Tiró de su mano fría e intentó que se pusiera en pie, y ella al fin obedeció.
Los crujidos se aproximaban. Las figuras de los bancos habían empezado a andar y a congregarse en el pasillo.
Al juntarse, resultaron ser una multitud. Más y más sombras atestaban la habitación.
Joakim no podía sortearlos. No tenía más remedio que quedarse donde estaba, junto al banco: no había a donde ir. Permaneció completamente quieto, sin soltar la mano de Katrine.
El aire que lo rodeaba se volvió más frío y Joakim tiritó. Oyó el roce de viejas telas y el débil crujido del suelo cuando los visitantes de la capilla fueron concentrándose lentamente a su alrededor.
Querían tanto calor que él no podía dárselo. Deseaban comulgar. Joakim estaba helado, no obstante, los otros seguían abriéndose paso para alcanzarlo. Sus movimientos irregulares eran como una lenta danza en la estrecha habitación, y lo arrastraron con ellos.
–¡Katrine! –susurró.
Pero ella ya no lo seguía. Le soltó la mano y los otros los separaron.
–¿Katrine?
Había desaparecido. Joakim se dio la vuelta e intentó abrirse paso entre la muchedumbre para encontrarla de nuevo. Pero nadie lo ayudó, todos se interponían en su camino.
Luego, de repente, le pareció oír algo más que el viento a través de las rendijas del establo: alguien gritó y después sonaron varias detonaciones sordas. Como si hubieran disparado un fusil o una pistola: como un intercambio de disparos delante del establo.
Joakim se quedó paralizado y aguzó el oído. Ya no se oían otros sonidos, ni voces ni movimiento entre los bancos.
La pálida luz de la bombilla del altillo, que se filtraba entre los tablones de la pared, se apagó de repente.
Joakim comprendió que se había ido la electricidad.
Permaneció quieto en la oscuridad. Se sentía completamente solo, como si todas las personas de la habitación se hubieran retirado.
Tras varios minutos, una luz parpadeante comenzó a brillar en alguna parte del establo. Una débil luz amarillenta cuya intensidad fue aumentando rápidamente.
Tilda parpadeó para quitarse la nieve de los ojos y se aplicó con cuidado un puñado de esta en su nariz dolorida. Luego se levantó despacio con piernas temblorosas y sostuvo la pistola en la mano derecha. La cabeza le dolía tanto como la nariz, pero por lo menos podía mantenerse erguida.
La casa estaba a oscuras y los suaves taludes de nieve se habían transformado en borrosas colinas. Más allá, como una catedral sin luz, se alzaba el establo. Por lo visto se había ido la electricidad: quizá estuviera sin luz todo el norte de Öland. Había ocurrido en otra ocasión, cuando un árbol arrancado por el viento cayó sobre el tendido eléctrico.
Martin yacía completamente inmóvil a un par de metros de ella. No podía verle la cara, pero su cuerpo sin vida estaba a punto de ser cubierto por la nieve.
Cogió el móvil y marcó el número de urgencias. Comunicaba. Intentó contactar con la policía de Borgholm, pero tampoco tuvo suerte.
Después de guardar el teléfono, recorrió el patio con la mirada, pero no vio al hombre que le había disparado. Ella le había disparado a su vez: ¿le habría dado?
Miró hacia la escalera de la casa. Henrik Jansson también había desaparecido.
Tilda retrocedió hacia allá apuntando con la pistola hacia el establo, hasta que se tropezó con el primer escalón.
Encorvada, subió deprisa la escalera, y echó una ojeada a través de la puerta abierta.
Lo primero que vio fue un par de botas. Una figura negra vestida con ropas de abrigo yacía sobre la estera al otro lado del umbral. Respiraba con dificultad.
–¿Henrik Jansson? –preguntó Tilda.
Silencio.
–Sí –contestó el hombre finalmente.
–No te muevas, Henrik.
Cruzó el umbral y le apuntó con la pistola. El joven seguía tumbado y miró el arma con gesto cansado, sin apartarse. Con una mano, agarraba el borde de la estera y con la otra se apretaba el abdomen.
–¿Estás herido? –preguntó ella.
–En el estómago… Me han apuñalado.
Tilda asintió. Aún más violencia. Quería gritar y blasfemar, pero en lugar de eso, le quitó el cuchillo, lo tiró a la nieve y le registró los pantalones y la cazadora. No llevaba más armas.
Se sacó un paquete de desinfectante del bolsillo del pantalón y la segunda y última venda, y se los alargó a Henrik.
–Martin está ahí fuera –dijo en voz baja–. Le han disparado. Está muerto.
–¿Era policía? –preguntó Henrik.
Tilda suspiró.
–Sí, antes… Ahora era profesor de la Escuela de Policía.
Henrik abrió el envase de desinfectante y negó con la cabeza.
–Son unos idiotas.
–¿Quiénes, Henrik? ¿Quién le ha disparado a Martin?
–Dos tipos –respondió–. Tommy y Freddy.
Tilda lo miró desconfiada y él se encogió de hombros.
–Se hacen llamar así… Tommy y Freddy.
Tilda recordó a los dos hombres de las carreras de trotones en Kalmar.
–¿Entrasteis aquí juntos? ¿Sois socios?
–Lo éramos. –Se levantó el jersey y comenzó a limpiarse la herida–. Tommy es quien me ha hecho esto.
–¿Qué armas tienen?
–Un fusil de caza. Un viejo Máuser…, no sé si llevan algo más.
Tilda se agachó y apretó el apósito con desinfectante mientras Henrik se ponía el vendaje.
–Ahora, túmbate boca abajo –le ordenó.
–¿Por qué?
–Te voy a poner las esposas.
Él la miró.
–Si te disparan, después vendrán aquí –dijo–. ¿Tienen que encontrarme esposado?
Ella recapacitó durante unos segundos, luego se guardó las esposas en el cinturón.
–Volveré.
Se dio la vuelta y bajó la escalera; se acuclilló entre los taludes y lanzó una última mirada al cuerpo de Martin.
Agachada, echó a andar hacia el establo.
Parpadeó para ver mejor entre los copos de nieve y avanzó con cuidado, siempre alerta por si le disparaban.
A un par de metros del establo encontró un enorme montón de nieve, y detrás de él descubrió las huellas del que había disparado e indicios de que había estado tumbado en la nieve. Pero tanto él como su fusil habían desaparecido, y no vio rastros de sangre.
Tenía que haberse escondido en el establo.
Tilda pensó en la espalda ensangrentada de Martin y se quedó parada en el patio. La ancha puerta se abría ante ella como la boca de una caverna. Entrar allí no le hacía ninguna gracia.
Un poco más allá, a la derecha, había otra puerta: era pequeña, y estaba pintada de negro. Se dirigió hacia ella despacio, pegada a la pared de piedra, mientras la nieve se arremolinaba y derretía en su cuello.
Cuando llegó, cogió el picaporte y la abrió hasta donde se lo permitió la nieve.
Echó un vistazo.
Negro como el carbón. La luz no había vuelto.
Con la pistola en alto, entró y avanzó por un suelo de tierra, en medio de la oscuridad y la quietud.
Se quedó un rato pegada a la pared, aguzando el oído; la nariz le dolía de nuevo. No pudo determinar si había alguien agazapado entre las sombras.
Allí dentro, la tormenta quedaba más lejana, aunque, muy por encima de ella, el inmenso tejado crujía y chirriaba. Tras unos minutos, Tilda comenzó a moverse, en silencio y con cuidado. El suelo era irregular: unas veces de tierra y otras de piedra.
Al ver una ancha sombra frente a ella, la apuntó con la pistola, hasta que sus botas tropezaron con una enorme rueda. Encima había un capó con el emblema «
MCCORMICK
».
Tilda se había topado con un viejo tractor: un monstruo oxidado que debía de llevar años aparcado allí.
Pasó de puntillas junto a él. Al ver unas viejas latas de pintura y una pila de tablones, comprendió que había entrado en un almacén contiguo al establo.
Percibió un sonido sordo en algún lugar y Tilda volvió la cabeza deprisa, pero nada se movió detrás de ella.
Henrik había dicho que había dos tipos. Pero a Tilda le parecía que en el establo había muchas personas más: seres que vigilaban entre las sombras a su alrededor. Era una sensación vaga aunque desagradable, y no pudo pasarla por alto.
Sus ojos empezaban a acostumbrarse a la oscuridad y ahora podía vislumbrar la pared de piedra, al otro lado.
De repente, oyó un débil chirrido a su izquierda. En el interior del establo.
Unos segundos después, la claridad aumentó a su alrededor y entonces descubrió una abertura en la pared de madera que daba al establo. La luz procedía de este: un brillo trémulo y danzarín.
Tilda percibió olor a humo e imaginó lo que había ocurrido. Se apresuró a echar un vistazo.
Unos metros más allá, los peldaños inferiores de la empinada escalera que llevaba al altillo estaba en llamas, y un penetrante hedor a queroseno se mezclaba con el humo. Alguien había apilado un montón de viejo heno seco y luego le había prendido fuego. Ahora ardía con fuerza y las llamas empezaban a lamer los travesaños de la escalera.
Al otro lado del fuego había un hombre corpulento. Tendría la misma edad de Henrik y sujetaba un gorro o un pasamontañas negro en una mano; al parecer, no había advertido la presencia de Tilda. Su mirada estaba clavada en las llamas oscilantes, y tenía la cara muy pálida. Parecía estar eufórico.
Junto a él, apoyado a un poste de madera, había un óleo enmarcado, pero no se veía ningún fusil.
Tilda echó un último vistazo alrededor –nadie acechaba a su espalda–, después tomó aliento y entró con grandes zancadas en el establo. Sujetaba la pistola con ambas manos.
–¡Policía! –le gritó al hombre–. ¡Quieto!
Él la miró muy sorprendido.
–Túmbate en el suelo.
Pero el hombre permaneció de pie, y dijo:
–Mi hermano está buscando una salida por la parte de atrás.
Tilda se acercó. Se hallaban a solo un par de pasos de distancia, pero él retrocedió en dirección a la salida. Ella lo siguió.
–¡Al suelo!
¿Si no se rendía, se atrevería a disparar? No lo sabía. Sin embargo, lo apuntaba a la cabeza.
–¡Al suelo! –repitió.
–Sí, sí…
El hombre asintió y se tumbó boca abajo con dificultad.
–¡Las manos en la espalda!
Tilda se hallaba ya junto a él y había sacado las esposas del cinturón. Le agarró por las muñecas, se las llevó a la espalda y lo esposó. Ahora que lo tenía bien seguro en el suelo, pudo registrarlo. Llevaba una navaja en el bolsillo del pantalón, pero esa era su única arma. Y pastillas, cantidad de pastillas.
–¿Cómo te llamas?
Pareció pensárselo.
–Freddy –dijo finalmente.
–¿Cuál es tu verdadero nombre?
Dudó.
–Sven.
A Tilda le costó creerlo, pero dijo:
–Vale, Sven…, ahora quédate aquí tranquilo.
Al ponerse de nuevo en pie, oyó el crepitar del fuego. Las llamas no prendían en el suelo de piedra, pero sí en la escalera, y empezaban a trepar hacia el altillo.
Tilda no vio mantas ni extintores para apagarlo. Tampoco había cubos de agua.
Se quitó la chaqueta y lo intentó con ella, pero las llamas solo se apartaban y crecían. Parecía que el fuego anhelara subir hasta el tejado: ahora más de media escalera estaba ardiendo.
¿Y si soltaba la escalera?
Alzó un pie y tomó impulso, pero entonces vio aproximarse una sombra con el rabillo del ojo. Se dio media vuelta.
Era un hombre alto, con vaqueros y jersey de lana que corría hacia la escalera desde el establo a oscuras. Se detuvo y miró el fuego, luego a Freddy y finalmente a Tilda.
Ella casi no lo reconoció, pero se trataba de Joakim Westin.
–¡No puedo apagarlo! –gritó Tilda–. He intentado…
Westin apenas asintió. Se lo veía tranquilo, como si hubiese peores cosas en el mundo.
–Nieve –dijo–. Tendremos que sofocarlo con nieve.
–De acuerdo.
¿De dónde había surgido Westin? Se lo veía cansado y pálido, aunque no especialmente preocupado por encontrarse visitas en el establo. Ni siquiera el fuego parecía inquietarlo.
–Voy a buscar una pala.
Se dio la vuelta y se dirigió hacia la entrada.
–¿Te apañarás sin mí? –preguntó Tilda.
Joakim asintió sin detenerse.
Ella abandonó la escalera en llamas. Tenía que adentrarse de nuevo en la oscuridad.
–Quédate tumbado –le dijo a Freddy–. Voy a buscar a tu hermano.
Sin embargo, se quedó parada en la puerta del establo, esperando a que Westin regresara. El hombre quizá tardó medio minuto, y luego regresó al establo cargado con una gran pala repleta de nieve.
Ambos asintieron en silencio y Tilda se adentró en el almacén del tractor. Oyó cómo el fuego de la escalera chisporroteaba tras ella mientras Joakim lo apagaba.
Levantó la pistola de nuevo.
Las sombras y el frío la rodeaban. Le pareció oír movimientos al frente, pero no vio nada.
Se mantuvo pegada a la pared norte, que tenía unas pequeñas ventanas ahora cubiertas de nieve.
Encontró una puerta, y Tilda la cruzó.
El cuarto del otro lado era grande y todavía más frío. Se detuvo. Volvió a tener la sensación de que no estaba sola en la oscuridad. Bajó la pistola, escuchó y dio un paso adelante.
Se oyó un disparo.
Ella se agachó, sin comprobar si había sido alcanzada o no. Los oídos le zumbaban a causa de la detonación; tosió en voz baja y aspiró el aire seco. Esperó.
No pasó nada más.
Cuando Tilda al fin alzó la vista en la penumbra vio una nueva puerta, esta vez cerrada, a unos cuatro o cinco metros de distancia. Era una vía de escape, pero frente a ella había alguien: un hombre.
Era Tommy, el hermano de Freddy. No podía ser nadie más. Se había subido el pasamontañas sobre la frente y su pálido rostro se parecía al de Freddy.
Llevaba un viejo rifle colgado del hombro.
Tilda le apuntó con la pistola.
–Suelta el fusil.
Pero él permaneció allí parado, como un sonámbulo, como si algo le hubiera llamado poderosamente la atención. Miraba hacia abajo, y su mano derecha descansaba sobre el picaporte, como si fuera a salir, pero parecía tener las piernas pegadas al suelo.
–¿Tommy?
No respondió.
¿Una psicosis causada por la droga? Se acercó despacio al asesino de Martin, asustada pero decidida. Alargó el brazo en silencio hacia su hombro y, con cuidado, le descolgó el fusil. Vio que tenía el seguro puesto y lo dejó caer al suelo detrás de ella.