–Claro –dijo él–. Dígale que puede pasarse por aquí a tomar un café.
Una vez sentados en el coche, Tilda echó un vistazo a la imponente casa. Pensó en todas las habitaciones silenciosas que albergaba. Luego recordó la ropa que colgaba de las paredes del dormitorio.
–No está bien –dijo.
–Claro que no –replicó Holmblad–. Está de luto.
–Me preguntó cómo estarán los niños.
–Los niños pequeños olvidan enseguida –apuntó el comisario.
Giró hacia la carretera de Marnäs por la costa y miró a Tilda.
–Davidsson, en la cocina has hecho una serie de… preguntas inesperadas. ¿Por alguna razón especial?
–No… Era una manera de entablar contacto.
–Bueno, quizá haya funcionado.
–Le podríamos haber preguntado mucho más.
–¿Ah, sí?
–Estoy segura de que nos habría contado más cosas.
–¿Sobre qué?
–No sé –respondió–. Secretos de familia, quizá.
–Todo el mundo tiene secretos –contestó Holmblad–. ¿Suicidio o accidente? Esa es la cuestión… Pero investigarlo no es asunto nuestro.
–Podríamos buscar huellas.
–¿Huellas de que?
–Bueno…, quizá hubiese alguien más.
–Las únicas huellas que había eran las de la accidentada –señaló su jefe–. Además, Westin fue el último en ver a su mujer. Nos lo acaba de decir. Si hubiese que buscar a un asesino, en ese caso tal vez deberíamos empezar por él.
–Había pensado que, si me da tiempo…
–No tendrás tiempo, Davidsson –la interrumpió Holmblad–. La falta de tiempo es una constante para la policía local. Tienes que visitar escuelas, detener a conductores ebrios, terminar con los grafitis, investigar delitos, patrullar las calles de Marnäs y vigilar el tráfico de la carretera nacional. Y, además, enviar informes a Borgholm.
Tilda recapacitó.
–En otras palabras –dijo–, si después de todo eso aún me queda tiempo libre, podría pasarme por las casas de los alrededores de Åludden y buscar testigos de la muerte de Katrine Westin, ¿verdad?
El comisario miró a través del parabrisas sin sonreír.
–Presiento que estoy ante una futura inspectora de policía.
–Gracias –contestó ella–, pero no me interesa hacer carrera.
–Todos decimos eso. –Holmblad suspiró, como si aún pensara en su propia elección profesional–. Haz lo que quieras –dijo finalmente–. Como te dije, puedes organizar tu jornada laboral a tu gusto, pero si encuentras algo, tendrás que dejárselo a los expertos. Es muy importante que informes a Borgholm de todas tus actividades.
–Adoro el papeleo –respondió Tilda.
Invierno de 1900
Katrine, cuando el abismo se abre de pronto, ¿qué hay que hacer? ¿Quedarse ahí parado o saltar
?
A finales de los años cincuenta, mientras viajaba en tren por el norte de Öland, una mujer que se dirigía a Borgholm se sentó a mi lado. Se llamaba Ebba Lind y era hija de un farero. Al enterarse de que yo vivía en Åludden, me contó una historia de la casa. Trataba de lo que había sucedido antes de que ella subiera al desván con un cuchillo y grabara el nombre y las fechas de su hermano en un tablón de la pared: «
PETTER LIND
1885-1900»
.
MIRJA RAMBE
Primer año del nuevo siglo. El día es tranquilo y soleado, último miércoles de enero. Åludden se encuentra totalmente aislada del mundo.
La semana pasada, la tormenta de nieve se cernió sobre Öland y, durante doce horas, cubrió de nieve toda la costa. Ahora, el viento ha amainado, pero fuera hay quince grados bajo cero. La carretera ha desaparecido bajo grandes montañas de nieve, y, durante seis días, las familias de la casa no han recibido correo ni visitas. Los animales del establo aún tienen suficiente forraje, pero las patatas se están acabando y, como siempre, falta leña.
Los hermanos Petter y Ebba Lind han salido a cortar un bloque de hielo que enterrarán en la bodega de la casa para mantener la comida fresca durante la primavera. Tras desayunar, trepan por los blancos taludes. El sol sale e ilumina un interminable mar de hielo cubierto de nieve. A las nueve, dejan atrás el último islote y entran en un centelleante mundo de inmensas extensiones de nieve y rayos de sol.
Ahora caminan sobre las aguas, igual que hizo Jesús. La nieve que cubre el hielo cruje bajo sus botas.
Petter tiene quince años, dos más que Ebba. Va delante, pero de vez en cuando se detiene y se vuelve.
–¿Estás bien? –pregunta.
–Bien –responde Ebba.
–¿Vas bien abrigada?
Ella asiente, con apenas aliento para hablar.
–¿Crees que veremos el sur de Gotland desde allí? –pregunta.
Petter niega con la cabeza.
–Es demasiado llana y está demasiado lejos.
Al fin, tras media hora más de camino, vislumbran el mar abierto más allá del límite del hielo. Las crestas de las olas relucen al sol, pero el agua está negra como el carbón.
Hay muchas aves. Una bandada de patos colilargos se ha reunido en el mar, y un pareja de cisnes nada cerca del hielo. Un águila marina vuela en círculos sobre el límite entre el hielo y el agua. Ebba cree que busca algo, quizá patos colilargos, pero de repente el águila se lanza en picado y, a continuación, remonta el vuelo con algo delgado y negro entre las garras. Entonces la niña le grita a Petter:
–¡Mira! ¡Allí!
Anguilas. Sobre el hielo hay cientos de serpenteantes y relucientes anguilas. Han salido del mar y no pueden regresar a él. Petter se apresura hacia donde están y deja la sierra de hielo en la nieve.
–Atrapemos unas cuantas –grita, mientras se agacha y abre su mochila.
Las anguilas serpentean alejándose de él, intentan escapar reptando, pero él las persigue y consigue atrapar una. Después coge más, media docena. Su morral cobra vida y empieza a agitarse cuando las anguilas se revuelven intentando encontrar una salida.
Ebba se aleja hacia el norte y coge sus propias anguilas. Las sujeta por la cola aplanada para evitar los afilados dientes, aunque son escurridizas y difíciles de atrapar. Pero tienen mucha carne; cada anguila hembra pesa varios kilos.
Mete dos en el morral y persigue a una tercera, que al fin atrapa.
El aire se ha vuelto más frío. Levanta la vista y ve que los cirros se han desplazado hacia el oeste del horizonte y forman un velo delante del sol. Los siguen nubes de lluvia más bajas y oscuras y de nuevo sopla el viento.
Ebba no se ha dado cuenta de la fuerza que tiene el viento, pero ahora oye el rumor de las olas levantadas por él.
–¡Petter! –grita–. ¡Petter, tenemos que regresar!
Su hermano se encuentra a unos cien metros, entre las anguilas, sobre el hielo, y no parece haberla oído.
Las olas son cada vez más grandes, y comienzan a cubrir el borde blanco, alzando y hundiendo despacio la capa de hielo. Ebba nota cómo se balancea.
Suelta las anguilas que ha atrapado y corre hacia Petter. Pero entonces se oye un sonido horrible. Estallidos que parecen truenos: pero no son las nubes del cielo, sino el hielo bajo sus pies.
Cuando el viento y las olas resquebrajan la capa de hielo se oye un estruendo penetrante.
–¡Petter! –grita de nuevo, más asustada que nunca.
Su hermano ha dejado de atrapar anguilas y se da la vuelta. Pero aún está a cien metros de distancia.
Entonces, Ebba oye justo a su lado un estampido semejante al disparo de un cañón, y ve cómo el hielo se parte. Una negra grieta aparece sobre la superficie blanca, a una decena de metros de la playa.
El agua levanta el hielo, y la grieta se agranda con rapidez.
Instintivamente, se olvida de todo y corre. Cuando se detiene ante la grieta, esta mide ya casi un metro de ancho, y no cesa de aumentar.
Ebba no sabe nadar y le da miedo el agua. Mira la grieta y luego se da la vuelta desesperada.
Petter se dirige hacia ella. Corre mientras sujeta el zurrón con la mano, pero aún se encuentra a más de cincuenta pasos de distancia. Señala hacia tierra.
–¡Salta, Ebba!
Ella toma impulso, y se lanza por encima del agua negra.
Aterriza justo al borde de la placa de hielo, tropieza y rueda por él.
Ahora, su hermano se ha quedado solo sobre el témpano de hielo. Ha alcanzado el borde apenas medio minuto después que Ebba, pero la grieta tiene ya varios metros de ancho. Se detiene y duda, pero esta sigue creciendo.
Los dos permanecen de pie y se miran aterrorizados. Petter mueve la cabeza y señala hacia la playa.
–¡Ve a buscar ayuda, Ebba! ¡Tienen que sacar una barca!
Ella asiente y se da la vuelta. Se apresura.
El hielo sigue rompiéndose a causa de las olas y el viento, las grietas la persiguen. Un par de veces, se abre un nuevo abismo ante ella, pero consigue saltarlo.
Se da la vuelta y ve a Petter por última vez. Está solo sobre un inmenso témpano de hielo, tras un negro canal que crece sin cesar.
Luego tiene que correr de nuevo. El fragor del hielo al romperse resuena a lo largo de toda la costa.
Ebba corre y corre, perseguida por un viento cada vez más fuerte, hasta que por fin divisa la casa entre los faros: su hogar. Pero de momento el gran caserón es tan solo un pequeño cubo granate en la distancia, y ella aún se encuentra muy lejos, sobre el hielo. Reza a Dios por Petter y por ella, y se arrepiente de haberse alejado tanto.
Salta por encima de una nueva grieta, resbala, pero sigue corriendo.
Al fin, llega a los terraplenes junto a la playa. Gatea y se arrastra por encima de ellos, sollozando y sorbiéndose los mocos. Ahora se encuentra a salvo.
Ebba se pone en pie y mira alrededor. El horizonte ha desaparecido tras la neblina. Los témpanos de hielo también. Se han desplazado hacia el este, hacia Finlandia y Rusia.
Continúa sollozando mientras sube la cuesta. Sabe que debe llegar a la casa cuanto antes y conseguir que saquen una barca. Pero ¿por dónde irán a buscar a Petter?
Las fuerzas la abandonan y cae de rodillas sobre la nieve.
Desde lo alto de la colina observa la casa de Åludden. La nieve ha cubierto de blanco el tejado, pero las ventanas siguen viéndose negras como el carbón.
Negras como los agujeros en la capa de hielo, o como ojos airados. Ebba no puede evitar pensar que los ojos de Dios deben de ser así.
Y pasaron los días.
Aunque nunca lo mencionaran, Livia y Gabriel parecían creer que su madre tan solo estaba de viaje y pronto regresaría. Eso no estaba bien, pero al mismo tiempo, el propio Joakim casi había empezado a creer en ello.
Katrine se había ido de vacaciones, y quizá aún podría volver a la finca.
El día siguiente a la visita de los policías estaba en la cocina y miraba por la ventana. En aquella mañana de noviembre, no se veía ninguna ave migratoria; solo unas cuantas gaviotas perdidas volaban en círculos sobre el mar.
Un par de horas antes había llevado a sus hijos a la guardería de Marnäs y después había decidido ir a comprar comida. Entró en la tienda de la plaza, pero se quedó paralizado.
Había tantos productos, tantos anuncios.
Un cartel junto al mostrador de la carne parecía ofrecer «
CARNE MACHACADA, SOLO 79,90 KILO
».
¿Machacada? Tenía que haber leído mal, pero le dio miedo acercarse y descubrir lo que el cartel decía en realidad. Retrocedió despacio y se fue de la tienda.
No tenía fuerzas para comprar comida.
Regresó a la casa. Al entrar lo envolvió un silencio sepulcral; se quitó el abrigo. Después, se quedó junto a la ventana. No tenía otro plan, solo permanecer allí el mayor tiempo posible.
Frente a él, sobre la encimera de madera clara de la cocina. había una lechuga olvidada. ¿La había comprado él o Katrine? No lo recordaba, pero los últimos días, la lechuga había comenzado a ponerse negra dentro del plástico. En la cocina, la descomposición no era buena señal; debería tirarla.
No tenía fuerzas.
Echó un último vistazo a través de la ventana, hacia la masa gris que formaban el mar desierto y el cielo nublado más allá de Åludden, y se le ocurrió un nuevo plan: se acostaría y no se levantaría nunca más.
Entró en el dormitorio y se acostó en la cama de matrimonio, que estaba hecha. Clavó la vista en el techo. Katrine había quitado las feas placas de yeso y había recuperado el techo original; quizá datara del siglo
XIX
.
Resultaba bonito, tenía la sensación de estar tumbado bajo una nube blanca.
En medio del silencio, de repente oyó que alguien llamaba con los nudillos. Sonoros golpes contra el vibrante cristal.
Volvió la cabeza.
¿Malas noticias? Siempre estaba preparado para recibir más malas noticias.
Oyó los golpes de nuevo, ahora más enérgicos.
Procedían de la puerta de la cocina.
Se levantó lentamente de la cama, cruzó la cocina y salió al recibidor.
A través del cristal, vio a dos personas vestidas de negro fuera, en la escalera.
Se trataba de una pareja de la edad de Katrine y él. El hombre llevaba traje, la mujer una capa azul oscuro y falda. Ambos le sonrieron afablemente cuando les abrió la puerta.
–Hola –saludó ella–. Somos Filip y Marianne. ¿Podemos pasar?
Joakim asintió y abrió la puerta de par en par. ¿Venían de la funeraria de Marnäs? No los reconoció, pero durante las últimas semanas lo habían llamado varias personas de la funeraria. Todas habían sido muy consideradas.
–Vaya, qué bonito es esto –comentó la mujer al entrar en la cocina.
El hombre echó también un vistazo, asintió y se dio la vuelta hacia Joakim.
–Este mes estamos de viaje por la isla –dijo–, y hemos visto que había alguien en la casa.
–Vivimos aquí todo el año… Mi mujer, mis dos hijos y yo –contestó él–. ¿Desean tomar un café?
–Gracias, pero no tomamos cafeína –respondió Filip, y se sentó a la mesa de la cocina.
–¿Cómo se llama, si me permite la pregunta? –inquirió Marianne.
–Joakim.
–Joakim, deseamos darle una cosa. Es importante.
La mujer sacó algo del bolso y lo dejó sobre la mesa, delante de él. Se trataba de un folleto.
–Échele un vistazo. ¿Verdad que es bonito?
Joakim miró el delgado folleto. Un dibujo en la parte delantera representaba una pradera florida bajo un cielo azul. En la pradera, estaban sentados un hombre y una mujer vestidos de blanco. Él pasaba el brazo sobre una oveja que estaba echada sobre la hierba mientras que la mujer sujetaba un gran león. Se sonreían el uno al otro.