El otro asintió cansado.
–¿Qué andabais buscando en realidad?
–De todo…, cuadros caros.
–¿De Torun Rambe? –le preguntó–. Solo tenemos uno. ¿Buscabais otros en el establo?
–Vimos que no había más en la casa –contestó Freddy–, y el tablero nos dijo que estaban en otra parte. Así que fuimos allí y le prendimos fuego a la escalera.
Joakim lo observó.
–¿Por qué?
–No lo sé.
–¿Volverías a hacerlo?
Freddy negó con la cabeza.
Joakim tenía las llaves de las esposas de Tilda y decidió mostrar un poco de buena fe y confianza navideñas, y lo liberó del radiador.
Cuando a las once volvió la luz el ladrón se sentó ante el televisor y vio el programa de Navidad, mientras esperaba a que la policía fuera a recogerlo. Contempló con mirada triste los dibujos animados de papá Noel, una retransmisión en directo de bailes alrededor de un abeto y un programa de cocina desde una cabaña cubierta de nieve.
Livia y Gabriel se sentaron a su lado, cada uno en una silla, pero ninguno dijo nada. Sin embargo, era como si realmente reinase un sentimiento navideño, y todos parecían relajados.
Joakim se sentó en la cocina, con el cuaderno manuscrito que había encontrado junto a la chaqueta de Ethel. Durante una hora, leyó el dramático relato de Mirja Rambe sobre la vida en Åludden. Y sobre lo que le había ocurrido a ella.
Al final había unas hojas en blanco, y a continuación un par de ellas escritas por otra persona.
Joakim las miró con atención y de pronto reconoció la letra de Katrine. Estaban escritas de cualquier manera, como si lo hubiera hecho a toda prisa.
Las leyó varias veces, sin comprender del todo su significado.
A las doce Joakim preparó unas gachas navideñas para todos.
El teléfono funcionaba y la primera llamada que recibió llegó tras el almuerzo. Al responder, oyó la voz queda de Gerlof Davidsson:
–Ahora ya sabes lo que es una nevasca de verdad.
–Sí –replicó él–, ya lo sé.
Miró por la ventana y reflexionó sobre lo sucedido durante la noche.
–Se esperaba –dijo Gerlof–. Por lo menos yo la esperaba. Pero creía que llegaría un poco más tarde… ¿Cómo os ha ido?
–Bastante bien. Todo sigue en pie, pero el tejado ha sufrido daños.
–¿Y la carretera?
–Ha desaparecido –contestó Joakim–. Solo se ve nieve.
–Antiguamente, se tardaba por lo menos una semana en acceder a algunas casas de la zona –explicó Gerlof–. Ahora ya no tardan tanto.
–Nos apañamos –dijo él–. Hice lo que me dijiste y compré conservas.
–Bien. ¿Estás solo con los niños?
–No, tenemos un invitado. Hemos tenido unas cuantas visitas por aquí, pero ya se han ido… Ha sido una Navidad ajetreada.
–Lo sé –respondió Gerlof–. Tilda me ha llamado esta mañana desde el hospital. Me ha dicho que detuvo a unos ladrones en tu casa.
–Vinieron a robar cuadros –dijo Joakim–. Los cuadros de Torun Rambe… Creían que habría varios.
–Vaya.
–Pero aquí solo tenemos uno. Casi todos los demás fueron destruidos, pero no lo hicieron ni Torun ni su hija Mirja. Fue un pescador quien los tiró al mar.
–¿Cuándo ocurrió eso?
–El invierno de mil novecientos sesenta y dos.
–El sesenta y dos –repitió Gerlof–. Ese fue el año en que mi hermano Ragnar se congeló en la costa.
–¿Ragnar Davidsson… era tu hermano? –preguntó Joakim.
–Mi hermano mayor.
–No murió congelado –replicó Joakim–. Creo que fue envenenado.
Luego le contó lo que había leído en el libro de Mirja Rambe sobre su última noche en la casa, y sobre el pescador de anguilas que se marchó durante la tormenta. Gerlof escuchó sin hacer preguntas.
–Suena como si hubiera bebido metanol –comentó lacónico–. Al parecer, tiene el mismo sabor que el aguardiente, pero uno se pone malo, claro. Gravísimo.
–A Mirja le pareció un castigo justo –dijo Joakim.
–Pero ¿se deshizo de las pinturas? –preguntó el anciano–. Me extraña. Si mi hermano conseguía algo, se lo quedaba… Era demasiado avaro para desprenderse de nada.
Joakim guardó silencio. Pensaba.
–Ah, una cosa más antes de que se me olvide –continuó Gerlof–. Te he grabado una cosa.
–¿Grabado?
–He estado pensando –dijo Gerlof–. Es una cinta con unas reflexiones sobre lo que ocurrió en Åludden… La recibirás cuando se restablezca el reparto de correo.
Media hora después de que Gerlof hubiera colgado, la policía de Kalmar llamó para informar de que vendrían a recoger al presunto delincuente; luego preguntaron si Joakim sabía de un lugar plano y despejado en los alrededores donde pudiera aterrizar un helicóptero.
–Aquí tenemos mucho terreno plano –contestó él.
Luego salió con la pala y acondicionó un cuadrado en el campo de detrás de la casa, y luego cavó en el hielo para señalar el lugar con una cruz negra de tierra. Al oír el estruendo de un motor por el sudoeste, entró y se dirigió a Freddy, que estaba mirando la televisión.
–¿Esos son vuestros coches? –le preguntó Joakim mientras esperaban fuera en el campo, y señaló hacia un par de ondulados montones de nieve que se alzaban en el camino a Åludden.
Unas esquinas romas de metal sobresalían de los taludes.
Freddy asintió.
–Y también hay una barca –respondió.
–¿Robada? –inquirió Joakim.
–Sí.
Luego, el helicóptero planeó sobre el labrantío y no pudieron hablar más. El aparato permaneció quieto un momento y, al aterrizar sobre la cruz, levantó una nube blanca de nieve.
Dos policías con cascos y monos oscuros descendieron y se acercaron a ellos. Freddy los siguió sin rechistar.
–¿Se apañarán ustedes? –preguntó uno de los policías.
Joakim se limitó a asentir. Freddy le hizo un breve gesto de adiós con la mano.
Cuando el helicóptero desapareció hacia el continente, Joakim caminó con dificultad sobre la nieve hacia el camino y los dos coches sepultados.
Despejó el lateral del más grande, una furgoneta, y luego echó un vistazo al interior.
Había alguien allí sentado, inmóvil.
Joakim cogió el picaporte y abrió la puerta.
Era un hombre, acurrucado en el asiento del conductor como si hubiera intentado desesperadamente conservar el calor corporal.
No necesitó buscarle el pulso para saber que estaba muerto.
La llave de arranque estaba puesta, y el motor debió de permanecer en punto muerto hasta que se paró en algún momento de la noche y el frío empezó a introducirse en el coche.
Joakim cerró con cuidado. Luego regresó a la casa para llamar a la policía e informarles de que el último ladrón también había aparecido.
Durante los siguientes días no hubo viento y el sol continuó brillando en Åludden. La nieve no se fundió, pero de vez en cuando se desprendía un trozo del tejado y caía sin hacer ruido sobre los taludes del suelo. Los pajarillos regresaron a la ventana de la cocina y la mañana del día de San Esteban finalizó el aislamiento del mundo con la llegada de un camión de Marnäs con una gran pala quitanieves. Circulaba por la carretera de la costa, pero parecía surcar un mar blanco.
La idea de Joakim cuando sacó su pequeña quitanieves doméstica era que podría alcanzar la despejada carretera nacional en una hora. Tardó más de dos, pero después de eso, el acceso a la casa estuvo abierto de nuevo.
Le cambió las pilas a la linterna, bajó la escalera del porche y continuó hacia el establo.
La escalera del altillo era puro carbón, pero no se veía humo por ninguna parte.
Miró hacia el otro extremo del establo. Primero dudó, pero luego se encaminó hacia allí y gateó una vez más por debajo de la falsa pared.
Una vez dentro de la cavidad secreta, encendió la linterna y escuchó por si llegaban ruidos del piso superior, pero no se oía nada. Entonces subió.
Cuando llegó a la capilla, unos tenues rayos de sol se filtraban a través de las rendijas de los tablones.
Todo estaba en absoluto silencio. Las cartas y también los recuerdos seguían sobre los viejos bancos, pero no había nadie sentado.
Echó a andar a través de los bancos, y al llegar al primero, vio que el regalo de Navidad de Katrine y la chaqueta de Ethel seguían allí.
Pero el regalo había sido abierto. El celo se veía despegado y el papel arrugado.
Dejó el paquete sobre el banco sin atreverse a comprobar si la túnica verde había desaparecido.
En cambio, cogió la chaqueta vaquera de Ethel y, de repente, notó cómo un objeto plano resbalaba dentro del tejido.
Cuando dos días después de Navidad, el comisario Göte Holmblad apareció por la casa en su coche, Joakim tenía la chaqueta vaquera guardada en una bolsa de plástico.
Por entonces, habían estado en Åludden una ambulancia y una grúa y se habían llevado el cuerpo del último ladrón de casas. Los policías de la brigada criminal también habían pasado por allí buscando balas en la nieve. En las noticias locales de la radio habían dicho, sin dar su nombre, que Tommy era uno de los dos muertos de la casa durante la tormenta de nieve. El mal tiempo que habían tenido en el norte de Öland ya tenía nombre, «nevasca de Navidad», y se consideraba una de las peores tormentas de nieve desde la Segunda Guerra Mundial.
Holmblad se apeó del coche y deseó a Joakim felices fiestas.
–Gracias, igualmente –respondió él–. Gracias por venir.
–En realidad, tengo vacaciones hasta Año Nuevo –replicó Holmblad–. Pero quería ver cómo les había ido por aquí.
–Ahora ha vuelto la calma –dijo Joakim.
–Ya lo veo. La tormenta pasó por aquí.
Él asintió y preguntó:
–¿Cómo está Tilda Davidsson?
–Relativamente bien –contestó el comisario–. Hablé con ella ayer. Ha salido del hospital, y ahora está en casa de su madre.
–Pero ¿vino aquí sola? ¿Es que no había un compañero que…?
–No –lo interrumpió Holmblad–. Quien la acompañaba era su tutor de la Escuela de Policía…, padre de dos hijos, una tragedia. En realidad, él no debería haber estado aquí. –El jefe de policía recapacitó y añadió–: Davidsson también podría haber salido malparada, claro, pero tuvo suerte.
–Desde luego –convino Joakim, y abrió la puerta de la casa–. Hay algo que quisiera mostrarle: ¿desea pasar un momento?
–De acuerdo.
Condujo a Holmblad a la cocina, donde había despejado la mesa.
–Por aquí –dijo.
Sobre ella estaba la bolsa con la chaqueta vaquera de Ethel, y lo que había encontrado en su interior: la nota escrita a mano y un pequeño estuche de oro oculto dentro del forro.
–¿Qué es esto? –preguntó el comisario.
–No estoy seguro –respondió Joakim–. Pero espero que sea una prueba.
Cuando Holmblad se marchó Joakim cogió una mochila y fue caminando por la nieve hasta el faro norte.
Mientras se dirigía hacia allí, echó una mirada al bosque, que se extendía hacia el norte a lo lejos. La mayoría de los árboles parecían haber sobrevivido a la tormenta, menos algunos viejos abetos que yacían en el suelo junto a la playa.
La blanca torre del faro relucía contra el cielo azul marino. Ya antes de llegar al rompeolas vio que le resultaría difícil entrar en ellos. Las olas habían llegado a los islotes durante la nevasca y ambos faros estaban recubiertos de un hielo blanquísimo. Parecía escayola seca, y se extendía hacia la parte baja de la torre como un abrazo ártico.
Joakim dejó la mochila delante de la puerta y abrió la cremallera. De su interior sacó las llaves del faro además de un gran martillo, un aerosol de aceite lubricante para cerraduras y tres termos repletos de agua hirviendo.
Tardó casi media hora en quitar todo el hielo de la puerta y abrir la cerradura. Esa vez, también se abrió solo un poco; sin embargo, Joakim consiguió entrar.
Llevaba la linterna y una vez dentro la encendió.
Los chirridos de sus suelas sobre el suelo de cemento resonaban en lo alto de la torre, pero no se oyeron pasos en la escalera. Si aún había un viejo farero allí arriba, Joakim no deseaba molestarlo, así que se quedó en la planta baja.
«Una pequeña posibilidad –había dicho Gerlof Davidsson–. Mi hermano Ragnar tenía las llaves de los faros, así que hay una pequeña probabilidad de que se encuentren allí.»
Una pequeña puerta de madera cerraba el espacio que quedaba debajo de la escalera, convirtiéndolo en un almacén.
Un calendario de 1961 colgaba de la pared de piedra. En el suelo había bidones de gasolina, botellas de aguardiente y viejos faroles. Esos objetos le recordaron los viejos cachivaches que se habían ido acumulando en el altillo del establo. Pero aquellos estaban algo más ordenados, y junto a la abovedada pared exterior había apiladas varias cajas de madera.
La tapa no estaba claveteada, y Joakim abrió la más cercana e iluminó el contenido con la linterna.
Vio tubos de chapa: trozos de un metro de largo destinados a canalones de desagüe. Tendrían que haberse empalmado unos con otros y colocado bajo el tejado de la casa de Åludden hacía años, si Ragnar Davidsson no los hubiera robado y escondido en el faro.
Joakim metió la mano y sacó con cuidado uno de los tubos.
–¿Adónde vamos? –preguntó Livia cuando abandonaron Åludden con el coche cargado la víspera de Nochevieja.
Joakim notó que aún estaba algo enfadada.
–Iremos a ver a la abuela de Kalmar y luego visitaremos a la abuela de Estocolmo –contestó–. Pero primero pasaremos a saludar a mamá.
Livia no dijo nada más. Solo posó la mano en la jaula de Rasputín y miró el blanco paisaje.
Quince minutos más tarde, pararon junto a la iglesia. Joakim aparcó, cogió una bolsa de plástico del coche y abrió la verja de madera.
–Vamos –les dijo a los niños.
Joakim no había ido mucho por allí durante el otoño: pero ahora se sentía mejor. Algo mejor.
Había tanta nieve en el cementerio como a lo largo de la costa aunque habían despejado los senderos más anchos.
–¿Está muy lejos? –preguntó Livia al pasar junto a la iglesia.
–No –contestó él–. Ya casi hemos llegado.
Al fin se encontraron frente a la tumba de Katrine.
La lápida estaba cubierta de nieve, como todas las demás del cementerio. Lo único que se veía era el borde, hasta que Joakim se agachó y apartó deprisa la nieve con las manos, de modo que la inscripción quedó a la vista.