–¿Eran fareros? –preguntó Joakim.
–En aquel tiempo ya no había fareros –contestó Mirja lacónica–. Los que vivían aquí eran unos vagos.
Se sacudió como si quisiera cambiar de tema, y preguntó:
–¿Dónde están mis nietos?
–Livia y Gabriel están en el colegio. En Marnäs.
–¿Ya?
–Sí, van a una guardería. Livia hace actividades preescolares.
Mirja asintió, aunque no sonrió.
–Nombres nuevos… –comentó–, pero el mismo criadero de perros.
–La guardería no es un criadero –dijo Joakim–. A ellos les gusta ir.
–Sí, claro –respondió ella–. En mi época, se llamaba parvulario. La misma mierda…, día tras día.
De pronto se dio la vuelta.
–Hablando de animales…
Salió al jardín.
Joakim permaneció en la cocina y se preguntó cuánto tiempo pensaría quedarse Mirja en la casa. Esta parecía mucho más pequeña desde que su suegra estaba allí, como si le faltara aire.
Oyó cerrarse la puerta del coche y luego la vio regresar a la cocina, llevando bolsas en ambas manos. Levantó una de ellas, en la que había una caja gris con asa.
–Me salió gratis, me la regaló un vecino –explicó–. Los accesorios tuve que comprarlos yo.
Joakim vio que la caja era una jaula para gatos, y que no estaba vacía.
–Será una broma –dijo.
Mirja negó con la cabeza y abrió la jaula. Un gato adulto gris con manchas estriadas negras salió y se estiró sobre el suelo de madera. Contempló a Joakim con desconfianza.
–Este es Rasputín –añadió ella–. Aquí vivirá como un monje ruso, ¿no es así?
Abrió una gran bolsa y empezó a sacar un montón de latas de comida, un comedero y una bandeja sanitaria con arena para gatos.
–No podemos tenerlo aquí –dijo Joakim.
–Claro que podéis –replicó su suegra–. Os dará vida.
Rasputín se frotó contra la pierna de Joakim y luego se fue al recibidor. Cuando Mirja abrió la puerta de la calle, el animal aprovechó para salir de la casa.
–Ahora irá a cazar ratones –anunció ella.
–No he visto un solo ratón por aquí –replicó Joakim.
–Eso es porque son más listos que tú. –Cogió una manzana del cuenco que había sobre la mesa y prosiguió–: ¿Cuándo vendréis a visitarme a Kalmar?
–No sabía que estuviéramos invitados.
–Por supuesto que lo estáis. –Mordió la manzana–. Venid cuando queráis.
–Por lo que sé, nunca invitaste a Katrine –dijo Joakim.
–Katrine nunca hubiera venido –contestó Mirja–. Pero nos llamábamos de vez en cuando.
–Una vez al año –la corrigió él–. Ella te llamaba en Navidad, pero siempre cerraba la puerta mientras hablabais.
La mujer negó con la cabeza.
–Hablé con Katrine hace apenas un mes.
–¿Sobre qué?
–Nada en particular…, sobre mi última exposición en Kalmar. Y sobre mi nuevo novio, Ulf.
–En otras palabras, hablasteis de ti.
–También de ella.
–¿Qué dijo?
–Que se sentía sola aquí –replicó–. Dijo que no echaba de menos Estocolmo…, pero que a ti sí te echaba de menos.
–No tuve más remedio que seguir trabajando un tiempo –replicó él.
En realidad, podría haber dejado antes su empleo como profesor. Podría haber hecho muchas cosas de manera distinta, pero eso era algo que no deseaba discutir con Mirja.
Esta continuó andando hacia el interior de la casa, pero se detuvo frente al cuadro de Rambe, colgado junto al dormitorio de Joakim.
–Se lo regalé a Katrine cuando cumplió veinte años –explicó–. Un recuerdo de su abuela.
–Le gustaba mucho.
–No debería estar colgado aquí –dijo Mirja–. Lo último que se vendió de Torun salió a subasta por trescientas mil coronas.
–¿En serio? Bueno, nadie sabe que lo tenemos.
Mirja miró el cuadro con intensidad, y siguió con la vista las oscuras pinceladas grises del óleo.
–No hay ni una sola línea horizontal, por eso resulta difícil mirarlo –comentó–. Así pinta alguien que ha estado fuera durante la tormenta de nieve.
–¿Y Torun salió?
–Sí. Fue en el primer invierno que pasamos aquí. Habían anunciado una nevasca, pero él igualmente se fue a la ciénaga. Le gustaba caminar por la isla y sentarse a pintar.
–Ayer estuvimos allí –comentó Joakim–. El lugar es muy bonito.
–No cuando hay tormenta –dijo Mirja–. El caballete de Torun salió volando antes de que ella consiguiera colocarlo, y de repente apenas podía ver a un metro de distancia. El sol desapareció. Había nieve por todas partes.
–Pero se salvó.
–Cuando salía de la ciénaga, sin darse cuenta metió los pies en el agua, pero entonces la tormenta amainó un momento y pudo ver las luces parpadeantes del faro. –Mirja miró el cuadro y continuó en voz baja–: Se salvó in extremis. Dijo que, mientras deambulaba por la ciénaga, vio a los muertos…, aquellos que habían sido sacrificados en la Edad de Hierro. Salían del agua y se estiraban detrás de ella.
Joakim escuchaba tenso. Empezó a comprender de dónde procedía el ambiente de los cuadros de Torun.
–Después de eso, empezó a tener problemas con la vista –siguió diciendo Mirja–. Al final acabó ciega.
–¿A causa de la tormenta de nieve?
–Quizá… Durante varios días no pudo abrir los párpados. La tormenta levantaba arena de los campos que se mezclaba con la nieve. Era como si te clavaran agujas en los ojos.
Mirja retrocedió un paso.
–A la gente no le gustan los cuadros tan oscuros –dijo–. Aquí en Öland solo quieren altos cielos, mares azules y extensos campos de flores amarillas. Pinturas luminosas con marcos blancos.
–Como los tuyos –señaló Joakim.
–En efecto. –Mirja asintió con energía, y no parecía irritada en absoluto–. Soleados cuadros de estío para veraneantes. –Miró alrededor–. Pero no creo que haya cuadros de Mirja Rambe por aquí, ¿verdad?
–No. Katrine guarda unas postales en alguna parte.
–Eso está bien. Las postales también proporcionan ingresos.
Joakim deseaba abandonar la zona de los dormitorios: los consideraba demasiado íntimos. Se dirigió de nuevo hacia la cocina.
–¿Cuántos cuadros de Torun había en un principio? –preguntó.
–Muchos. Seguro, unos cincuenta.
–Pero ahora solo quedan seis, ¿verdad?
–Seis, sí. –Se puso seria–. Los seis que se salvaron.
–Y la gente dice…
Ella lo interrumpió irritada:
–Ya sé lo que dice la gente…, que su hija los destruyó. Una colección que valdría millones… Dicen que los metí en la estufa una fría noche de invierno y los quemé para que no nos congeláramos.
–Lo que Katrine me contó era distinto –contestó Joakim.
–¿Ah, sí?
–Dijo que envidiabas a tu madre…, y que tiraste los cuadros al mar.
–Katrine nació al año siguiente de eso, así que no pudo verlo. –Suspiró–. He oído muchas habladurías aquí, en la isla: Mirja Rambe es una vieja insoportable…, tiene novios demasiado jóvenes, es una alcohólica… Seguro que Katrine también decía algo así, ¿no?
Joakim negó con la cabeza, aunque recordó cómo su suegra se tambaleaba el día de su boda en Borgholm, y que intentó ligarse a su primo pequeño.
Ahora se hallaban en el porche. Mirja se abrochó la chaqueta de cuero.
–Ven –dijo–. Voy a enseñarte algo.
Joakim la siguió al patio. Vio a Rasputín escaparse sigilosamente por la verja, hacia el mar.
–Esto no ha cambiado nada –comentó ella, y caminó sobre las losas irregulares–. La misma cantidad de hierbajos.
Se detuvo, encendió un cigarrillo y luego miró a través de las ventanas llenas de polvo de la cabaña.
–No hay nadie en casa –dijo.
–El agente inmobiliario la llamaba la casa de invitados –explicó Joakim–. La reformaremos en primavera… Bueno, eso era lo que habíamos planeado.
Desde fuera, la cabaña encalada parecía una simple edificación alargada con cubierta de tejas. En el interior había una leñera, un trastero, un lavadero con manchas de humedad en el suelo, una sauna construida en 1970 y dos habitaciones de invitados con ducha. En el pasado, algunas familias se trasladaban a las habitaciones de invitados cuando la casa principal se volvía demasiado calurosa en verano.
Mirja miró la cabaña y negó con la cabeza.
–Torun y yo vivimos aquí tres años. Entre ratones y ratas de río. Durante el invierno, era como vivir en una nevera.
Le dio la espalda a la pequeña casa.
–Te quería enseñar una cosa…, allí.
Mirja se dirigió hacia el establo y abrió la puerta.
Luego apagó el cigarrillo y encendió la lámpara del techo. Joakim la siguió. Ella señaló el altillo del heno.
–Es ahí arriba –dijo.
Joakim dudó unos instantes, pero después la siguió por la empinada escalera de madera. El lugar estaba igual de descuidado que la última vez que él anduvo por allí.
–Por aquí no se va a ninguna parte –dijo.
–Sí –contestó Mirja.
Pasó decidida entre bolsas, cajas, viejos muebles y piezas de máquinas oxidadas. Encontró estrechos caminos entre la basura y continuó hasta el extremo opuesto. Allí se detuvo y señaló los tablones.
–Mira… Esto lo descubrí hace treinta y cinco años.
Joakim se acercó. A la débil luz de la ventana, vio que alguien había grabado unas letras en las tablas sin pintar de la pared. Hileras de nombres y fechas, a veces con una cruz y una cita de la Biblia.
En una viga justo tocando al techo, vio grabado «
QUERIDA CAROLINA
1868». Debajo, «
NUESTRO AÑORADO JAN PARTIÓ HACIA EL SEÑOR
1883», y un poco más abajo: «
EN RECUERDO DE ARTHUR CARLSSON, AHOGADO
3
DE JUNIO DE
1911
, JUAN
3,16».
Había muchos más nombres en la pared, pero Joakim dejó de leer y volvió la cabeza hacia Mirja.
–¿Qué es esto?
–Son los muertos de la casa –respondió ella. Su voz, antes tan estridente, sonaba ahora mucho más apagada, casi reverencial–. Los familiares grabaron los nombres. Ya estaban aquí cuando yo era joven. Estos en cambio son nuevos.
Señaló un par de nombres cerca del suelo: en un lugar ponía «
CIKI
» con estrechas letras, y «
SLAVKO
» en otro.
–Puede tratarse de refugiados –apuntó Joakim–. Åludden fue un centro de acogida para refugiados hace unos años. –Miró a Mirja–. Pero ¿por qué los han grabado aquí?
–Bueno –dijo su suegra–. ¿Por qué se levantan lápidas?
Él pensó en el bloque de granito que había elegido para Katrine la semana anterior. El cantero había prometido que entregaría la lápida antes de Navidad. Miró a Mirja.
–Para… no olvidar –respondió.
–En efecto –dijo ella.
–¿Hablaste con Katrine de esta pared?
–Sí, este verano. Le interesó mucho…, pero no sé si estuvo aquí arriba.
–Creo que sí –contestó Joakim.
Mirja pasó los dedos por las letras grabadas en la madera.
–Cuando encontré estos nombres, tenía quince años; los leía una y otra vez –dijo–. Y luego empecé a pensar en quiénes serían. ¿Por qué vivieron aquí, en la casa, y por qué murieron? Es difícil dejar de pensar en los muertos, ¿no crees?
Él miró la pared y asintió en silencio.
–Y, además, yo los oía –continuó Mirja.
–¿A quiénes?
–A los muertos. –La mujer se inclinó hacia las tablas–. Si se escucha… se los oye susurrar.
Joakim guardó silencio, pero no oyó nada.
–El verano pasado escribí un libro sobre Åludden –le contó Mirja antes de salir del altillo.
–Vaya –dijo Joakim.
–Se lo di a Katrine cuando se mudó aquí.
–¿Sí? Nunca me dijo nada.
De repente, la mujer se detuvo y pareció buscar algo en el suelo. Apartó una caja de madera rota y miró debajo.
Había dos nombres grabados, muy juntos, y también una fecha: «
MIRJA & MAKUS
1961».
–Mirja –leyó Joakim, y la miró–. Tú grabaste esto?
Ella asintió.
–No queríamos grabar nuestros nombres en la pared, así que lo hicimos en el suelo.
–¿Quién es Markus?
–Era mi chico. Markus Landkvist.
Ya no dijo nada más. Solo suspiró y saltó por encima de ambos nombres, de vuelta a la escalera.
Se separaron en el jardín. Ahora la energía de Mirja casi había desaparecido. Echó un último vistazo a la casa.
–Quizá vuelva por aquí –anunció.
–Hazlo –contestó Joakim.
–Y, como ya te he dicho, puedes venir a Kalmar con los niños. Os puedo invitar a un zumo.
–Bien. Si el gato no se encuentra a gusto, te lo devolveré.
Mirja sonrió burlona.
–Ni se te ocurra.
A continuación, entró en el Mercedes y arrancó.
Una vez que hubo desaparecido por la carretera de la costa, Joakim regresó despacio al patio. Miró el mar; ¿adónde habría ido el gato?
La gran puerta del establo estaba entreabierta, no la habían cerrado del todo.
Joakim se dirigió hacia allí y entró de nuevo. La penumbra y el silencio le conferían un cierto aire de catedral.
Volvió a subir la escalera y continuó hasta la pared opuesta. Una vez allí, leyó todos los nombres, uno por uno.
A continuación, escuchó pegado a la pared, pero no oyó ningún susurro.
Luego cogió un clavo que encontró en el suelo y grabó concienzudamente el nombre «
KATRINE WESTIN»
y la fecha en una de las vigas más bajas.
Cuando hubo acabado, dio un paso atrás para observar toda la pared.
Ahora el recuerdo de su mujer estaba grabado también en la casa. Se sintió bien.
Como era de esperar, a los niños les encantó Rasputín. Gabriel lo acariciaba y Livia le daba leche en un plato. No querían separarse ni un minuto de él, pero aquella tarde estaban invitados, sin gato, a la granja de sus vecinos. Los hijos mayores no estaban allí, pero Andreas, el de siete años, los acompañó a la mesa y luego se fue con Livia y Gabriel a comer un helado a la cocina.
Joakim se quedó en el comedor, sentado con Roger y Maria Carlsson, bebiendo café. El tema de conversación era inevitable: cuidar y reformar casas expuestas a las inclemencias del clima de la costa. Pero él tenía una pregunta pendiente, y al fin la hizo:
–Me gustaría saber si conocen alguna historia sobre Åludden.
–¿Historia?
–Sí, historias de fantasmas u otras leyendas –aclaró Joakim–. Katrine me dijo que el verano pasado os contó que… había fantasmas en la casa.