Estoy sola, pero aún siento su calor dentro de mí.
Me hubiera gustado coger el tren, pero ha dejado de funcionar. No me queda más remedio que subir al autobús.
Entre los pasajeros reina un ambiente sombrío, aunque a mí me viene bien. Me siento como un farero camino de su medio año de trabajo en el fin del mundo.
Ya está oscuro cuando bajo del autobús al sur de Marnäs, y el viento es gélido. En la tienda de Rörby compro comida para Torun y para mí y luego me dirijo a casa por la carretera de la costa.
Cuando llego al camino de Åludden veo unas nubes gris pizarra sobre el mar. Se aproxima la tormenta y acelero el paso. Cuando llegue la nevasca tengo que estar dentro de casa, si no, me puede pasar lo que a Torun en la ciénaga. O incluso algo peor.
Al llegar, todas las ventanas están oscuras, pero en la pequeña habitación de Torun y mía brilla una cálida luz amarilla.
Justo antes de entrar a saludar a mi madre, veo con el rabillo del ojo que algo parpadea abajo en la playa.
Vuelvo la cabeza para mirar; son los faros, que se encienden con la llegada de la noche.
El faro norte también, y alumbra con una luz blanca constante.
Dejo las bolsas de comida en la escalera y cruzo el patio para bajar a la playa. El faro norte sigue iluminado.
Mientras tengo la vista fija en la torre, de repente algo pasa volando por el suelo, un objeto claro y alargado.
Antes de que eche a correr para alcanzar el rollo, adivino qué es.
Un lienzo. Uno de los cuadros de nevasca de Torun.
–¿Ya has vuelto a casa, Mirja? –grita una voz de hombre–. ¿Dónde te has metido?
Me doy la vuelta. Es Ragnar Davidsson, el pescador de anguilas, que se acerca caminando hacia mí por el patio. Viste su reluciente impermeable y lleva en los brazos una buena cantidad de lienzos de Torun: veinte o treinta.
Recuerdo sus palabras: «Todo esto es negro y gris. Solo una mezcla de colores oscuros…, parece mierda».
–Ragnar –digo–. ¿Qué haces? ¿Adónde vas con los cuadros de mamá?
Pasa a mi lado, sin detenerse, y responde:
–A la playa.
–¿Qué has dicho?
–No hay sitio para ellos –responde a gritos–. Me he quedado con el almacén de la casa. Guardaré ahí las nasas.
Lo miro horrorizada, y luego veo de nuevo la fantasmal luz blanca del faro norte. Le doy la espalda al mar y al viento y me apresuro a volver a casa, a Torun.
El viento que azotaba la costa había alcanzado la categoría de tempestad. Las fuertes rachas zarandeaban el coche y Tilda tenía que sujetar el volante con fuerza.
«Una tormenta de nieve», pensó.
A la luz de los faros los torbellinos de nieve se elevaban desde la carretera como una espiral en blanco y negro. Redujo la velocidad y se inclinó hacia el parabrisas para poder distinguir el camino.
La nevada parecía cada vez más un espeso humo blanco que se arremolinaba sobre la costa. Se formaban taludes de nieve por todas partes donde esta podía fijarse, y rápidamente iban convirtiéndose en murallas.
Tilda sabía lo deprisa que podía suceder todo. La tormenta de nieve transformaba el lapiaz en un desierto blanco y helado y volvía las carreteras de la isla intransitables para los coches. Hasta las motos de nieve se hundían en ella y se quedaban atascadas en los taludes.
Se dirigía al norte, y Martin aún la seguía. No se rendía, pero Tilda se obligaba a no pensar en él, y a concentrarse en la carretera.
Montones de nieve la cubrían y a las ruedas les costaba agarrarse al asfalto. Era como conducir sobre algodón.
Miró si se veían las luces de algún coche en sentido contrario, pero más allá de la nieve todo estaba gris.
Cuando se hallaba a la altura de la ciénaga, la carretera desapareció en un torbellino de nieve, y Tilda buscó en vano las señales del arcén. Pero o habían salido volando con el viento o bien no las habían puesto.
Por el espejo retrovisor vio que el coche de Martin se acercaba al suyo, y, en parte, por eso cometió el error. Se quedó mirando un segundo de más y no advirtió la curva que aparecía en la oscuridad. Cuando la vio, ya era demasiado tarde.
Al ver que el camino torcía a la derecha dio un volantazo, pero no giró lo suficiente. De repente, las ruedas delanteras se hundieron en la nieve y el coche patrulla se detuvo con una brusca sacudida.
Un segundo después, sintió un golpe aún más fuerte, y oyó el sonido de cristales rotos. El vehículo fue empujado hacia delante y se detuvo, hundiéndose en la cuneta de la ciénaga.
Martin había chocado con ella.
Tilda enderezó lentamente la espalda. No parecía que se hubiese hecho daño en las costillas ni el cuello.
Aceleró para intentar regresar de nuevo a la carretera, pero las ruedas traseras patinaban por la nieve.
–¡Mierda!
Apagó el motor y procuró calmarse.
Por el retrovisor, vio que Martin abría la puerta de su coche y se apeaba. El viento lo hizo tambalearse.
Tilda también abrió la puerta.
La tormenta rugía a lo largo de la carretera, y el paisaje gris oscuro de alrededor le recordó el cuadro de la nevasca que colgaba en Åludden. Al bajarse del coche, el viento la empujó como si quisiera arrastrarla a la ciénaga, pero ella opuso resistencia y avanzó pegada al vehículo.
Este tenía las ruedas delanteras profundamente hundidas en la cuneta, mientras que la rueda trasera derecha se levantaba en el aire. La nieve había comenzado a amontonarse contra las puertas.
Tilda avanzó como pudo hasta Martin pegada al coche, mientras con una mano se sujetaba la gorra para que no se fuese volando.
Finalmente, había decidido cómo tratarlo: ni como a su antiguo profesor, ni como a su ex amante, sino como a una persona normal: un civil.
–¡Conducías demasiado cerca! –exclamó a través del viento.
–Y tú has frenado en seco –le respondió él.
Ella negó con la cabeza.
–Nadie te ha pedido que me siguieras, Martin.
–Tienes radio en el coche –dijo este–. Llama a una grúa.
–No me digas lo que debo hacer.
Le dio la espalda, pero sabía que él tenía razón. Llamaría, aunque seguramente esa noche todas las grúas estarían ocupadas.
Martin entró en el Mazda y haciendo un gran esfuerzo Tilda volvió al calor y al relativo silencio del coche patrulla. Una vez dentro, llamó por radio a Borgholm por segunda vez: en esa ocasión recibió una respuesta entrecortada en el altavoz.
–¿Central? –dijo ella–, aquí uno, dos, uno, siete; cambio.
–Uno, dos, uno, siete; recibido.
Reconoció la voz. Hans Majner estaba al otro lado, y hablaba más rápido que de costumbre.
–¿Qué tal? –preguntó Tilda.
–Un caos…, todo es un caos –respondió él–. Están pensando en cerrar el puente.
–¿Cerrarlo?
–Sí, durante la noche.
Tilda comprendió que el viento había alcanzado el grado de tempestad, pues el puente de Öland solo se cerraba al tráfico en casos extremos.
–Y tú, uno, dos, uno, siete, ¿dónde estás? –preguntó Majner.
–En la ciénaga, en la carretera este. Me he quedado atrapada con el coche.
–Entendido, uno, dos, uno, siete…, ¿necesitas ayuda? –Majner sonaba como si de verdad estuviera preocupado–. Enviaremos a alguien, pero tardará un rato. Hay un camión atravesado en la cuesta de las ruinas del castillo, así que ahora todos los coches están allí.
–¿Y las quitanieves?
–Solo trabajan en las carreteras principales…, el viento las vuelve a cubrir enseguida.
–Recibido. Aquí pasa lo mismo.
–¿Podrás aguantar un rato, uno, dos, uno, siete?
Tilda dudó. No quería mencionar el hecho de que Martin estaba con ella.
–No tengo café, pero no corro peligro –respondió–. Si desciende la temperatura, me acercaré a la casa más cercana.
–Recibido, uno, dos, uno, siete, tomo nota –dijo Majner–. Buena suerte, Tilda. Corto y cierro.
Ella colgó el micrófono en la radio y se quedó sentada al volante. Estaba indecisa. Cuando miró por el retrovisor, vio que ya se había acumulado una espesa capa de nieve en la ventanilla trasera.
Finalmente cogió su propio teléfono móvil y marcó un número de Marnäs. Contestaron después de tres señales, pero el viento soplaba con tal fuerza que no pudo entender ni una palabra. Alzó la voz.
–¿Gerlof?
–Sí, dígame.
Su voz sonaba lejana y apagada.
El auricular zumbaba. La cobertura allí era muy mala, pero oyó su pregunta.
–No estarás fuera, en la tormenta, ¿verdad?
–Sí, estoy en el coche…, en la carretera de la costa, cerca de Åludden.
Gerlof dijo algo inaudible.
–¿Qué? –le gritó Tilda al móvil.
–Te dije que era peligroso.
–Ya…
–¿Cómo estás?
–No pasa nada. Solo quería…
–Pero Tilda, ¿estás bien? –la interrumpió él gritando–. Me refiero a tanto física como mentalmente.
–¿Qué? ¿Qué has dicho?
–Bueno, solo me preguntaba si estás deprimida… Había una carta en la bolsa de la grabadora.
–¿Una carta?
Entonces, de repente, comprendió de qué hablaba el anciano. Durante aquellos últimos días, Tilda no había pensado más en el trabajo y en Henrik Jansson, y había olvidado su vida privada por completo. Ahora esta salía a su encuentro.
–Gerlof, esa carta no era para ti –dijo.
–No, pero… –Su voz desapareció en un zumbido estático y luego retornó–… abierta.
–Vaya –respondió ella–. ¿Así que la has leído?
–Solo las primeras líneas…, y un poco del final.
Tilda cerró los ojos. Estaba demasiado cansada y preocupada como para poder enfadarse con él por haber fisgado en su bolsa.
–Puedes romperla –dijo lacónica.
–¿Quieres que la destruya?
–Sí, tírala.
–Entonces lo haré –replico Gerlof–. Pero ¿te encuentras bien?
–Estoy como me merezco.
Él dijo algo en voz baja que ella no comprendió.
Tilda deseaba contárselo todo, pero no podía. No podía explicarle que la mujer de Martin se había quedado embarazada al mismo tiempo que él la engañaba. Tilda se había sentido satisfecha y feliz de estar junto a Martin: incluso la noche en que Karin se puso de parto.
Él llegó al hospital a medianoche, con un montón de excusas por haberse perdido el nacimiento de su hijo.
Tilda suspiró y dijo:
–Hace tiempo que debería haber terminado con eso.
–Sí, sí –dijo Gerlof–. Pero supongo que ahora ya lo habrás hecho.
Ella miró por el retrovisor.
–Sí –contestó.
Luego intentó ver más allá del parabrisas. La nieve seguía acumulándose, y ahora apenas se divisaba el camino. El coche estaba quedando sepultado.
–Tendré que intentar salir de aquí –le dijo a Gerlof.
–¿Puedes conducir?
–No…, el coche está atascado.
–Entonces tendrás que ir a Åludden –contestó él–. Pero ten cuidado con los ojos… La tormenta arrastra tierra y arena mezcladas con la nieve.
–De acuerdo.
–Y no te sientes nunca a descansar, Tilda, no importa lo cansada que estés.
–Vale. Hasta luego –dijo ella, y apagó el móvil.
Luego inspiró hondo por última vez en el aire caliente del coche, abrió la puerta y salió de nuevo a la tormenta.
El viento la envolvió, rugió en sus oídos y la empujó. Tilda cerró la puerta del coche con llave y avanzó despacio por el camino, con la misma dificultad que un buzo caminando con zapatos de plomo por el fondo del mar.
Martin bajó la ventanilla al verla llegar, parpadeó y alzó la voz:
–¿Viene alguien de camino?
Ella negó con la cabeza y respondió a gritos:
–¡No podemos quedarnos aquí!
–¿Qué?
Tilda señaló hacia el este.
–¡Hay una casa allá abajo!
Él asintió y subió la ventanilla. Unos segundos después, se apeó del coche, cerró con llave y la siguió.
Caminaron a través de la ventisca que barría el asfalto; bajaron a la cuneta y saltaron un muro de piedra.
Tilda encabezaba la marcha y Martin la seguía unos pasos por detrás. Avanzaban despacio. Cada vez que Tilda levantaba la vista, era como si el viento le golpeara los ojos con ramas de abedul heladas. Tenía que ir con cuidado y doblada sobre sí misma para que el viento no la derribara.
Solo llevaba puestas unas simples botas y deseó haber tenido unos esquís. O botas de nieve.
Al fin se dio la vuelta y alargó el brazo hacia la oscura figura que la seguía.
–¡Ven! –gritó.
Martin había empezado a tiritar. Llevaba solo una fina chaqueta de cuero, y no tenía gorro.
Aunque fuera asunto de él llevar una ropa tan ligera, Tilda le tendió la mano.
Martin la estrechó sin decir nada. Cogidos de la mano, prosiguieron la marcha hacia la casa de Åludden.
Henrik Jansson avanzaba a duras penas en la ventisca. Luchando contra un viento ensordecedor, agachaba la cabeza contra el pecho y apenas tenía idea de dónde se encontraba.
Supuso que habría llegado al prado junto a la playa, al sur de los faros de Åludden, aunque no podía verlos. La nieve le arañaba los ojos.
«Idiota.» Tendría que haberse quedado en casa. Era lo que siempre hacía cuando había nevasca.
Un fin de semana de enero, cuando tenía siete años, fue de visita a casa de sus abuelos y tuvo una pesadilla: soñó que una manada de rugientes leones se paseaba por la habitación.
Al despertarse al día siguiente, los leones habían desaparecido y toda la casa estaba en silencio. Pero al salir de la cama y mirar fuera, vio que el suelo entre los edificios estaba cubierto de nieve blanca y centelleante.
–Esta noche hemos tenido nevasca –dijo el abuelo Algot.
La ondeante capa de nieve casi llegaba al alféizar de la ventana, y Henrik no había podido abrir la puerta de la casa.
–Abuelo, ¿cómo se sabe que es una nevasca?
–Nunca se sabe cuándo llegará –había contestado Algot–, pero cuando lo hace, uno sabe que está aquí.
Y Henrik lo supo allí, en la playa del Báltico. Aquello era una nevasca. El vendaval anterior había sido solo un aviso.
El viento hacía oscilar la guadaña y le molestaba. Se vio obligado a abandonarla en la nieve, pero conservó el hacha. Dio tres pasos sobre el suelo helado, se acurrucó y descansó. Luego dio tres pasos más.
Al cabo de un rato, se vio obligado a descansar cada dos pasos.