tormenta nocturna han debido de soltar la mina de su sujeción en alta mar y la han empujado despacio a tierra. Ahora ha quedado encallada entre la arena del fondo y la nieve enfangada, a solo una decena de metros del faro sur.
El año anterior llegó también a tierra un torpedo alemán, en una playa al norte de Marnäs. Lo explosionaron, y las autoridades marítimas exigen que se haga lo mismo con las minas. Hay que destruir la mina rusa, pero no puede explotar tan cerca del faro. Es necesario remolcarla. Los fareros tendrán que pasarle una amarra alrededor y después retirarla de allí con cuidado.
Georg Ljunggren, el farero jefe, dirige el trabajo en el mar. Se ha colocado a proa de una motora y, desde el porche cubierto, Alma, su mujer, lo oye dar órdenes en la playa; su voz llega hasta la casa.
Cuando abre la puerta, todo se oye aún con mayor claridad.
Alma sale al frío del exterior y cruza el patio, con la nieve recién retirada, hacia el establo, sin mirar la playa.
Allí no hay nadie, pero al abrir la pesada puerta y entrar, las vacas y los caballos se remueven en la penumbra. La tormenta los pone nerviosos.
Sube despacio la escalera hasta el altillo, también desierto.
El heno llega casi hasta el techo, pero hay un estrecho pasillo a lo largo de la pared por el que se puede avanzar por el suelo de madera.
Alma se dirige a la pared del fondo y se detiene. Ha estado allí varias veces durante el último año, pero ahora lee de nuevo los nombres.
A continuación, coge las tijeras de esquilar, apoya la punta contra la viga de madera y empieza a grabar la fecha del día: 7 de diciembre de 1916. Y un nombre.
Los gritos de la playa se callan.
Y arriba, en el altillo del establo, Alma deja caer las tijeras. Junta las manos y reza al Señor.
Åludden permanece silencioso.
Después llega la explosión.
Es como si el aire de alrededor de la casa se comprimiera al mismo tiempo que el estruendo se extiende desde la playa hacia el interior de la isla. La onda expansiva llega un segundo después; rompe varios cristales del establo y le tapona a Alma los oídos. La mujer cierra los ojos y cae de espaldas sobre el heno.
La mina ha explotado antes de tiempo. Ella lo sabe.
Tras unos segundos en suspenso, las vacas comienzan a mugir en el piso de abajo. Luego se oyen voces altas en la pradera de la playa. Se acercan a la casa a toda prisa.
Alma corre escaleras abajo.
Ve que los dos faros siguen en pie, imperturbables. La mina en cambio ha desaparecido, y en su lugar solo queda una agua gris y turbia. No se ve la barca por ninguna parte.
Alma ve a dos mujeres entrar en la casa. Se trata de Ragnhild y Eivor, esposas de los fareros, con la vista aturdida fija en ella.
–¿El farero jefe? –pregunta.
Ragnhild sacude la cabeza con rigidez, y en ese momento Alma ve que tiene el delantal empapado de sangre.
–Mi Albert… estaba delante.
Se le doblan las rodillas. Alma se apresura hacia ella y la sujeta antes de que se desplome.
Livia descansó tranquila la noche del domingo. Joakim se despertó al amanecer, después de tres horas sin sueños. Últimamente, no podía dormir más tiempo seguido, y cada día se despertaba cansado y con dolor de cabeza.
A la mañana siguiente, llevó a los niños a Marnäs, como de costumbre, y luego regresó a la casa vacía y silenciosa. Siguió empapelando el dormitorio del lado sur del edificio.
Alrededor de la una, oyó el sonido de un motor acercándose. Miró fuera.
Un inmenso Mercedes rojo se aproximaba a gran velocidad por el camino de grava. Joakim lo reconoció; era uno de los primeros que abandonaron la iglesia de Marnäs después del entierro.
La madre de Katrine venía de visita.
Aunque el coche era imponente, en cierto modo la mujer que lo conducía parecía aún más grande que él. Hizo un gran esfuerzo para salir del vehículo, como si estuviera aprisionada entre el volante y el asiento. Pero al fin la vio de pie en el jardín. Vestía vaqueros ajustados, botas puntiagudas y una chaqueta de cuero con muchas hebillas. Una mujer de cincuenta años con los labios pintados de rojo y los ojos perfilados en negro.
Se arregló el pañuelo asimismo rojo y observó la casa con mirada severa. Luego encendió un cigarrillo.
Mirja Rambe, su suegra de Kalmar. No había llamado ni una sola vez desde el entierro.
Joakim inspiró, soltó lentamente el aire y luego cruzó la casa para ir a abrir la puerta de la cocina.
–Hola, Joakim –saludó ella, y expulsó el humo por la comisura de los labios.
–Hola, Mirja.
–Cómo me alegro de encontrarte en casa. ¿Qué tal estás?
–Regular.
–Comprendo… Ante una cosa así, uno se siente como una mierda.
Ese fue todo el consuelo que recibió por su parte. Mirja dejó caer el cigarrillo en la grava y se acercó a la puerta, él se apartó y ella entró, dejando una estela de tabaco y perfume.
Se detuvo en la cocina y echó un vistazo. Joakim sabía que todo había cambiado mucho desde que la mujer vivió en la casa, hacía más de treinta años; pero al no comentar nada de todo el trabajo que habían hecho, no pudo evitar preguntar:
–¿Qué te parece? Fue Katrine la que hizo la mayor parte de la reforma durante el verano pasado.
–Bien –respondió ella–. Cuando Torun y yo alquilamos una habitación en la cabaña, aquí en la casa vivían unos hombres solteros. Entonces todo estaba hecho una pena. Con hollín por todas partes.