–Gabriel y tú no debéis ir al hielo. Jamás. Nunca se sabe si va a romper.
Por la tarde, Joakim llamó a sus vecinos de Estocolmo, Lisa y Michael Hesslin. No había sabido nada de ellos desde la noche en que abandonaron Åludden.
–Hola, Joakim –saludó Michael–. ¿Estás en Estocolmo?
–No, seguimos en Öland. ¿Qué tal estáis?
–Bien. Me alegro de oírte.
Sin embargo, Joakim notó que Michael sonaba distinto. Quizá se sentía avergonzado por lo ocurrido la última vez que se vieron.
–¿Te encuentras bien? –le preguntó–. ¿Qué tal la empresa?
–Perfectamente –respondió Michael–. Con muchos proyectos emocionantes. Antes de Navidad siempre hay mucho jaleo.
–Bueno…, solo quería saber cómo estabais. Tuvimos una despedida un poco precipitada la última vez que nos vimos.
–Sí –convino el otro, y dudó antes de proseguir–. Lo siento. No sé qué pasó. Me desperté en mitad de la noche y no pude volver a dormirme.
Guardó silencio.
–Lisa me contó que habías tenido una pesadilla –apuntó Joakim–. Que soñaste que había alguien junto a la cama.
–¿Eso dijo? Bueno, no lo recuerdo.
–¿No recuerdas a quién viste?
–No.
–Yo nunca he visto nada raro aquí, en la casa –dijo él–, aunque a veces he sentido cosas. Y en el altillo del establo he encontrado una pared donde la gente ha…
–¿Qué tal las reformas? –lo cortó Michael–. ¿Cómo van?
–¿Qué?
–¿Has acabado de empapelar?
–No…, aún no.
Joakim perdió el hilo, pero comprendió que Michael no tenía ganas de comentar sensaciones raras o sueños inquietantes. Fuera lo que fuese lo que había sentido esa noche, había aislado ese recuerdo a cal y canto.
–¿Qué haréis en Navidad? –le preguntó Joakim, cambiando de tema–. ¿Lo celebraréis en casa?
–Seguramente iremos al campo –contestó el otro–. Pero pasaremos el Año Nuevo aquí, en casa.
–Entonces quizá nos veamos.
La conversación no duró mucho más. Cuando Joakim colgó, miró por la ventana, hacia la tenue capa de hielo que cubría el mar y la playa desierta. Ante esa gélida desolación casi echó de menos las abarrotadas calles de Estocolmo.
–Hay una habitación secreta en la finca –le dijo Joakim a Mirja Rambe–. Una habitación sin puerta.
–¿Sí? ¿Dónde?
–En el altillo del heno. Es grande…, he medido a pasos el establo, y la superficie del piso superior acaba casi cuatro metros antes que la pared exterior. –Miró a Mirja–. ¿No lo sabías?
Ella negó con la cabeza.
–Ya tengo suficiente con esa pared llena de nombres. Eso ya es lo bastante emocionante.
Mirja se inclinó hacia delante en el gran sofá y le sirvió café humeante. Luego cogió una botella de vodka y preguntó:
–¿Quieres un poco en el café?
–No, gracias. No bebo alcohol y…
Ella esbozó una sonrisa.
–Entonces, yo tomaré mi ración –dijo, y se sirvió de la botella.
Mirja vivía en un amplio piso junto a la catedral de Kalmar y esa tarde había invitado a la familia a cenar.
Livia y Gabriel pudieron conocer por fin a su abuela. Cuando entraron en el recibidor, ambos guardaron silencio y permanecieron a la expectativa; Livia observó con desconfianza una estatua de mármol situada en un rincón, que representaba el torso desnudo de un hombre. Tardó un momento antes de empezar a hablar. Había llevado consigo a Foreman y dos ositos de peluche y le presentó los tres a su abuela. Esta los condujo a su estudio, donde había pinturas de Öland acabadas y a medio terminar en las paredes. Todas representaban una llanura florida bajo un despejado cielo azul.
Tratándose de alguien que apenas se había preocupado por sus nietos hasta ese momento, Mirja les mostró un inusitado interés. Después de comer
koppkakor
intentó convencer a Gabriel para que se sentara en su regazo, y al fin lo consiguió, aunque el niño apenas permaneció unos minutos con ella antes de salir corriendo detrás de Livia, para ver el programa infantil en el cuarto de la televisión.
–Nos hemos quedado solos con el café –comentó Mirja, y se sentó en el sofá del salón.
–Está bien –respondió Joakim.
En las paredes de toda la casa había cuadros de ella, pero en el salón tenía dos de la tormenta de nieve pintados por su madre, Torun. Ambos mostraban la ventisca que se aproximaba a la costa como una negra cortina a punto de caer sobre los dos faros. Al igual que el cuadro de Åludden, esas dos pinturas de invierno irradiaban ocultas amenazas y malos presagios.
Joakim buscó en vano por el apartamento algún rastro del gusto de Katrine. Ella siempre prefería los espacios luminosos y limpios, en cambio su madre había decorado la estancia con papel pintado y cortinas oscuros, alfombras persas y un tresillo de cuero negro.
Mirja no tenía ninguna fotografía de su hija muerta ni de las hermanastras de esta. En cambio, tenía retratos de varios tamaños de sí misma y de un joven quizá veinte años menor que ella, con perilla y el pelo alborotado.
Vio que Joakim clavaba la vista en las fotografías y asintió con la cabeza mirando la del hombre.
–Ulf –dijo–. Juega al bandy, no sé si lo conoces.
–¿Así que sois pareja? –inquirió Joakim–. ¿El jugador de bandy y tú?
Una pregunta más bien tonta. Mirja sonrió.
–¿Te molesta?
Él negó con la cabeza
–Bien, porque a muchos sí que les molesta –respondió ella–. Seguro que a Katrine no le gustaba, aunque nunca dijo nada. Se supone que las mujeres mayores no pueden tener vida sexual. Pero no parece que a Ulf le importe y yo no me quejo en absoluto.
–No, más bien pareces orgullosa –señaló Joakim.
Mirja se rió.
–El amor es ciego, dicen.
Bebió un sorbo de café y encendió un cigarrillo.
–Una policía de Marnäs quiere seguir con la investigación –comentó él al cabo de un rato–. Me ha llamado un par de veces.
No necesitó explicarle de qué investigación se trataba.
–Bueno –dijo Mirja–, no está mal que lo haga.
–No si nos proporciona más respuestas. Pero, en cualquier caso, Katrine no volverá.
–Yo sé por qué se ahogó –soltó entonces Mirja, y le dio una calada al cigarrillo.
Joakim alzó la vista.
–¿Lo sabes?
–Fue la casa.
–¿La casa?
Su suegra rió brevemente, pero no sonrió.
–Esa casa del diablo está repleta de desgracias –dijo–. Ha destrozado la vida de todas las familias que han vivido en ella.
Joakim la miró sorprendido.
–No se puede culpar a la casa del accidente.
Mirja apagó el cigarrillo.
Él cambió de tema.
–La semana que viene vendrá a verme un jubilado que sabe mucho de Åludden. Se llama Gerlof Davidsson. ¿Lo conoces?
Ella negó con la cabeza.
–Pero creo que su hermano era vecino de la casa –dijo–. Ragnar. A él sí lo conocí.
–Gerlof me contará historias de Åludden.
–Yo también puedo hacerlo, si es que tienes tanta curiosidad.
Mirja dio un nuevo sorbo a su taza de café. A Joakim le pareció que empezaban a vidriársele los ojos a causa del alcohol.
–¿Cómo fuisteis a parar a Åludden tu madre y tú? –preguntó.
–El alquiler era barato –respondió Mirja–. Eso para mamá era lo más importante. Con el dinero que ganaba limpiando compraba lienzos y óleos y siempre íbamos justas. Así que nuestras casas estaban acordes con nuestro nivel de ingresos.
–¿Ya entonces la casa estaba tan deteriorada?
–Empezaba a estarlo –contestó ella–. Entonces, Åludden aún pertenecía al Estado, creo, pero se la habían alquilado por poco dinero a alguien de la isla…, un campesino que no se gastó ni una corona en restaurarla. Mamá y yo éramos las únicas que queríamos vivir en la cabaña durante el invierno.
Bebió café.
Los niños reían en el cuarto de la televisión. Joakim se quedó pensativo un instante y luego preguntó:
–¿Habló Katrine alguna vez contigo de Ethel?
–No –contestó Mirja–. ¿Quién es?
–Era mi hermana mayor. Murió el año pasado. Era adicta.
–¿Al alcohol?
–A las drogas –dijo él–. Toda clase de drogas, pero en los últimos años sobre todo a la heroína.
–Yo nunca he tomado demasiadas drogas –comentó ella–. Pero estoy de acuerdo con personas como Huxley y Tim Leary…
–¿En qué? –preguntó Joakim.
–Las drogas pueden abrir puertas a la mente. Sobre todo a nosotros, los artistas.
Él la miró de hito en hito. Pensó en la mirada perdida de Ethel y comprendió por qué Katrine nunca le había hablado de ella a su madre.
Luego apuró su café y miró el reloj, que marcaba las ocho y cuarto.
–Tenemos que volver a casa.
–¿Qué os ha parecido la abuela? –preguntó Joakim en el coche, cuando regresaban a casa por el puente de Öland.
–Ha sido buena con nosotros –respondió Livia.
–Bien.
–¿Volveremos a verla? –quiso saber la niña.
–Quizá –dijo Joakim–. Dentro de un tiempo.
Decidió no pensar más en Mirja Rambe.
–Mi hija me llamó ayer por la tarde –dijo una de las ancianas que se sentaban en el sofá junto a Tilda.
–¿Ah, sí? ¿Y qué dijo? –preguntó la otra anciana.
–Quería cantarme las cuarenta.
–¿Cantarte las cuarenta?
–Sí, cantarme las cuarenta –confirmó la primera anciana–. De una vez por todas. Aseguró que yo nunca la había apoyado. «Solo has pensado en ti y en papá», dijo. «Siempre. Y nosotros, tus hijos, siempre hemos estado en un segundo plano.»
–Mi hijo me hace lo mismo pero al contrario –apuntó la otra mujer–. Llama todos los años antes de Navidad y se queja de haber recibido demasiado amor. Dice que le arruiné la infancia. No te preocupes por esas cosas, Elsa.
Tilda dejó de escuchar y miró el reloj. Ya debía de haber acabado el pronóstico del tiempo. Se levantó y llamó a la puerta de Gerlof.
–Adelante.
Cuando Tilda entró en la habitación encontró al anciano sentado junto a la radio. Llevaba el abrigo, pero no parecía que tuviera intención de ponerse de pie.
–¿Nos vamos? –preguntó ella, y alargó el brazo.
–Quizá –dijo él–. ¿Adónde teníamos que ir?
–A Åludden –contestó.
–Ah, sí… ¿Y qué vamos a hacer allí en realidad?
–Bueno, hablaremos –le explicó Tilda–. El joven propietario quiere oír historias de la casa. Tú dijiste que conocías unas cuantas.
–¿Historias? –Gerlof se puso en pie y la miró–. Así que me ven como el típico anciano sabihondo que se sienta en la mecedora y mira con ojos chispeantes antes de ponerse a contar historias de fantasmas y supersticiones.
–No te preocupes por eso, Gerlof –dijo ella–. Considérate un sanador de almas. Una persona en duelo te necesita.
–¿Sí? «No hay alegría en la pena, dijo el viejo que lloraba en la tumba equivocada.»
Gerlof empezó a caminar apoyado en el bastón y añadió:
–Tendremos que hacerle entrar en razón.
Tilda lo sujetó del brazo libre.
–¿Quieres que cojamos la silla de ruedas?
–Hoy no –respondió él–. Hoy me responden las piernas.
–¿Tenemos que comunicarle a alguien que nos vamos?
Gerlof resopló.
–No es asunto suyo.
Era el miércoles de la segunda semana de diciembre, y se dirigían a tomar un café en Åludden. Gerlof y el dueño de la casa por fin se conocerían.
–¿Cómo te va por la comisaría? –le preguntó el anciano al salir del centro de Marnäs.
–Solo tengo un compañero –respondió ella–. Y apenas le veo el pelo. Pasa casi todo el tiempo en Borgholm.
–¿Por qué?
Tilda guardó silencio unos segundos.
–Quién sabe. Pero ayer me tropecé con Bengt Nyberg del
Ölands-Posten
, y me contó que ya le han puesto un mote a la nueva comisaría.
–¿Sí?
–La llaman la comisaría de las tías.
Gerlof negó con la cabeza con hastío.
–La estación de las tías…, así llamaban también a la estación de tren de la isla cuando solo había mujeres. Los jefes de estación no creían que pudieran trabajar igual de bien que los hombres.
–Seguro que lo hacían mejor –comentó ella.
Dejaron atrás Marnäs y siguieron por la carretea desierta. Estaban a cero grados y la llanura costera parecía haberse helado; ahora era un paisaje invernal de tonos grisáceos. Gerlof miró por la ventanilla.
–Cerca del mar todo es tan bonito.
–Sí –convino Tilda–. Pero tú no eres imparcial.
–Amo mi isla.
–Y odias el continente.
–No –replicó él–. No soy ningún regionalista corto de miras…, pero el amor empieza siempre en casa. Somos nosotros, los insulares, quienes tenemos que proteger y preservar la dignidad de Öland.
Su mal humor fue desapareciendo poco a poco y se volvió más hablador. Al pasar por el pequeño cementerio de Rörby, señaló hacia la cuneta.
–Hablando de fantasmas y supersticiones, ¿quieres oír una historia que mi padre contaba por Navidad?
–Me gustaría –respondió Tilda.
–El abuelo de tu padre se llamaba Carl Davidsson –dijo Gerlof–. De joven trabajaba como jornalero en Rörby y una vez vio algo extraño. Su hermano mayor había venido a visitarlo y habían salido a dar un paseo por la iglesia a la hora del crepúsculo. Era Año Nuevo, hacía mucho frío y había caído mucha nieve. Entonces oyeron el sonido de un trineo tirado por caballos que se acercaba por detrás. El hermano mayor echó una mirada por encima del hombro, dio un grito y sujetó a Carl por el brazo. Tiró de él, lo sacó del camino y se adentraron en la nieve. Carl no comprendió de qué se trataba hasta que vio el trineo acercarse por el camino.
–Conozco la historia –apuntó Tilda–. Papá me la contó.
Pero Gerlof prosiguió como si no la hubiera oído:
–Se trataba de una carreta de heno. La carreta más pequeña que Carl había visto nunca, y tiraban de ella cuatro caballitos. Y encima del heno había unos hombrecillos grises. No alcanzaban el metro de altura.
–Gnomos –dijo ella–, ¿verdad?
–Mi padre nunca usaba esa palabra. Según él eran geniecillos que vestían ropa gris y gorro. Carl y su hermano no se atrevieron a moverse, pues los hombres no parecían amables. Pero la carreta pasó junto a los chicos sin más, y una vez dejaron atrás el cementerio, los caballos salieron del camino y desaparecieron en la oscuridad del lapiaz. –Asintió para sí–. Mi padre juraba que era una historia real.