Rezaba «
KATRINE MÅNSTRÅLE WESTIN
», junto a dos fechas.
Dio un paso atrás y se colocó junto a Livia y Gabriel.
–Aquí yace mamá –dijo luego.
Sus palabras no hicieron que el tiempo se detuviera, pero los niños permanecieron inmóviles a su lado.
–¿Os gusta…? ¿Es bonita? –preguntó en voz baja.
Livia no respondió. Gabriel fue el primero en reaccionar.
–Creo que mamá tendrá frío –dijo.
Luego se acercó con cuidado a la tumba siguiendo los pasos de su padre y empezó a retirar toda la nieve en silencio. Primero de la lápida, luego del suelo. Aparecieron unas rosas secas. Joakim las había dejado allí en su última visita, antes de que llegara la nieve.
El niño pareció satisfecho con el resultado. Se restregó la nariz con el guante y miró a su padre.
–Muy bien –dijo Joakim.
Luego sacó de la bolsa un farol para tumbas. La tierra estaba congelada, no obstante consiguió clavarlo. En el farol colocó una gruesa vela. Ardería durante cinco días, hasta bien entrado el nuevo año.
–¿Volvemos al coche? –preguntó al cabo de un rato, y observó a sus hijos.
Gabriel asintió, pero se agachó y comenzó a tirar de algo que había debajo de la nieve, junto a la lápida de Katrine.
Era un trozo de tejido verde claro, congelado e incrustado en el suelo. ¿Un jersey? Al menos lo que el niño había cogido parecía una manga.
Joakim sintió un repentino escalofrío y dio un paso adelante.
–Suelta eso, Gabriel –dijo.
Este miró a su padre y obedeció. Joakim se agachó enseguida y cubrió la tela con una capa de nieve.
–¿Nos vamos? –preguntó.
–Yo me quiero quedar un rato –dijo Livia con la vista clavada en la lápida.
Joakim cogió a Gabriel de la mano y regresó al sendero limpio de nieve, donde se quedaron esperando a Livia, que seguía de pie, observando la tumba. Tras unos minutos, se acercó a ellos y los tres regresaron al coche en silencio.
Gabriel se durmió al cabo de unos minutos en la sillita.
Livia no habló con Joakim hasta que estuvieron en la carretera nacional, pero no dijo nada de Katrine. Preguntó cuántos días quedaban de vacaciones y contó lo que haría cuando comenzara la escuela. Simple cháchara, pero él la escuchó de buen grado.
Llegaron a Kalmar a las doce y llamaron a la puerta de Mirja Rambe. No había limpiado el apartamento para las fiestas, al contrario: las pilas de libros sobre el suelo de parqué cubierto de polvo eran aún más altas. Había un abeto de Navidad en el salón, aunque no estaba decorado y ya comenzaba a perder agujas.
–Había pensado pasar a veros el día de Navidad –dijo Mirja al recibirlos en la entrada–. Pero no tengo helicóptero.
Ulf, su joven novio se encontraba ese día en casa y pareció alegrarse de la visita, sobre todo de ver a los niños. Se llevó a Livia y Gabriel a la cocina para enseñarles una masa de caramelo que estaba preparando al fuego.
Joakim sacó
El libro de la nevasca
de la bolsa y se lo devolvió a la autora.
–Gracias –dijo.
–¿Te ha gustado?
–Sí –contestó él–. Y ahora comprendo mucho mejor algunas cosas.
Mirja Ramble hojeó en silencio las hojas escritas a mano.
–Está basado en hechos reales –explicó–. Empecé a escribirlo cuando Katrine me contó que pensabais comprar Åludden.
–Ella escribió un par de páginas al final –dijo Joakim.
–¿Sobre qué?
–Bueno…, es una especie de comentario.
Mirja dejó el libro sobre la mesa que había entre ellos.
–Lo leeré cuando os hayáis marchado –contestó.
–Hay una cosa del libro a la que le he dado muchas vueltas –dijo Joakim–. ¿Cómo podías saber tanto sobre la gente que vivió en Åludden?
Mirja le lanzó una mirada adusta.
–Hablaban conmigo mientras viví allí –replicó–. ¿No has hablado nunca con los muertos?
Él no pudo responder a eso.
–Así que todo es cierto –comentó lacónico.
–Nunca se sabe –respondió Mirja–. Y menos cuando se trata de fantasmas.
–Pero lo que te pasó allí… ¿sucedió de verdad?
Mirja bajó la vista.
–Más o menos –dijo–. Es verdad que me encontré con Markus por última vez en la cafetería de Brogholm. Hablamos… y luego lo acompañé a casa. Sus padres no estaban. Subimos al piso, y allí me tiró al suelo. Nada de una seducción romántica, aunque le dejé hacer; creía que esa era la prueba de que éramos…, de que éramos una pareja. Pero después, cuando se puso en pie y yo me compuse la falda arrugada, ni me miró. Solo dijo que había conocido a otra chica en el continente y que iba a comprometerse con ella. Markus denominó «despedida» a lo que acabábamos de hacer en su habitación.
Se quedaron en silencio.
–Entonces, ¿Markus, tu novio, era el padre de Katrine?
Mirja asintió.
–Era un joven que empezaba a descubrir el mundo…, y que se encontró conmigo en un momento determinado. Después prosiguió su camino.
–Pero no murió en un naufragio, ¿verdad?
–No –contestó ella–. Pero debería haber muerto.
Se hizo de nuevo el silencio. Joakim oyó la risa de Livia en la cocina. Era como una versión más clara de la risa de su madre.
–Deberías haberle dicho a Katrine quién era su padre –le dijo a su suegra–. Tenía derecho a saberlo.
Mirja se limitó a resoplar.
–Lo llevamos bien…, yo tampoco supe quién fue mi padre.
Joakim renunció a insistir. Asintió y se levantó.
–Te hemos traído unos regalos de Navidad –dijo–. Necesito ayuda para subirlos.
–Ulf puede ayudarte –contestó ella, y preguntó–: ¿Regalos de Navidad para mí?
Joakim miró hacia el estudio y vio todos aquellos cuadros de brillantes veranos.
–Muchísimos –respondió.
Cinco horas después de dejar el apartamento de Mirja, Joakim y los niños llegaron a Estocolmo. Allí hacía casi tanto frío como en Öland. Todo era paz y tranquilidad en el barrio de casas adosadas donde vivía Ingrid Westin. Esta era todo lo contrario de Mirja Rambe, y su hogar estaba limpio como una patena para recibir el Año Nuevo.
–He conseguido trabajo –contó Joakim mientras cenaban.
–¿En Öland? –preguntó su madre.
Él asintió.
–Me llamaron ayer… En febrero empezaré una suplencia como profesor de artesanía en Borgholm. Tendré que reformar la casa durante las tardes y los fines de semana. Acondicionarlo todo para que sea habitable.
–¿Cogerás inquilinos durante el verano? –inquirió Ingrid.
–Quizá –respondió él–. Åludden necesita más gente.
Tras la charla, intercambiaron regalos de Navidad en el pequeño salón. Joakim le entregó un paquete grande y alargado.
–Feliz Navidad, mamá –dijo–. La otra abuela de los niños ha querido que tú te quedaras con esto.
El paquete tenía casi un metro de largo y estaba envuelto en papel marrón. Ingrid lo abrió y dirigió a su hijo una mirada interrogante. Era uno de los canalones de desgüe que Ragnar Davidsson había escondido en el faro.
–Mira dentro –dijo Joakim.
Su madre miró por uno de los extremos y luego metió la mano y sacó un lienzo enrollado. Lo desenrolló con cuidado y lo sostuvo ante sí. Era grande y oscuro y representaba un neblinoso paisaje de invierno.
–¿Qué es esto? –preguntó Ingrid.
–Es una pintura de la nevasca –explicó él–. De Torun Rambe.
–Pero… ¿es para mí?
Joakim asintió.
–Hay muchas más…, casi cincuenta –contestó–. Un pescador robó estos cuadros y los ocultó en uno de los faros de Åludden. Y allí han estado durante más de treinta años.
Ingrid observó en silencio la gran pintura.
–¿En cuánto puede estar valorada?
–Eso no tiene importancia –respondió él.
Por la tarde, Livia y Gabriel salieron con la abuela para hacer muñecos de nieve.
Joakim fue al piso de arriba, pasó de largo la puerta cerrada de la habitación que durante muchos años había sido de Ethel, y entró en la suya de adolescente.
Todos los pósters y la mayoría de los muebles habían desaparecido, pero había una cama y una mesilla de noche con reproductor de casetes. La carcasa negra de plástico estaba rajada después de haberse caído al suelo durante alguna fiesta, pero aún funcionaba. La tapa se podía abrir.
Joakim metió dentro la cinta de Gerlof. La había recibido por correo hacía un par de días.
Se sentó cómodamente en su antigua cama de niño y pulsó
play
para escuchar lo que Gerlof tenía que contar.
El día de Nochevieja, a las tres de la tarde, Joakim tomó el metro a Bromma para desearle feliz año a su hermana muerta, e intentar hablar con su asesino.
Se detuvo a comprar un pequeño ramo de flores en una floristería junto a la estación. Luego salió a la calle y siguió el camino entre las casas de madera a la orilla del agua. Nada había cambiado, pensó Joakim. El sol acababa de ponerse y brillaba en muchas de las ventanas de las casas.
Tras un centenar de metros, llegó a la calle donde se encontraba Äppelvillan y se acercó a la verja cerrada. Observó su antigua casa. Parecía vacía, aunque había luz en el recibidor, quizá para mantener alejados a los ladrones.
Joakim se agachó y apoyó el ramo contra la cajetín de la conexión eléctrica que había junto a la valla. Se quedó allí unos segundos y pensó en Ethel y Katrine y luego se dio la vuelta.
En la casa de los vecinos, un poco más arriba de la calle, casi todas las habitaciones estaban iluminadas. Era la gran mansión de los Hesslin: el orgullo del barrio.
Joakim recordó que Michael Hesslin le había dicho por teléfono que la familia pasaría la Nochevieja en casa. Se encaminó hacia la verja, recorrió el sendero de piedra del jardín y llamó a la puerta.
Abrió Lisa Hesslin. Se alegró mucho de verle.
–Pasa, Joakim –dijo–. ¡Felices fiestas!
–Gracias, lo mismo digo.
Traspasó el umbral y entró en el amplio recibidor.
–¿Quieres un café? ¿O quizá un copa de champán?
–No, gracias –respondió–. ¿Está Michael en casa?
–Ahora mismo, no…, pero solo ha ido a la gasolinera a comprar más fuegos artificiales. –Lisa sonrió–. Los niños los han lanzado todos durante estos días. Si quieres esperar, llegará en cualquier momento.
–Sí, claro.
Joakim pasó del recibidor al salón con vistas sobre los árboles desnudos y la ensenada helada, al pie de la casa.
–¿Quieres leer una cosa? –le preguntó a Lisa.
–¿Qué?
–Es una nota.
Joakim se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó una copia de la nota de papel, la que había encontrado en la chaqueta vaquera de Ethel en la capilla del establo.
Le alargó el papel a Lisa, que lo cogió y leyó:
–«Procura que la puta droga…»
De repente, guardó silencio y lo miró.
–Continúa –dijo Joakim–. ¿No fuiste tú quien la escribió y se la dio a Katrine?
Ella negó con la cabeza.
–Entonces tuvo que ser Michael.
–Yo no estaría tan segura.
Le devolvió el papel. Joakim lo cogió y se levantó.
–¿Puedo conectar el estéreo? –preguntó–. Tengo algo que te gustará escuchar.
–De acuerdo… ¿Es música?
Joakim se acercó al aparato y metió en él la cinta.
–No –contestó–. En realidad, es solo un monólogo.
Cuando el casete comenzó a rodar, retrocedió un par de pasos y se sentó en el sofá, frente a Lisa. Los altavoces crepitaron y se oyó la voz grabada y algo temblorosa de Gerlof Davidsson:
–Bueno, vamos a ver… Tilda me ha dejado esta grabadora, ahora creo que está en marcha. He estado pensando mucho sobre la muerte de tu mujer, Joakim. Si no quieres recordarlo, es el momento de dejar de escuchar…, pero, como ya dije, yo no he podido dejar de darle vueltas.
Lisa miró a Joakim, insegura. Pero la voz de Gerlof prosiguió:
–Creo que alguien mató a Katrine: una persona que no dejó huellas en la playa de arena y por lo tanto tuvo que llegar por mar. No puedo decirte el nombre del asesino, aunque creo que se trata de un hombre corpulento de mediana edad. Vive o tiene una casa en el sur de Gotland y allí guarda una potente motora fueraborda. El barco tenía que ser grande y rápido para poder hacer el trayecto entre las islas en el mismo día, pero al mismo tiempo ligero como para atracar en el rompeolas de Åludden, donde el agua apenas tiene un metro de profundidad. Debe de tener…
–Joakim, ¿quién es el que habla? –inquirió Lisa.
–Solo escucha –replicó él.
–… y enfilar hacia los dos faros cuando la motora se acerca a Öland no es difícil –continuó Gerlof–. Pero ¿cómo sabía el asesino que tu mujer estaría ese día sola en casa? Creo que Katrine lo conocía. Cuando oyó el ruido del motor ella bajó a la playa. El asesino estaba en la proa y sostenía el arma asesina entre las manos. Pero tu mujer no sospechó, pues lo que sostenía era algo que casi todo el mundo utiliza cuando atraca una barca.
Gerlof tosió quedamente y prosiguió:
–El arma asesina era un bichero de madera…, largo y pesado con un sólido gancho de hierro en la punta. Los he visto utilizar en peleas entre marineros. El garfio se engancha en la ropa del contrario, luego solo hay que tirar y la víctima pierde el equilibrio y cae al agua. Si se quiere ahogar a alguien, basta con mantenerlo con el bichero bajo el agua. No deja huellas dactilares, ni causa grandes daños. Lo único que queda son unos pequeños desgarrones en la ropa. La ropa de tu mujer tenía agujeros de esos.
Gerlof guardó silencio de nuevo, antes de finalizar la grabación:
–Bueno, creo que eso fue lo que pasó, Joakim. Esto no hará más llevadera tu pena, lo sé…, pero a todos nos viene bien conocer las respuestas a las preguntas. Pasa por aquí a tomar un café cuando quieras. Ahora voy a apagar esto…
La voz chirriante de la cinta calló y lo único que se oyó fue el bajo zumbido de los altavoces.
Joakim se acercó y sacó la cinta.
–Eso es todo.
Lisa se había puesto en pie.
–¿Quién era ese? –preguntó de nuevo–. ¿Quién era el que hablaba?
–Un amigo. Un viejo amigo –respondió Joakim, y se guardó el casete en el bolsillo–. Tú no lo conoces…, pero ¿es cierto?
Lisa abrió la boca, pero parecía no encontrar las palabras.
–No –dijo al fin–. ¿No creerás eso?
–¿Estuvo Michael en vuestra casa de Gotland cuando Katrine murió?