–Vaya. Pues no son más viejas que yo. ¿Tienen pelos?
–No muchos.
–Menos mal –contestó Joakim–. No es muy bonito tener pelos en la nariz y las orejas…, en la boca tampoco.
Livia quería quedarse un rato más frente al espejo, haciendo muecas, pero él la sacó del cuarto de baño tirando con cuidado de ella. La acostó, le leyó dos veces la historia de un niño al que la cabeza se le queda metida en la sopera y luego apagó la luz de la mesilla. Al salir de la habitación, oyó cómo la niña se arrebujaba bajo la manta y hundía la cabeza en la almohada.
El jersey de lana de Katrine aún seguía a su lado, en la cama.
Joakim fue a la cocina, se tomó un par de sándwiches y puso el lavaplatos. A continuación, apagó todas las luces.
Anduvo a tientas en la oscuridad hasta su dormitorio y encendió la lámpara del techo.
La vacía y fría cama de matrimonio seguía allí, y la ropa colgando de las paredes. La ropa de Katrine, que ya había perdido todo su olor. Pensó que debería descolgarla, pero esa noche no.
Apagó la luz, se metió en la cama y yació inmóvil, a oscuras.
–¿Mamá?
La voz de Livia hizo que Joakim alzara la cabeza, completamente despierto.
Aguzó el oído. El lavaplatos había acabado en la cocina y el visor del radiodespertador marcaba las 23.52. Había dormido algo más de una hora.
–¿Mamá?
Se oyó de nuevo, y Joakim se levantó de la cama. Se dirigió a la habitación de Livia. Se detuvo en el umbral hasta que la oyó de nuevo.
–¿Mamá?
Entró en el cuarto y se acercó a la cama. Livia estaba tumbada y tapada con la manta, con los ojos cerrados, pero a la luz de la lámpara del pasillo Joakim vio cómo agitaba la cabeza sobre la almohada. Tenía el jersey de lana de Katrine enrollado en la mano. Se acercó con cuidado y se lo desenrolló.
–Mamá no está aquí –dijo en voz baja, y dobló el jersey.
Se hizo el silencio durante unos segundos.
–Sí está.
–Livia, duérmete.
Entonces abrió los ojos y lo reconoció.
–No puedo dormir, papá –dijo.
–Claro que sí.
–No –insistió ella–. Tienes que dormir aquí.
Joakim suspiró, pero ahora Livia estaba completamente despierta y no había nada que hacer. Esa siempre había sido labor de Katrine.
Se tumbó en el borde de la cama con cuidado. Era demasiado corta, no conseguiría dormirse.
Tardó un par de minutos en conciliar el sueño.
Había alguien fuera de la casa.
Joakim abrió los ojos en la oscuridad. No oyó nada, pero sentía que tenían visitas.
Estaba otra vez completamente desvelado.
¿Qué hora era? No tenía ni idea. Podía llevar horas durmiendo.
Levantó la cabeza de la cama de Livia y escuchó. La casa estaba en silencio y tranquila. No se oía más que el ligero tictac de un reloj y la respiración apenas audible a su lado, en la oscuridad.
Se levantó en silencio y, con cuidado, empezó a alejarse. Pero tras dar apenas tres pasos, oyó la voz clara a su espalda:
–Papá, no te vayas.
Se detuvo y se dio la vuelta.
–¿Por qué no?
–No te vayas.
Livia yacía intranquila, vuelta hacia la pared. Pero ¿estaba despierta?
Joakim no podía verle la cara, solo el cabello rubio. Volvió a la cama y se sentó a su lado con cuidado.
–Livia, ¿duermes? –preguntó en voz baja.
La respuesta llegó tras unos segundos.
–No.
Parecía despierta, aunque relajada.
–¿Duermes?
–No…, veo cosas.
–¿Dónde?
–En la pared.
Hablaba con voz monótona y su respiración era regular y tranquila. Joakim se inclinó aún más sobre su cabeza.
–¿Qué ves? –preguntó.
–Luz, agua…, sombras.
–¿Y qué más?
–Hay luz.
–¿Ves a otras personas?
Guardó silencio de nuevo antes de responder:
–A mamá.
Él se quedó de piedra. Contuvo la respiración, de pronto asustado de que pudiera ser cierto: que Livia viese cosas dormida a través de la pared. «No preguntes más –pensó–. Vete a la cama.»
Pero tenía que seguir.
–¿Dónde está mamá? –preguntó.
–Detrás de la luz.
–¿Ves…?
Livia lo interrumpió y habló con mayor intensidad.
–Todos están esperando. Y mamá está entre ellos.
–¿Quiénes? ¿Quiénes esperan?
No respondió.
Livia ya había hablado antes en sueños, pero nunca con tanta claridad. Joakim sospechó que estaba despierta, que solo jugaba con él. Aun así, no pudo dejar de preguntar:
–¿Cómo está mamá?
–Nos echa de menos.
–¿Nos echa de menos?
–Quiere entrar.
–Dile que… –Joakim tragó saliva, sintiéndose la boca seca–. Dile que puede entrar cuando quiera.
–No puede.
–¿No puede encontrarnos?
–En casa, no.
–¿Puedes hablar con ella?
Silencio. Joakim prosiguió lenta y claramente:
–¿Le puedes preguntar a mamá… qué hacía junto al mar?
Su hija yacía intranquila en la cama. Joakim no recibió respuesta, pero no quería claudicar.
–¿Livia? ¿Puedes hablar con mamá?
–Quiere entrar.
Joakim enderezó la espalda en la oscuridad y no preguntó nada más. Resultaba descorazonador.
–Procura…
–Quiere hablar –lo interrumpió la niña.
–¿Eso quiere? –preguntó él–. ¿Sobre qué? ¿Qué quiere decir mamá?
Pero Livia no añadió nada más.
Joakim tampoco; se levantó despacio de la cama. Las articulaciones de sus rodillas crujieron: llevaba demasiado tiempo sentado en la misma postura con la espalda rígida.
Se acercó en silencio al estor y lo apartó un poco. Miró por la ventana hacia la parte trasera de la casa. Vio su imagen transparente reflejada en la ventana, como un personaje neblinoso, pero poco más.
No había luna, ni estrellas. Las nubes cubrían el cielo y la hierba de la pradera se agitaba débilmente mecida por el viento, pero no se movía nada más.
¿Había alguien allí fuera? Joakim soltó el estor. Salir a ver si había alguien significaba dejar a Livia y a Gabriel solos, y no quería hacerlo. Se quedó de pie junto a la ventana del dormitorio, indeciso, antes de volver la cabeza.
–¿Livia?
No hubo respuesta. Dio un paso hacia ella, y vio que ahora dormía profundamente.
Deseaba seguir preguntando. Quizá incluso despertarla y averiguar si recordaba algo de lo que había visto en sueños, pero presionarla no sería bueno.
Arropó sus pequeños hombros con el floreado edredón.
Regresó en silencio a su cama. Al meterse en ella, sintió el edredón como una especie de protección contra la oscuridad.
Se mantuvo en tensión, acechante a cualquier sonido en el pasillo o en el cuarto de Livia. La casa estaba en silencio, pero Joakim pensaba en Katrine. Tardó varias horas en dormirse.
Un viernes por la tarde a finales de noviembre.
La gran casa parroquial de Hagelby tenía casi doscientos años y se encontraba al final de un camino forestal, a medio kilómetro del pueblo. El edificio ya no pertenecía a la Iglesia sueca; Henrik sabía que había sido adquirida por una pareja de médicos jubilados procedentes de Emmaboda.
Henrik y los hermanos Serelius aparcaron la furgoneta en una arboleda junto a la carretera nacional. Cogieron sus mochilas y algunas herramientas y dejaron el resto en el vehículo, junto a un amplio espacio para colocar el botín. Antes de adentrarse en el bosque, al pasar el muro de piedra de la iglesia y el cementerio, cada uno se introdujo en la boca una dosis de cristal, que tragaron con cerveza.
Henrik había bebido demasiada cerveza; esa noche tenía los nervios de punta. Era culpa de aquel jodido tablero: la güija de los hermanos Serelius.
A las once habían realizado una rápida sesión en la cocina de Henrik. Él apagó la luz cenital y Freddy encendió unas velas.
Tommy posó el índice en el vaso.
–¿Hay alguien ahí?
El vaso comenzó a moverse en el acto. Fue a parar a la palabra
SÍ
. Tommy se inclinó hacia delante.
–¿Aleister?
El vaso siguió deslizándose hacia la letra A, después la L…
–Está aquí –dijo Tommy en voz baja.
Pero el vaso continuó hasta la G, luego a la O y a la T. A continuación se detuvo.
–¿Algot? –preguntó Tommy–. ¿Quién diablos es ese?
Henrik se quedó de piedra. El vaso se desplazó de nuevo sobre el tablero, y él alcanzó rápidamente un papel y comenzó a anotar las letras que señalaba.
«ALGOT ALGOT NO BUENO HENRIK SOLO NO BUENO VIVIR NO BUENO NO HENRIK NO
.»
Dejó de escribir.
–No puedo más –dijo, y apartó el papel.
Tomó aliento y se levantó, encendió la luz y resopló.
Tommy apartó el dedo del vaso y lo observó.
–De acuerdo, tranquilízate –dijo–. El tablero es solo una ayuda… Venga, vámonos.
Eran las doce y media cuando por fin llegaron a la casa parroquial. El cielo estaba nublado y el edificio a oscuras.
Henrik aún pensaba en el mensaje del tablero. ¿Algot? Su abuelo se llamaba Algot.
–¿Habrá alguien en la casa? –susurró Tommy entre las sombras de unos abedules, en la parte inferior del jardín.
Al igual que Freddy y Henrik, se había puesto el pasamontañas.
Henrik se estremeció. Tenía que espabilarse, concentrarse en el trabajo.
–Seguro que sí –dijo–. Pero estarán durmiendo en el piso de arriba. Allí, donde las ventanas están abiertas.
Señaló hacia una de las habitaciones esquineras.
–Bien, entonces manos a la obra –dijo Tommy–. Hubba bubba.
Fue el primero en adentrarse en el sendero y subir la escalera del porche. Luego se inclinó y estudió la cerradura con detenimiento.
–Parece muy sólida –le susurró a Henrik–. ¿Y si entramos por una ventana?
Él negó con la cabeza.
–Estamos en el campo –respondió entre susurros–. Y en una casa de jubilados… Mira.
Alargó la mano, cogió el pomo en silencio y abrió la puerta. No estaba cerrada con llave.
Tommy no dijo nada, apenas asintió, y fue el primero en cruzar el umbral. Henrik fue a seguirlo y, al darse la vuelta, vio a Freddy justo detrás.
Algo no iba bien: tres hombres dentro de la casa eran demasiados. Le indicó a Freddy que se quedara fuera, de guardia, pero este negó con la cabeza. A continuación, traspasó el umbral.
Tommy abrió la siguiente puerta, y desapareció en el interior. Henrik lo siguió.
Se encontraron en un amplio recibidor a oscuras. Allí dentro hacía calor; los jubilados eran una raza de frioleros, pensó Henrik, y siempre ponían la caldera al máximo.
El suelo estaba cubierto por una alfombra persa granate que silenciaba sus pasos y un enorme espejo con marco dorado colgaba de una de las paredes.
Henrik se detuvo. Una abultada cartera reposaba sobre la mesa de mármol, debajo del espejo. Alargó la mano con rapidez y se la guardó en el bolsillo del anorak.
Al levantar la vista, se vio reflejado de medio cuerpo; una figura encogida, con ropa tan oscura como el pasamontañas que le cubría la cabeza, y con una mochila a la espalda.
«Ladrón», pensó. Oyó la voz de su abuelo Algot en su cabeza. Era culpa del pasamontañas: cualquiera pareciera más peligroso con él.
En el recibidor había tres puertas, dos de ellas estaban entornadas. Tommy se detuvo delante de la del medio. Escuchó, negó con la cabeza y decidió abrir la de la derecha.
Henrik lo siguió. Oyó la respiración y los pesadas pasos de Freddy tras él.
La puerta daba a un salón: una estancia con varias mesitas de madera repletas de baratijas. Parecían objetos de poco valor, pero sobre una de ellas había un gran jarrón de cristal de Småland. Henrik lo metió en la mochila.
–¿Henke?
Tommy lo llamó en susurros desde el otro extremo del salón. Henrik vio que había abierto una cómoda, sacado los cajones y hecho un gran descubrimiento: hileras de cubiertos de plata y una docena de servilleteros de oro. Collares y broches, incluso varios fajos de billetes de cien, así como billetes extranjeros.
Un tesoro escondido.
Vaciaron la cómoda entre los dos sin decir nada. La cubertería tintineó débilmente, y Henrik cogió unas cuantas servilletas para amortiguar el ruido.
Las mochilas ya estaban repletas, y pesaban.
¿Algo más que pudiera cambiar de dueño?
Las paredes estaban cubiertas de cuadros, aunque eran demasiado grandes. Henrik vio un objeto alto y delgado ante una ventana. Se acercó.
Era una vieja lámpara de cristal y madera lacada, de unos treinta centímetros de alto y quince de ancho. Interesante. Si ningún perista la quería, quedaría bien en su apartamento. Enrolló un mantel alrededor de la lámpara y la metió en la mochila.
Ya tenían de sobra.
Al regresar al recibidor, no vio a Freddy. ¿Habría entrado en la casa?
Una puerta se entreabrió –era la de la cocina, y Henrik estaba tan seguro de que se trataba de Freddy que ni siquiera volvió la cabeza–, cuando de repente notó que Tommy contenía la respiración.
Henrik se volvió y vio un duende de pelo cano de pie en el umbral.
El hombre llevaba un pijama marrón y unas gruesas gafas.
«Joder. Nos han vuelto a pillar.»
–¿Qué hacéis?
Un pregunta estúpida que no obtuvo respuesta. Pero Henrik vio a Tommy inmóvil a su lado, como un robot preparado para atacar.
–Voy a llamar a la policía –dijo el propietario.
–
Shut up
!
Tommy se puso manos a la obra. Le sacaba una cabeza al hombre y lo empujó al interior de la cocina.
–
No moves
! –gritó Tommy, dándole una patada.
El viejo perdió las gafas al tropezar en el umbral de la puerta y se cayó al suelo. Solo acertó a emitir un prolongado bufido.
Tommy lo siguió, armado con un objeto afilado. Un cuchillo o un destornillador.
–¡Ya vale!
Henrik se apresuró a frenar a Tommy, pero tropezó con una jarapa y pisó al anciano con la bota, en toda la mano. Se oyó un crujido.
–¡Venga, vámonos! –gritó alguien, quizá él mismo.
–¡Habla en inglés! –le espetó Tommy.
Mientras retrocedía, Henrik tropezó con la mesa de mármol del recibidor. El gran espejo cayó al suelo en una sucesión de choques. Diablos. Todo parecía tan borroso, intenso y espontáneo como en una pista de baile. La situación estaba fuera de control. ¿Y adónde diablos había ido Freddy?