Era la primera vez que pronunciaba su nombre desde que había llegado: procuraba no hablar demasiado de su mujer fallecida. No quería parecer obsesionado. No estaba obsesionado.
–A mí no me contó nada de fantasmas –dijo Roger.
–Katrine y yo hablamos de eso cuando estuvo aquí tomando café –apuntó Maria–. Solo quería saber si Åludden tenía mala fama. –Miró a su marido–. Cuando éramos pequeños los mayores decían que en la casa había un cuartito secreto con fantasmas. ¿Te acuerdas, Roger?
Su marido negó con la cabeza. Estaba claro que el tema no le interesaba lo más mínimo. Pero Joakim se inclinó hacia delante.
–¿Dónde estaba ese cuarto? ¿Lo sabéis?
–Ni idea –contestó Roger, y tomó un sorbo de café.
–No, yo tampoco lo sé –dijo Maria–. Mi abuelo contaba que los fantasmas se encontraban allí por Navidad. Los muertos regresaban a la casa y se reunían en una habitación especial. Y luego tomaban…
–Eso son solo supersticiones –la interrumpió Roger, y alzó la cafetera hacia Joakim–. ¿Quieres otra taza?
Tilda yacía desnuda y sudorosa sobre su delgado colchón.
–¿Te ha gustado? –preguntó.
Martin estaba sentado en el borde de la cama y le daba la espalda.
–Sí…, ha estado bien –contestó él.
Ese domingo por la mañana, Tilda debía haberse dado cuenta de lo que se avecinaba, cuando lo vio ponerse los calzoncillos y los vaqueros nada más salir de la cama, pero no lo pensó.
Martin miraba por la ventana.
–Creo que esto no funciona –dijo al cabo de un rato.
–¿Qué no funciona? –preguntó ella, aún desnuda bajo el edredón.
–Esto…, todo. No funciona. –Siguió mirando por la ventana y dijo–: Karin hace muchas preguntas.
–¿Sobre qué?
Tilda aún no había comprendido que la iban a dejar. La típica historia de usar y tirar.
Martin había llegado el viernes por la noche, y todo parecía como de costumbre. Tilda no le preguntó qué le había dicho a su mujer: nunca lo hacía. Esa noche se quedaron en su pequeño apartamento y cocinó sopa de pescado. Martin parecía relajado y le habló de la nueva promoción de alumnos de policía que había comenzado en la escuela ese curso, algunos eran buenos y otros menos.
–Pero los meteremos en cintura –concluyó.
Tilda recordó con todo detalle sus primeros meses en la Escuela de Policía: ella era una más entre una veintena de alumnos. Casi todos hombres, muy pocas chicas. Enseguida dividieron a sus nuevos profesores en tres categorías: profesores policías viejos y amables pero un poco anticuados, profesores civiles que enseñaban derecho y no tenían ni idea de en qué consistía el auténtico trabajo policial; y los profesores policías jóvenes que eran responsables de los ejercicios prácticos. Estos seguían en activo y tenían emocionantes historias que contar, eran los ejemplos de la clase. Martin Ahlquist era uno de ellos.
El sábado cogieron el coche de Martin y condujeron hacia el norte, hasta el cabo más septentrional de la isla. Tilda no había estado allí desde que era pequeña, pero recordó aquella sensación de llegar al fin del mundo. Ahora, en noviembre, desde el mar soplaba un viento gélido, y el faro estaba completamente desierto. La torre blanca que se elevaba sobre el cabo, Eric el largo la llamaban, le recordó los dos faros de Åludden. Deseaba comentar el accidente con Martin, pero no lo hizo: ese día libraba.
Almorzaron en el único restaurante abierto durante el invierno, en Byxelkrok, luego regresaron a Marnäs y pasaron el resto de la tarde en casa.
Fue entonces cuando Martin se tornó más reservado, pensó Tilda, a pesar de que ella intentaba conversar con él.
Se acostaron en silencio, y por la mañana Martin se sentó al borde de la cama y empezó a hablar. Sin dirigirle una sola mirada, le explicó que había estado reflexionando mucho tras su marcha a Öland. Había pensado que tenía que elegir. Por fin lo había hecho y le parecía que era lo mejor.
–También será bueno para ti –dijo–. Es lo mejor para todos.
–¿Quieres decir… que me abandonas? –preguntó ella en voz baja.
–No. Nos dejamos el uno al otro.
–Yo me mudé aquí por ti. –Tilda miraba la espalda peluda de Martin–. A mí no me apetecía irme de Växjö, pero lo hice por ti. Quiero que lo sepas.
–¿A qué te refieres?
–La gente murmuraba sobre nosotros. Tenía que acabar con eso.
Él asintió.
–A todo el mundo le gusta cotillear –dijo Martin–. Pero ahora ya no tendrán de qué hablar.
En realidad no había mucho más que añadir. Cinco minutos después, estaba completamente vestido y recogía su bolsa del suelo sin mirar a Tilda.
–Bueno –dijo él.
–¿Así que no ha valido la pena? –preguntó ella.
–Sí –respondió Martin, y salió al recibidor–. Sí durante mucho tiempo. Pero ya no.
–Te asustan los conflictos –dijo Tilda.
Él no contestó. Abrió la puerta de la calle.
Tilda contuvo el impulso de decirle que saludara a su mujer.
Oyó la puerta al cerrarse y pasos que se alejaban en la escalera. Ahora, Martin se metería en su coche, aparcado en la plaza, y volvería a casa, con su familia, como si nada hubiera ocurrido.
Permaneció sentada, desnuda en la cama.
Todo estaba en silencio. Había un condón usado en el suelo.
–¿Vales la pena? –le preguntó a su reflejo borroso en la ventana.
No, ¿qué te creías
?
Tú solo eres la otra
.
Después de pasar más de media hora compadeciéndose y controlando el impulso de afeitarse la cabeza y hacer desaparecer su cabellera rubia, se levantó de la cama. Se duchó, se vistió y planeó acercarse a la residencia a visitar a Gerlof. Lo que más necesitaba en aquel momento era estar con ancianos sin problemas amorosos.
Pero antes de salir sonó el teléfono. Era el oficial de guardia de Borgholm, que llamaba por un asunto de trabajo. Durante el fin de semana, unos ladrones habían entrado en una casa parroquial, al norte de Marnäs. La pareja de jubilados que vivía allí los había sorprendido, y ahora el hombre se encontraba hospitalizado, con heridas en la cabeza y diversas fracturas.
Trabajo, eso aplacaría el dolor de Tilda.
Llegó a la casa a las dos, cuando el sol empezaba a ponerse en la isla.
La primera persona que encontró en el lugar de los hechos fue Hans Majner. Vestía de uniforme, a diferencia de ella, y se paseaba por el terreno con un rollo de cinta azul y blanca en la mano en la que se leía: «
POLICÍA. NO PASAR»
.
–¿Dónde te metiste ayer? –le preguntó él.
–Libraba –respondió ella–. No recibí ningún aviso.
–Es uno mismo quien tiene que estar alerta.
Tilda cerró la puerta del coche y le espetó:
–Cierra el pico.
Majner se dio la vuelta.
–¿Qué has dicho?
–He dicho que cierres el pico –replicó–. No hace falta que me des lecciones todo el rato.
Ahora había estropeado definitivamente cualquier oportunidad de amistad con su compañero, pero no le importaba.
Él se quedó inmóvil y la observó durante algunos segundos, como si no hubiera comprendido del todo sus palabras.
–Yo no doy lecciones –replicó finalmente.
–Vale. Pásame la cinta.
En silencio, comenzó a acordonar la parte trasera de la casa parroquial y a buscar huellas de zapatos en el jardín, para sacar moldes. Los técnicos de la científica no llegarían de Kalmar hasta el lunes.
Encontró varias pisadas en el barro que rodeaba la vivienda. Parecían ser de zapatos de suelas estriadas o botas de hombre: y entre la maleza, al pie de los árboles, había también indicios de que alguien se había caído de bruces y se había arrastrado a gatas por el bosque.
Tilda observó y contó las huellas. Según sus cálculos, habían visitado el lugar tres personas.
Una mujer salió del porche. Resultó ser la vecina, que tenía la llave de la casa y la cuidaba mientras la pareja de ancianos permanecía en el hospital de Kalmar. La mujer les preguntó si querían acompañarla a su casa y tomar un café.
¿Un café con Majner?
–Mientras tanto le echaré un vistazo a la casa –contestó Tilda.
Después de despedir a la vecina, subió los peldaños de piedra.
En el recibidor, había un montón de trozos de cristal procedentes de un gran espejo que se había caído. La alfombra estaba arrugada y se veían manchas de sangre en el umbral y en el suelo de madera.
Encontró la puerta que daba al salón entornada. Tilda saltó por encima de los cristales rotos y echó un vistazo.
Estaba todo revuelto. El aparador tenía las puertas de cristal abiertas de par en par y habían sacado todos los cajones de una antigua cómoda. Vio rastros de zapatos embarrados en el suelo de madera pulida. «Los técnicos tendrán mucho trabajo aquí», pensó.
Cuando acabaron de inspeccionar el jardín, Majner y ella se separaron sin cruzar palabra. Tilda se sentó en el coche y condujo hasta la residencia de ancianos de Gerlof.
–Un robo –dijo Tilda para justificar su retraso.
–Vaya –contestó Gerlof–. ¿Dónde?
–En la casa parroquial de Hagelby. Golpearon al propietario.
–¿Está grave?
–Bastante, también lo han apuñalado…, pero seguro que mañana podrás leerlo todo en el periódico.
Se sentó junto a la mesita del café, sacó la grabadora y pensó en Martin. Ahora ya debía de haber llegado a casa, habría entrado por la puerta, abrazado a Karin, su mujer, y a los niños, y se habría quejado de lo aburrida que había sido la conferencia de policía en Kalmar.
Gerlof estaba hablando.
–¿Disculpa?
Tilda no lo había escuchado. Estaba pensando que Martin había salido por la puerta sin mirarla.
–¿Habéis buscado huellas de los atracadores?
Tilda asintió sin entrar en detalles.
–Mañana harán un reconocimiento exhaustivo del lugar. –Accionó el micrófono–. ¿Hablamos ahora un poco de la familia?
Gerlof asintió, pero aun así, preguntó:
–¿Y qué hacéis exactamente en los reconocimientos?
–Bueno…, los técnicos buscan indicios –contestó Tilda–. Fotografían y filman. Buscan huellas dactilares, pelos, restos textiles, es decir, fibras de ropa. Y luego están los rastros biológicos como la sangre, claro. Hacen moldes de escayola de las pisadas en el exterior de la casa. También se pueden conseguir huellas de calzado dentro, si se hace un análisis electrostático…
–Sois muy concienzudos –la interrumpió Gerlof.
Ella asintió.
–Intentamos trabajar con método. Probablemente llegaron en coche, un vehículo grande o una furgoneta. Pero de momento no tenemos muchas pistas.
–Es importante que encontréis a esos ladrones.
–Por supuesto.
–¿Puedes coger una hoja del escritorio?
Tilda obedeció y observó en silencio cómo Gerlof hacía unas anotaciones en el papel. Acto seguido se lo devolvió.
Había tres nombres escritos con su pulcra caligrafía:
John Hagman
Dagmar Karlsson
Edla Gustafsson
Tilda los leyó y miró a Gerlof.
–Vaya –dijo–. ¿Son los ladrones?
–No. Son viejos conocidos míos.
–¿Y?
–Te podrán ayudar –contestó.
–¿Cómo?
–Ven cosas.
–¿Sí?
–Todos ellos viven cerca de la carretera y se fijan en el tráfico –explicó Gerlof–. Para John, Edla y Dagmar un coche todavía es un gran acontecimiento, sobre todo en invierno. Edla y Dagmar dejan siempre lo que tengan entre manos para ver quién pasa cerca de sus casas.
–Vaya. Entonces tendré que hablar con ellos –asintió Tilda–. Agradecemos cualquier pista.
–Bien. Empieza por John, vive en Stenvik. Somos amigos…, salúdale de mi parte.
–Y le pregunto por los coches desconocidos –dijo ella.
–Pues sí. Seguro que John ha visto pasar algunos por la costa… Luego puedes ir a ver a Dagmar, que vive en las afueras de Altorp, y preguntarle lo mismo. Y también te convendría hablar con Edla Gustafsson, de Hultet. Vive junto a la carretera nacional que lleva a Borgholm, cerca de Speteby.
Tilda echó un vistazo a la lista de nombres.
–Gracias –dijo–. Si paso por allí, iré a visitarlos.
Puso en marcha la grabadora que reposaba sobre la mesa.
–Gerlof… Cuando piensas en tu hermano Ragnar, ¿qué te viene a la cabeza?
El anciano guardó silencio y recapacitó.
–Anguilas –dijo al cabo de un rato–. Le gustaba salir con su motora y vaciar las redes en otoño. También disfrutaba engañándolas. Probaba diferentes cebos para atraer a las hembras de noche y atraparlas con la caña.
–¿Las hembras?
–Solo se capturan las hembras. –Gerlof sonrió–. Nadie quiere a los machos, son demasiado pequeños y débiles.
–Como muchos hombres –comentó Tilda.
–¿Cuánto falta para Navidad, papá? –preguntó Livia una noche al acostarse.
–Poco… Un mes.
–¿Cuántos días?
–Dentro de… –Joakim miró el calendario de Pippi Calzaslargas que había encima de la cama y contó– veintiocho días.
La niña asintió y se quedó callada.
–¿Qué pasa? –dijo él–. ¿Piensas en los regalos de Navidad?
–No –respondió Livia–. Pero mamá volverá entonces, ¿no?
Joakim guardó silencio.
–No estoy tan seguro –contestó despacio.
–Sí.
–No, no creo que podamos esperar…
–¡Sí! –gritó su hija–. Mamá vendrá entonces.
Luego se tapó con el edredón hasta la nariz y se negó a decir nada más.
El sueño de Livia experimentó una especie de cambio de patrón: Joakim lo había descubierto hacía un par de semanas. Dormía tranquila dos noches, pero a la tercera estaba inquieta y lo volvía a llamar.
–¿Papá?
Solía comenzar una hora después de la medianoche, y por muy profundamente que Joakim durmiera, enseguida se despertaba.
Esa noche, el gato Rasputín también se despertó con los gritos de Livia. Saltó a una ventana y observó fijamente la oscuridad, como si viera algún movimiento fuera.
–¿Papá?
«Al menos es un avance», pensó Joakim mientras se dirigía al dormitorio de su hija. Ya no llamaba a Katrine.
Ese jueves por la noche, se sentó en el borde de la cama de Livia y le acarició la espalda. La niña no se despertó, sino que se volvió hacia la pared y poco a poco se fue relajando.
Él permaneció sentado y esperó a que empezara a hablar. Lo hizo tras algunos minutos, con voz tranquila y algo monótona.