Entonces oyó una voz más clara detrás de él.
–¡Marchaos de aquí!
Henrik se dio la vuelta. Vio a una mujer de pie junto al hombre caído. Era aún más menuda que él y parecía aterrada.
–¿Gunnar? –gritó, y se agachó–. ¡Gunnar, he llamado a la policía!
–¡Vámonos!
Henrik salió huyendo sin mirar si Tommy lo seguía o no. Freddy seguía desaparecido.
Salió al porche, a la noche.
Corrió por la hierba endurecida a causa de la helada, dobló la esquina de la casa y continuó en dirección al bosque. Pequeñas ramas le arañaron el rostro, la mochila le desollaba los hombros y no encontraba el sendero; sin embargo, siguió corriendo.
El pie se le enganchó en algo y de repente voló por los aires.
Las hojas mojadas y la tierra lo recibieron entre las sombras.
Se golpeó la cabeza con fuerza. La noche se tornó borrosa.
Se sentía realmente mal.
Cuando Henrik se despertó, empezó a gatear a cuatro patas. Avanzaba despacio, con la cabeza dolorida. Distinguió una sombra negra que crecía ante sus ojos: una pequeña cueva. Se metió en ella y se acurrucó. Lo perseguían, pero allí dentro estaría a salvo.
Pasaron varios minutos antes de que se le aclararan las ideas. Levantó la cabeza y miró alrededor.
Silencio. Oscuridad total. ¿Dónde diablos se había metido?
Sintió tierra bajo los dedos y comprendió que se había arrastrado hasta el interior de un viejo sótano recubierto de piedra, en el bosque de la casa parroquial. Era frío y húmedo.
Olía a hongos, a moho.
De pronto, se le ocurrió que se encontraba en un viejo cobertizo funerario. Un subterráneo, donde los muertos yacían a la espera de ser enterrados en el cementerio.
Un bicho de largas patas aterrizó de repente sobre su oreja. Una araña somnolienta. La apartó rápidamente con la mano.
Empezó a sentirse encerrado y salió de la cueva arrastrándose despacio. La mochila se le atascó en el techo, pero se puso de lado y se deslizó hasta el suelo congelado.
Aspiró el aire fresco de invierno.
Se puso en pie y caminó, alejándose de las luces que brillaban en la casa parroquial entre los árboles. Cuando llegó al muro del cementerio, supo que estaba en el camino correcto.
De repente, oyó cómo se cerraba la puerta de un coche. Escuchó.
Un motor arrancaba a lo lejos, en la oscuridad.
Aceleró el paso entre los árboles, salió a un ancho sendero y echó a correr. Los árboles se despejaron y divisó la furgoneta de los hermanos Serelius que salía al camino marcha atrás.
Se apresuró hacia ella y abrió la puerta lateral.
Freddy y Tommy volvieron enseguida la cabeza, antes de reconocerlo.
–¡Conduce!
Henrik entró y cerró la puerta. Resopló cuando el vehículo comenzó a rodar, y se recostó con el corazón desbocado.
–¿Dónde diablos te habías metido? –le preguntó Tommy por encima del hombro.
Respiró hondo y sujetó el volante con fuerza. La tensión de la cólera agarrotaba sus hombros.
–Me he perdido –respondió Henrik, y se quitó la mochila–. He tropezado con la raíz de un árbol.
Freddy se rió para sí.
–¡Yo he tenido que saltar por una ventana! –explicó–. He caído entre unos arbustos.
–Por lo menos, el botín ha valido la pena –dijo Tommy.
Henrik asintió, apretando los dientes. ¿Qué pasaría con el anciano al que Tommy había golpeado? No quería pensar en eso ahora.
–Conduce por la carretera del este –dijo–. Vamos al cobertizo.
–¿Por qué?
–La policía pasará por aquí esta noche –contestó–. Cuando atacan a alguien, vienen volando de Kalmar… No quiero encontrármelos en la carretera nacional.
Tommy suspiró, aunque tomó la salida hacia la carretera de la costa.
Descargar el botín y esconderlo en el cobertizo les llevó apenas media hora, aunque la emoción había valido la pena. Al regresar a la furgoneta, en la mochila de Henrik ya solo quedaban los billetes y la vieja lámpara.
Dieron un rodeo por la carretera de la costa para regresar a Borgholm, pero no se cruzaron con ningún policía. A las afueras de la ciudad, Tommy atropelló un gato o un conejo, pero en esa ocasión estaba demasiado cansado para alegrarse.
–Paremos por hoy –dijo Tommy cuando entraron en las calles iluminadas de la ciudad–. Nos merecemos un descanso.
Llegaron al barrio de Henrik. Eran las tres y cuarto.
–De acuerdo –dijo este lacónico, y abrió la puerta–. Además tenemos que contar el dinero.
No iba a olvidar que los hermanos Serelius habían estado a punto de abandonarlo en el bosque.
–Te llamaremos –dijo Tommy a través de la ventanilla bajada.
Él asintió y se dirigió a su casa.
Una vez allí se miró y se dio cuenta de lo sucio que estaba. El anorak y los vaqueros tenían manchas negras de tierra. Los tiró al cesto de la ropa sucia y bebió un vaso de leche mirando ausente a través de la ventana.
Sus recuerdos de la casa parroquial eran borrosos y no deseaba avivarlos. Por desgracia, la imagen más nítida era la mano del anciano que él había aplastado con la bota. No lo había hecho a propósito, pero…
Apagó la luz y se acostó.
Le resultó difícil conciliar el sueño; le dolía la frente y tenía los nervios de punta, pero finalmente se sumió en la bruma en algún momento cerca de las cuatro.
Un débil golpeteo le despertó un par de horas más tarde.
Oía repicar contra cristal. Luego silencio.
Levantó la cabeza de la almohada y, desconcertado, escrutó la habitación en penumbra.
Oyó de nuevo el vago repiqueteo. El ruido parecía proceder del recibidor.
Abandonó el calor de la cama y se adentró en las sombras tambaleándose y aplicando el oído.
El sonido provenía de la mochila. Tres golpecitos y silencio. Luego otro par de golpes.
Se agachó y abrió la cremallera de la mochila. Dentro tenía la vieja lámpara de la casa parroquial, aún envuelta en el mantel.
Henrik la sacó.
Supuso que la madera se habría enfriado en la furgoneta, y que ahora se calentaba de nuevo. Esa era la razón del ruido y los crujidos.
Colocó la lámpara sobre la mesa de la cocina, cerró la puerta y se acostó de nuevo.
De vez en cuando, le llegaban débiles golpecitos desde la cocina. Resultaban tan irritantes como el goteo de un grifo, pero Henrik estaba tan cansado que aun así acabó durmiéndose.
Lo más importante era no olvidar nunca a Katrine.
Cada vez que Joakim lo hacía, aunque fuera solo un instante, el dolor regresaba inexorable cuando de repente recordaba que ella ya no existía. Por esa razón, intentaba tenerla constantemente en sus pensamientos: justo antes de cruzar la frontera de la pena, pero siempre presente.
El domingo de la tercera semana después del accidente, salió de excursión con los niños por los alrededores de la casa. Se dirigieron al oeste, hacia el interior. Joakim sintió la presencia de Åludden tras sí e imaginó que Katrine se había quedado allí para colocar unas tiras de papel pintado. Enseguida saldría al campo y los alcanzaría.
Era un día de noviembre ventoso pero soleado, llevaban bollos y chocolate caliente. La mochila de Joakim tenía acoplada una sillita en la que Gabriel se podía sentar si se cansaba, pero la mayor parte del tiempo el niño corrió con Livia por la pradera.
Al llegar a la carretera nacional, les gritó que se detuvieran, y luego cruzaron juntos, después de mirar a ambos lados, como les habían enseñado a hacer a los niños.
Las últimas noches, Livia había dormido más tranquila y no parecía en absoluto cansada, a diferencia de Joakim, a quien la constante falta de sueño le provocaba una pesada hinchazón detrás de los ojos. Ahora que trabajaba de nuevo en la casa, se sentía algo mejor durante el día, pero las noches todavía le resultaban difíciles. Aun cuando Livia dormía profundamente, él permanecía despierto en la oscuridad, esperando. Escuchando.
A la niña no parecía afectarle hablar en sueños, más bien al contrario.
Había empezado a llevar a casa dibujos hechos en la guardería. Muchos de ellos mostraban a una mujer de pelo rubio que unas veces estaba frente al mar y otras delante de una gran casa roja. En la parte superior solía escribir «
MAMÁ
» con letras rudimentarias.
Livia seguía preguntando cada mañana y cada noche cuándo iba a volver Katrine a casa, y Joakim siempre daba la misma respuesta: «No lo sé».
Al otro lado de la carretera nacional se extendía un viejo muro de piedra. Después de saltarlo, se hallaron ante una extensión llana y plomiza de agua alternada con zonas de juncos y matorrales de hierba pajiza. No se podía determinar la profundidad de aquella agua negra y estancada.
–Esto es una ciénaga –explicó Joakim.
–¿Alguien se podría ahogar aquí? –preguntó Livia.
La niña intentó clavar un palo en la charca embarrada, ajena al efecto que su pregunta había producido en Joakim.
–No…, solo si no supiera nadar.
–¡Yo sé nadar! –exclamó ella.
Durante el verano, había recibido cuatro lecciones de natación en Estocolmo.
Gabriel gritó de repente y luego rompió a reír: se había quedado atrapado, con las botas de goma hundidas en la hierba, junto al agua. Cuando Joakim tiró de él el suelo embarrado lo soltó emitiendo un desilusionado gorgoteo. Dejó a su hijo en el suelo seco, observó el agua negra y recordó de pronto algo que el agente inmobiliario que les enseñó Åludden les había contado al pasar junto a la ciénaga.
–¿Sabéis qué se hacía aquí durante la Edad de Hierro, hace miles de años? –les preguntó Joakim.
–¿Qué? –quiso saber Livia.
–He oído decir que ofrecían sacrificios a los dioses.
–Sacrificios… ¿Qué es eso?
–Significa que uno da algo que le gusta para recibir otras cosas a cambio –explicó Joakim.
–¿Qué ofrecían, entonces? –preguntó la niña.
–Plata, oro, espadas y cosas por el estilo. Lo tiraban al agua como un regalo para los dioses.
Según el agente inmobiliario, a veces también se habían hecho sacrificios de animales y personas, pero esas no eran historias para niños.
–¿Por qué? –inquirió Livia.
–No lo sé…, pero seguro que creían que así los dioses estarían contentos y harían que la vida fuera más fácil para ellos.
–¿Qué clase de dioses eran? –siguió preguntando Livia.
–Dioses paganos.
–¿Qué es eso?
–Bueno, son… dioses algo malvados –contestó Joakim, que no sabía mucho de mitología–. Dioses vikingos como Odín y Freya. Y los dioses de la naturaleza, de la tierra y de los árboles. Pero ahora ya no existen.
–¿Por qué no?
–Porque la gente ha dejado de creer en ellos –respondió él, y retomó el camino–. Venga, vamos. Gabriel, ¿quieres sentarte en la mochila?
El niño negó alegremente con la cabeza y de nuevo echó a correr detrás de Livia. Un estrecho sendero de tierra seca corría a lo largo de la ciénaga, y lo siguieron hacia el norte. Al acabar la zona pantanosa encontraron campos de cultivo, y más allá de estos se veía Rörby, con su iglesia blanca alzándose en el horizonte.
A Joakim le hubiera gustado ir más lejos, pero cuando alcanzaron los campos de cultivo los niños redujeron notablemente el paso. Se quitó la mochila.
–Nos detendremos un rato a comer algo.
Les llevó un cuarto de hora vaciar el termo de chocolate caliente y comerse todos los bollos. Cada uno se sentó en una piedra seca. Todo era silencio a su alrededor. Joakim sabía que la ciénaga era una zona protegida para las aves, pero ese día no vieron un solo pájaro.
Tras la pausa, regresaron por la carretera nacional. Joakim eligió un sendero paralelo a esta, que discurría a través de un pequeño bosque que quedaba al noroeste de Åludden. Estaba formado por árboles bajos y matorral, como todos los bosques que había visto en la isla; sobre todo había pinos, que se inclinaban levemente hacia el interior, para evitar los fuertes vientos marinos. Entre estos crecía una espesa maleza de avellano y espino blanco.
Bajaron hacia el mar, donde el viento era más fuerte y frío. El sol se ponía ya en el horizonte y el cielo había perdido su brillo azulado.
–¡Ahí hay restos de un naufragio! –exclamó Livia cuando casi habían llegado a la playa.
–¡Naufragio! –repitió Gabriel.
–¿Podemos ir allí, papá?
Desde lejos, parecía el casco de un barco, pero al acercarse vieron que no era más que un montón de viejos tablones partidos. Lo único que seguía entero era la quilla; una retorcida viga de madera medio enterrada en la arena.
Livia y Gabriel dieron una vuelta alrededor de los restos, pero regresaron decepcionados.
–No se puede arreglar, papá –anunció Livia.
–No –respondió él–, no hay manera.
–¿Se ahogaron todos los del barco?
A Joakim le dio la impresión de que su hija hablaba constantemente de gente ahogada.
–No, se salvaron –contestó Joakim–. Seguro que los fareros los ayudaron a alcanzar la playa.
Continuaron hacia el sur por la ventosa playa. Las olas rompían en la arena; Livia y Gabriel se aproximaron lo máximo posible sin mojarse. Cuando el agua se acercaba a ellos, saltaban hacia atrás entre gritos y risas.
Después de un cuarto de hora, llegaron al rompeolas que protegía los faros. Livia corrió hacia él por la playa y se subió al primer bloque de piedra.
Por allí pasó Katrine hacía apenas tres semanas. Directa por el rompeolas hacia el mar.
–No te subas ahí, Livia –gritó Joakim.
Ella se dio la vuelta y lo miró.
–¿Por qué no?
–Te puedes resbalar.
–¡Qué va!
–Sí que puedes. ¡Venga, vamos!
Al final, Livia se bajó de las piedras, en silencio y enfadada. Gabriel miró a su hermana y a su padre, inseguro sobre cuál de ellos tenía razón.
Pasaron de largo el camino que llevaba a los faros, y a Joakim se le ocurrió una idea para que la niña recuperara el buen humor.
–Quizá podríamos ir a ver uno de los faros –propuso.
Livia volvió la cabeza deprisa.
–¿De verdad?
–Claro –dijo él–, si conseguimos abrir la puerta. Pero sé dónde hay un llavero.
Echó a andar hacia la casa con los dos niños pisándole los talones, abrió con la llave la puerta de la cocina y, como de costumbre, contuvo el impulso de llamar a Katrine al entrar.