Cariñosos pensamientos para mi amada hermana Maria. Todos los días rezo a Nuestro Señor Dios para que pronto podamos reunirnos.
Con profunda añoranza.
Nils Peter
Joakim dejó la postal en el cesto con cuidado.
Aquel era un lugar de oración: una habitación condenada en honor de los muertos.
En uno de los bancos había un libro. Al cogerlo, vio que se trataba de un grueso cuaderno escrito con una letra demasiado pequeña y apretada para poder leerla en la penumbra; en la primera página, en tinta negra, ponía:
El libro de la nevasca
.
Se lo guardó dentro del anorak.
Se estiró y miró alrededor una última vez, entonces descubrió un pequeño agujero en la pared junto al último banco.
Se acercó y comprendió de qué se trataba. Era el agujero que él mismo había abierto en los tablones hacía unas semanas.
Esa noche había metido el brazo por el mismo tan lejos como pudo. En el banco, bajo la pequeña abertura, estaba lo que había palpado: una prenda de ropa doblada.
Una gastada chaqueta vaquera que a Joakim le pareció haber visto antes.
Al reconocer unas pequeñas chapas en el pecho que decían «
RELAX
» y «
PINK FLOYD
» supo a quién pertenecía. La había visto noche tras noche cuando miraba hacia la calle tras las cortinas de Äppelvillan.
Era la chaqueta vaquera de su hermana Ethel.
Invierno de 1961
Fui yo quien descubrió el gran altillo del heno en el establo, pero convencí a Markus para que subiera conmigo y lo exploramos juntos. Fue mi primer amor y quizá también el mejor
.
Pero duró muy poco
.
MIRJA RAMBE
Las tardes de otoño e invierno, Markus y yo nos movemos a escondidas con un quinqué, entre cuerdas y cadenas, y abrimos baúles y miramos antiguos documentos del faro.
Parece una chatarrería, pero en el altillo hay cosas fantásticas: infinidad de recuerdos de la historia centenaria de la casa. Todo lo que cada familia y cada farero han dejado tras sí en Åludden parece terminar, tarde o temprano, en el establo, y acaba olvidado.
Al cabo de unas semanas, subimos todas las mantas que pudimos encontrar y construimos una pequeña tienda de campaña con ellas. Hurtamos pan, vino y cigarrillos y empezamos a hacer picnics allí arriba, a pesar del frío que hacía, para olvidar el triste día a día.
Le muestro a Markus la pared del fondo, con los nombres grabados de los muertos. Reseguimos las letras con los dedos y fantaseo, llena de emoción, sobre las tragedias que han ocurrido en Åludden a lo largo de los años.
Grabamos nuestros nombres en el suelo del altillo, muy cerca el uno del otro.
Pasan tres picnics antes de que se atreva a besarme en la boca. No le permito hacer mucho más –aún me angustia el recuerdo del viejo médico–, pero vivo varias semanas con sus besos.
Y puedo pintar a Markus abiertamente.
De repente, la casa ya no es el fin del mundo sino el centro del universo, y empiezo a creer que Markus y yo podemos hacer lo que queramos, viajar a donde deseemos. Pasamos el largo invierno juntos.
El mar está frío y el verano se demora mucho en llegar, como de costumbre en la isla, pero a finales de mayo el sol brilla y calienta los prados de nuevo. También es entonces cuando Markus se dispone a partir: no conmigo, sino solo. Ha sido llamado a filas y debe cumplir un año de servicio militar en el continente.
Prometemos escribirnos. Muchas cartas.
Después de que haga la maleta, lo acompaño a la estación de tren de Marnäs. Esperamos de pie en silencio, junto a otros isleños. El tren de Öland dejará de funcionar ese año, y en la sala de espera reina un ambiente sombrío.
Markus se ha marchado, pero Ragnar Davidsson sigue atracando su barca en Åludden y se acerca a nuestra casa.
Él y yo solemos discutir de arte, aunque el nivel es bastante bajo. Todo empieza un día en que, al entrar en el recibidor, descubro que la puerta de la habitación del medio está abierta. Al mirar dentro veo a Davidsson de pie. Observa los oscuros cuadros que cubren las paredes.
Al parecer, hasta ahora no se había fijado en la gran colección de arte de Torun, y no le gusta. Niega con la cabeza.
–¿Qué te parece? –le pregunto.
–Todo es negro y gris –contesta–. Solo una mezcla de colores oscuros.
–Así es la nevasca de noche –digo.
–Pues parece… mierda –replica él.
–También se puede interpretar de una forma simbólica –intento explicarle–. Es una nevasca nocturna, pero al mismo tiempo representa el alma…, el alma de una mujer atormentada.
Davidsson niega con la cabeza.
–Mierda –dice de nuevo.
Al parecer, no ha leído a Simone de Beauvoir. Yo tampoco, claro, pero por lo menos he oído hablar de ella.
En un último intento de defender a Torun, digo:
–Un día valdrán mucho dinero.
Davidsson gira la cabeza y me mira como si estuviera loca. Luego pasa por mi lado y se va de la casa.
Cuando entro en mi habitación veo a mi madre sentada junto a la ventana y enseguida me doy cuenta de que ha escuchado toda la conversación. A pesar de que está casi ciega, mira con fijeza por la ventana.
Intento distraerla con otras cosas, pero niega con la cabeza.
–Ragnar tiene razón –dice–. Todo es una basura.
Desde que Markus se fue he dejado de subir al altillo. Me recuerda demasiado a él, y me resulta demasiado solitario.
Pero nos escribimos, claro. Yo soy la que más escribe: envío varias largas cartas como respuesta a una suya corta.
Las cartas de Markus tratan sobre todo de maniobras militares, y no llegan con mucha frecuencia. Por el contrario, yo relleno hoja tras hoja con mis sueños y planes. ¿Cuándo volveremos a vernos? ¿Cuándo le darán permiso? ¿Cuándo se licenciará?
No lo sabe con seguridad, pero me promete que nos veremos pronto.
Empiezo a comprender que tengo que irme de Åludden, coger el ferry hacia el continente y hacia Markus. Pero ¿cómo podría dejar a Torun? No es posible.
Henrik sabía que la policía lo buscaba. Hacía una semana que un agente le había dejado dos mensajes en el contestador y lo había citado a declarar en la comisaría.
Había pasado de ir.
Esa situación no podía durar mucho, pero necesitaba tiempo para borrar las pruebas de su carrera como ladrón. Lo primero era, por supuesto, deshacerse de la mercancía robada que tenía en el cobertizo.
–No puedo guardarla más tiempo –le dijo a Tommy por teléfono–. Tenéis que venir y ocuparos de ella.
–De acuerdo… –Tommy no sonaba preocupado en absoluto–. Nos pasaremos el lunes con el coche. A las tres.
–¿Traeréis el dinero?
–Claro –dijo el otro–, tranquilo.
El lunes era la víspera de Nochebuena. Henrik trabajó en Marnäs, pero cuando acabó a las dos, se fue directo al cobertizo de Enslunda.
Mientras iba por la carretera de la costa oyó que el servicio meteorológico pronosticaba una gran nevada para la tarde y fuertes vientos en Öland y Gotland; también advertía de una tormenta en el Báltico. Pero el tiempo aún era bueno y el cielo azul. Unas nubes grises se acercaban a la isla por el este, pero Henrik pronto volvería a casa, a Borgholm.
Como de costumbre, los cobertizos estaban desiertos. Al llegar al suyo, Henrik dio media vuelta y condujo marcha atrás el último tramo, hasta la barca de plástico que se encontraba sobre un remolque. La semana anterior Camilla y él habían estado allí. La joven había querido entrar a ver el cobertizo, pero él había logrado impedírselo. En cambio, habían sacado la barca del agua y le habían quitado el motor fueraborda. No habían conseguido cubrir el casco con una lona, pero ahora Henrik lo haría.
Al caminar por la hierba aspiró el aroma de algas que flotaba en el aire y por un instante pensó en su abuelo muerto; luego alzó el enganche del remolque para asegurarlo al coche.
La idea de quedarse parte de la mercancía robada se le ocurrió poco después, cuando se encontraba en el cobertizo, mirando todo lo que habían acumulado durante el otoño. En total habría un centenar de artículos grandes y pequeños, antiguos y modernos. Henrik no se había fijado en todos, y seguro que los hermanos tampoco.
Su barca no estaba registrada en ninguna parte, la policía no podía saber que tenía una. La dejaría aparcada en la zona industrial de Borgholm y cuando quisiera iría haciendo viajes con ella para recoger los objetos robados.
Henrik se decidió. Cogió unos viejos jarrones de piedra caliza que quizá valieran unas quinientas coronas en una tienda de antigüedades, y se los llevó a la barca.
Empezó a nevar; copos como plumones caían florando y se despositaban suavemente en el suelo.
Con cuidado, colocó los jarrones en el pañol del asiento de proa. Luego regresó al cobertizo y cogió una caja de whisky añejo.
Al final, en la barca había una docena de artículos ocultos entre los asientos. Estaba abarrotada de mercancía robada. Fue al cobertizo a buscar una lona verde, cubrió el casco de proa a popa y a continuación lo ató con una larga cuerda de nailon.
Listo.
Los copos habían seguido cayendo sin parar y habían formado una fina capa blanca en el suelo.
Cuando Henrik fue a cerrar con llave el cobertizo, un sordo zumbido se superpuso al rumor del viento. Volvió la cabeza.
Entre los árboles vio acercarse un coche por la carretera, una furgoneta negra.
Eran los Serelius, que poco después frenaron en la rotonda, junto al remolque.
Las puertas del coche se abrieron y se cerraron de un portazo.
–¡Hola, Henrik!
Los hermanos se acercaron a él a través de la nevada, ambos sonreían. Iban preparados para el frío, con anoraks negros, botas y gorras de cazador forradas de piel.
Tommy llevaba además unas grandes gafas de esquiar, como si estuviera de vacaciones en la montaña. El viejo Máuser colgaba de su hombro.
Estaba bajo los efectos de alguna sustancia, Henrik lo notó a pesar de los cristales de espejo que ocultaban sus ojos. Como de costumbre, tenía arañazos en el cuello y le temblaba el mentón. Eso no era buena señal.
–Así que ha llegado la hora –dijo Tommy–. La hora de felicitarnos la Navidad.
Al ver que Henrik no respondía, soltó una carcajada.
–No, no solo eso…, también tenemos que recoger las cosas.
–Las cosas –repitió Freddy.
–El botín.
–¿Y el dinero?
–Sí, claro. Nos lo repartiremos como hermanos. –Tommy seguía sonriendo–. ¿Acaso crees que somos unos ladrones?
Era un chiste muy manido, pero Henrik sonrió tenso y se dio cuenta de que, en realidad, no habían hablado de cómo repartirían el botín.
Vio que Freddy se encaminaba al cobertizo y abría la puerta de par en par. Luego desapareció en la oscuridad del interior, pero reapareció enseguida con un televisor entre los brazos.
–Sí, eso fue lo que dijimos –asintió Henrik–. Como hermanos.
Tommy pasó junto a él y se encaminó hacia el remolque de la barca.
–Por fin me he decidido a llevar la barca a casa –dijo Henrik–. ¿Qué vais a hacer, os marcharéis?
–Sí…, volveremos a Copenhague. Pero primero iremos a la casa de los faros. –Tommy señaló hacia el norte con la mano–. A buscar la colección de cuadros. ¿Vienes con nosotros?
Él negó con la cabeza. Vio que Freddy había colocado el televisor en el coche y había regresado al cobertizo.
–No, no tengo tiempo –contestó–. Como te he dicho, me voy a llevar la barca a casa.
–Sí, sí –replicó Tommy, y estudió el remolque–. ¿Dónde la vas a dejar durante el invierno?
–En Borgholm…, detrás de un garaje.
Tommy tiró de la cuerda que sujetaba la lona y preguntó:
–¿Y allí no te la quitarán?
–Está vallado.
El pulso de Henrik se aceleró. Debería haber usado más cuerdas y haber atado la lona con más fuerza. Para desviar la atención de Tommy empezó a hablar de nuevo.
–¿Sabes qué vi por aquí este otoño?
–No.
Tommy negó con la cabeza, pero no apartaba la vista del remolque.
–Fue en octubre –explicó Henrik–, cuando vine a vaciar la barca… Vi una fueraborda; tuvo que venir del norte. Atracó en los faros de Åludden. Había un tipo a proa, y luego encontraron a esa mujer ahogada justo en el mismo lugar. He pensado mucho en eso.
Hablaba demasiado y demasiado rápido. Pero ahora por fin Tommy giró la cabeza.
–¿De quién hablas?
–De ella, de la mujer de la casa –contestó–. Katrine Westin; trabajé para ella este verano.
–Åludden es adonde vamos –dijo Tommy–, ¿así que presenciaste un asesinato?
–No, vi una fueraborda –precisó él–. Pero fue extraño…, y después la encontraron muerta.
–Joder –exclamó Tommy, sin sonar especialmente sorprendido–. ¿Se lo contaste a alguien?
–¿A quién? ¿A la policía?
–No, claro. Habrían empezado a preguntar qué hacías aquí. Quizá habrían inspeccionado el cobertizo y te habrían detenido.
–Nos habrían detenido –puntualizó él.
Tommy miró de nuevo la barca.
–Freddy me ha contado una historia cuando veníamos de camino –dijo–. Era bastante divertida.
–¿Qué?
–Se trataba de un chico y una chica. Estaban de vacaciones en Estados Unidos y conducían por el país, y en un área de descanso se toparon con una mofeta. Nunca han visto ninguna y les parece una preciosidad. La chica quiere llevársela a Suecia, pero el chico cree que en la aduana no dejan pasar animales salvajes. Así que ella propone meterse la mofeta en las bragas. «Sí, es una buena idea», dice el chico. «Pero ¿qué hacemos con el hedor?»
Tommy se rascó el cuello e hizo una pausa antes de continuar:
–«Nada?», responde la chica. «La mofeta también apesta.»
Se rió para sí. Luego se dio la vuelta y agarró la lona.
–La mofeta también apesta –repitió.
–Espera un momento… –comenzó Henrik.
Pero Tommy tiró de la lona con fuerza. Apenas consiguió levantar un poco la tensa cuerda, pero fue suficiente para dejar al descubierto gran parte de la mercancía robada.
–¡Vaya! –exclamó, y bajó la vista hacia los artículos de la barca. Luego señaló el suelo–. Deberías haber borrado las huellas en la nieve, Henke… Has corrido como un loco entre la barca y el cobertizo.
Él negó con la cabeza.