Al atardecer, Joakim se encontraba en la cocina, mirando cómo arreciaba la nevada. Pasarían una Navidad blanca en Åludden.
Luego escrutó la puerta del establo. Estaba cerrada, y alrededor no se veía ninguna huella en la nieve. No había regresado al establo desde hacía varios días, aunque no podía dejar de pensar en la habitación secreta.
Una estancia para los muertos, con bancos de iglesia y la chaqueta de Ethel cuidadosamente doblada sobre uno de ellos, entre otros viejos recuerdos. La había dejado allí.
Tenía que haber sido Katrine quien la dejara en ese lugar. Debió de encontrar la habitación durante el otoño y depositar la chaqueta vaquera en el banco, sin contarle nada. Joakim ni siquiera sabía que la guardaba.
Su mujer había tenido secretos para él.
Joakim telefoneó a su madre y se enteró de que esta había enviado la prenda a Åludden. Antes de eso, supuso que Ingrid había colocado la ropa de Ethel en una caja y la había guardado en el desván.
–La cogí y la envolví en un papel marrón –explicó Ingrid–. Luego se la envié por correo a Katrine… Fue en agosto.
–¿Por qué? –preguntó Joakim.
–Bueno, ella me la pidió. Katrine me llamó el verano pasado y me pidió que le dejara la chaqueta. Quería comprobar una cosa, dijo, y entonces se la mandé. –Ingrid hizo una pausa–. ¿No te lo contó?
–No.
–¿No hablabais?
Joakim guardó silencio. Deseaba responder que claro que hablaban, que confiaban plenamente el uno en el otro, pero entonces recordó la extraña mirada que ella le había dirigido la noche en que se enteraron de la muerte de Ethel.
Katrine había abrazado a Livia y había mirado a Joakim con ojos brillantes, como si hubiera sucedido algo maravilloso.
Cuando oscureció, Joakim empezó a preparar la cena. Cocinar el menú navideño el 23 de diciembre era un poco pronto, pero deseaba empezar las celebraciones lo antes posible.
Había sucedido algo parecido el año anterior. Su hermana se había ahogado a principios de diciembre, y no pronunciaron su nombre durante las fiestas; en cambio, Katrine y él compraron más regalos y más comida que de costumbre. Llenaron la casa de Äppelvillan de luz y adornos.
Sin embargo, Ethel estuvo más que presente. Joakim pensó en ella cada vez que Katrine alzaba la copa de sidra sin alcohol y brindaba con él.
Parpadeó para alejar las lágrimas, continuó hojeando las recetas de
La buena cocina navideña
y se esmeró al máximo, mientras las sombras crecían al otro lado de la ventana.
Cocinó salchichas y albóndigas. Cortó el queso en rodajas y la coliflor en tiras y calentó las costillas. Horneó el jamón cocido, peló patatas y pasó un pincel con agua y sirope sobre el pan de mosto de cerveza recién cocido. Preparó anguilas, arenques y salmón, y la comida de los niños: pollo asado y patatas fritas.
Colocó un plato tras otro sobre la mesa de la cocina, y le dio a Rasputín un cuenco de atún fresco.
A las cuatro y media llamó a Livia y a Gabriel.
–¡A comer!
Llegaron y se se quedaron de pie junto a la mesa.
–Cuánta comida –exclamó Gabriel.
–A esto se lo llama mesa de Navidad –le explicó Joakim–. Cada uno coge un plato y se lo llena con un poco de cada cosa.
Livia y Gabriel hicieron como él decía, hasta cierto punto. Cogieron pollo, patas fritas y salsa, pero no tocaron el pescado ni la coliflor.
Joakim abrió la marcha hacia el salón y los tres se sentaron a la gran mesa, bajo la lámpara de araña. Sirvió sidra y les deseó a sus hijos un buen comienzo de Navidad. Esperó que le preguntaran por qué había puesto un cuarto plato en la mesa, pero no dijeron nada.
No lo hizo porque realmente creyera que Katrine iba a regresar, pero por lo menos podía mirar su plato vacío y fantasear que estaba allí sentada.
Así debería haber sido.
De la misma manera que su madre ponía un plato más cada Navidad. Aunque Ethel nunca apareció.
–Papá, ¿puedo irme ahora? –preguntó Livia tras diez minutos.
–No –respondió Joakim enseguida.
Vio que el plato de su hija estaba vacío.
–Pero ya he terminado.
–Quédate un rato más.
–Es que quiero ver la tele.
–Yo también –dijo Gabriel, al que aún le quedaba mucha comida.
–En la tele hay un programa de caballos –explicó Livia, como si ese fuera un argumento definitivo.
–Quédate aquí –ordenó Joakim, con una voz más dura de lo que había deseado–. Esto es importante. Estamos celebrando la Navidad juntos.
–Eres tonto –replicó la niña, y lo miró airada.
Joakim suspiró.
–Estamos celebrando juntos la Navidad –repitió sin convicción.
Los niños guardaron silencio después de eso, pero por lo menos permanecieron sentados. Finalmente, Livia se levantó y se encaminó hacia la cocina con el plato, seguida de Gabriel. Ambos regresaron con una porción de albóndigas.
–Está nevando muchísimo, papá –anunció ella.
Joakim miró por la ventana del salón y vio revolotear gruesos copos.
–Bien. Entonces podremos ir en trineo.
El malhumor de Livia desapareció tan deprisa como había empezado, y enseguida Gabriel y ella se pusieron a charlar sobre los regalos de Navidad que había bajo el abeto. No parecía que prestaran atención a la cuarta silla de la mesa, mientras que Joakim no dejaba de mirarla de reojo.
¿Qué esperaba? ¿Qué la puerta de la casa se abriera y Katrine entrara en el salón?
El viejo reloj de pared dio una sola campanada: ya eran las cinco y media y casi había oscurecido del todo.
Cuando Joakim se metió la última albóndiga en la boca y miró a Gabriel vio que su hijo se estaba durmiendo. El niño había comido el doble de lo habitual, y ahora estaba sentado inmóvil y miraba su plato vacío con los párpados entornados.
–Gabriel, ¿quieres dormir un rato? –preguntó–. Así podrás estar despierto hasta más tarde por la noche.
Al principio el niño solo asintió, pero luego dijo:
–Entonces jugaremos. Tú y yo. Y Livia.
–Eso es.
De pronto, Joakim comprendió que el pequeño seguramente había olvidado a Katrine. ¿Qué recordaba él mismo de cuando tenía tres años? Nada.
Apagó las velas, recogió la mesa y guardó la comida en la nevera. Luego preparó la cama de Gabriel y lo acostó.
Livia no quería irse a la cama tan temprano. Quería ver los caballos, así que Joakim le llevó el pequeño televisor al cuarto.
–¿Estás bien? –dijo–. Había pensado salir un rato.
–¿Adónde? –preguntó la niña–. ¿No quieres ver cómo montan los caballos?
Él negó con la cabeza.
–Ahora vuelvo.
Recogió el regalo de Navidad de Katrine de debajo del abeto, se lo llevó al recibidor junto con una linterna, y se puso un grueso jersey y un par de botas.
Estaba preparado.
Se detuvo frente al espejo de pared y se miró. En la penumbra del pasillo apenas se veía, y le pareció que podía distinguir los contornos de la habitación a través de su propio cuerpo.
Joakim se sentía como un fantasma, un espíritu más de la casa. Vio el blanco papel de pared alrededor del espejo y el viejo sombrero de paja, colgado como una especie de símbolo de la vida campestre.
De pronto, todo carecía de sentido. En realidad, ¿por qué Katrine y él se habían pasado año tras año reformando y decorando? Las casas habían sido cada vez mayores, tan pronto como finalizaban un proyecto empezaban el siguiente, siempre esforzándose por borrar los rastros de quienes les habían precedido. ¿Por qué?
Un apagado maullido interrumpió sus pensamientos. Joakim giró la cabeza y vio un pequeño ser de cuatro patas acurrucado sobre la estera.
–¿Quieres salir, Rasputín?
Se encaminó hacia el porche acristalado, pero el gato no lo siguió. Apenas lo miró y luego entró sigilosamente en la cocina.
El viento soplaba en el patio y hacía vibrar los pequeños cristales de la vidriera del porche.
Joakim abrió la puerta y sintió cómo la corriente de aire tiraba de ella. El viento llegaba en rachas y parecía arreciar, transformando los copos de nieve en punzantes granos que revoloteaban por el patio.
Bajó la escalera con cuidado y miró con los ojos entornados a través de la nieve.
El cielo estaba más oscuro que nunca, como si el sol hubiera desaparecido para siempre del mar Báltico. Sobre el agua, las nubes proyectaban un amenazante juego de sombras grises y negras: enormes nubes cargadas de nieve habían comenzado a llegar del nordeste y se acercaban por la costa.
Se aproximaba una tormenta.
Joakim salió al camino de piedra entre los edificios, en medio del viento y la nieve. Recordó la advertencia de Gerlof: uno podía perderse si salía en medio de la nevasca; pero de momento solo una delgada capa de nieve cubría el suelo y un corto paseo hasta el establo no parecía entrañar ningún peligro.
Se acercó a la ancha puerta y la abrió.
Nada se movió en el interior.
Captó un brillo con el rabillo del ojo que lo hizo detenerse y volver la cabeza. Era la luz de los faros. El establo ocultaba la torre norte, pero la luz roja de la sur titilaba.
Joakim se adentró en el suelo de piedra; el viento se pegó a su espalda, como si quisiera acompañarlo, antes de cerrar la puerta de golpe.
Tras unos segundos, accionó el interruptor.
Las bombillas colgaban como débiles soles amarillentos sobre la oscuridad y no conseguían ahuyentar las sombras de las paredes.
A través del tejado llegaba el ulular del viento, pero el entramado de vigas no se movía un ápice. Aquel edificio había aguantado innumerables tormentas.
En el altillo estaba la pared con el nombre de Katrine y del resto de muertos, pero esa tarde Joakim no subió la escalera, sino que se encaminó hacia los pesebres ante los que los animales habían pasado el invierno.
El suelo de piedra de la caballeriza del fondo seguía libre de heno y polvo.
Se arrodilló junto a la pared y se tumbó boca abajo. Luego reptó a través de la pequeña abertura bajo los tablones, con la linterna en una mano y el regalo de Navidad de Katrine en la otra.
En cuanto dejó atrás la falsa pared, se puso de pie y encendió la linterna. Esta brilló débilmente; necesitaba pilas nuevas, aunque por lo menos le permitía ver la escalera que ascendía a la oscuridad.
Joakim aguzó el oído, pero el establo seguía en silencio.
Podía quedarse allí de pie o empezar a subir. Dudó. Durante un instante, reflexionó sobre el hecho de que se acercaba una tormenta y Livia y Gabriel estaban solos en casa.
Luego alzó la bota derecha y la colocó en el primer peldaño de la escalera.
Tenía la boca seca y su corazón latía con fuerza, pero se sentía más esperanzado que asustado. Peldaño a peldaño, se fue acercando cada vez más al negro hueco del techo. Aquel era el único lugar en que deseaba encontrarse en esos momentos.
Katrine estaba cerca, lo presentía.
Invierno de 1962
Markus regresó a la isla y deseaba verme, pero no en Åludden. Tuve que ir hasta Borgholm; quedamos en encontrarnos en una pastelería
.
Torun, que a esas alturas apenas notaba la diferencia entre el día y la noche, me pidió que comprara patatas y un poco de harina. Harina y raíces comestibles, de eso vivíamos
.
Fue un último encuentro en una ciudad gris que aún esperaba la llegada del invierno, a pesar de que estábamos a principios de diciembre
.
MIRJA RAMBE
Fuera estamos bajo cero, pero no hay nieve en Borgholm. Llevo puesto mi viejo abrigo de invierno y me siento como la paleta que soy mientras camino por las rectas calles de la ciudad.
Markus ha regresado a la isla para visitar a sus padres en Borgholm y para verme a mí. Le han dado permiso en el regimiento de Eksjö y viste un uniforme gris con elegantes rayas.
La pastelería donde nos hemos citado está llena de señoras decentes que me contemplan con ojo crítico al entrar: las pastelerías de las pequeñas ciudades suecas no son lugares para jóvenes; aún no.
–Hola, Mirja.
Markus se levanta cortésmente cuando me acerco a la mesa.
–Hola –respondo yo.
Me da un frío abrazo y notó que ha empezado a usar loción de afeitar.
Hace meses que no nos vemos y al principio el ambiente es tenso, pero poco a poco nos ponemos a hablar. Yo no tengo mucho que contar de Åludden: allí no ha ocurrido nada desde que él se fue. Pero le pregunto sobre la vida de soldado y si vive en una tienda de campaña parecida a la que levantamos en el altillo, y él dice que así es, pero solo cuando van de instrucción. Me cuenta que su compañía ha estado en Norrland, con treinta grados bajo cero. Para mantener el calor tuvieron que cubrir las tiendas con tanta nieve que parecían iglús.
En la mesa, el silencio se apodera de nosotros.
–Había pensado que podríamos volver a vernos en primavera –digo yo finalmente–. Si quieres, podría mudarme más cerca de ti, a Kalmar o por ahí cerca, y luego, cuando te licencies, podríamos vivir en la misma ciudad…
Son unos planes muy vagos, pero Markus me sonríe.
–En primavera –dice, y roza mi mejilla con la mano. Esboza una amplia sonrisa y prosigue en voz baja–: ¿Quieres ver el piso de mis padres, Mirja? Está a la vuelta de la esquina. Hoy no están en casa, pero aún tengo ahí mi antigua habitación…
Asiento y me levanto de la silla.
Hacemos el amor por primera y última vez en la antigua habitación infantil. La cama es demasiado pequeña, así que ponemos el colchón en el suelo y nos tumbamos en él. El apartamento está en silencio, pero nosotros lo inundamos con el sonido de nuestra respiración. Al principio, me aterra que puedan llegar sus padres, pero al rato me olvido de ellos.
Markus está ansioso, pero sin embargo es cuidadoso. Creo que también es su primera vez, aunque no me atrevo a preguntar.
¿Soy lo suficientemente precavida? En absoluto. No utilizo ninguna protección: lo que está pasando es algo que nunca me hubiera imaginado que sucedería. Y justo por eso es tan maravilloso.
Media hora después, nos separamos en la calle. Es una breve despedida; el frío es cortante; al final nos damos un torpe abrazo a través de las capas de ropa.
Markus se vuelve al apartamento para hacer el equipaje antes de cruzar el estrecho en ferry, y yo me dirijo a la estación de autobuses para regresar al norte.